Lucas 9, 28-36. Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma. La primera tarea del cristiano es escuchar la Palabra de Dios, escuchar a Jesús.
Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «¡Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo». Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Génesis, Gén 15, 5-12.17-18
Salmo: Sal 26, 1.7-9.13-14
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses, Flp 3, 17; 4, 1
Oración introductoria
Señor, me acerco a Ti con fe, una gran confianza y mucho amor. Quiero subir contigo a la montaña de la oración para contemplarte e iluminar interiormente mi vida. Pido a la Virgen María, mi guía en el camino de la fe, que me ayude a vivir esta experiencia.
Petición
Jesucristo, dame la gracia de encontrarte íntimamente para dejar atrás, en esta Cuaresma, todo lo que me aparte de Ti.
Meditación del Santo Padre Francisco
En la oración al inicio de la misa hemos pedido al Señor dos gracias: «escuchar a tu amado Hijo», para que nuestra fe se nutra de la Palabra de Dios, y —la otra gracia— «purificar los ojos de nuestro espíritu, para que podamos gozar un día de la visión de la gloria». Escuchar, la gracia de escuchar, y la gracia de purificar los ojos. Esto está precisamente en relación con el Evangelio que hemos escuchado. Cuando el Señor se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan, éstos oyen la voz de Dios Padre, que dice: «Éste es mi Hijo. Escuchadlo». La gracia de escuchar a Jesús. ¿Para qué? Para alimentar nuestra fe con la Palabra de Dios. Y ésta es una tarea del cristiano. ¿Cuáles son las tareas del cristiano? Tal vez me diréis: ir a misa los domingos; hacer ayuno y abstinencia en la Semana Santa; hacer esto… Pero la primera tarea del cristiano es escuchar la Palabra de Dios, escuchar a Jesús, porque Él nos habla y Él nos salva con su Palabra. Y Él, con esta Palabra, hace también que nuestra fe sea más robusta, más fuerte. Escuchar a Jesús. «Pero, padre, yo escucho a Jesús, lo escucho mucho». «¿Sí? ¿Qué escuchas?». «Escucho la radio, escucho la televisión, escucho las habladurías de las personas…». Muchas cosas escuchamos durante el día, muchas cosas… Pero os hago una pregunta: ¿dedicamos un poco de tiempo, cada día, para escuchar a Jesús, para escuchar la Palabra de Jesús? En casa, ¿tenemos el Evangelio? Y, cada día, ¿escuchamos a Jesús en el Evangelio, leemos un pasaje del Evangelio? ¿O tenemos miedo de esto, o no estamos acostumbrados? Escuchar la Palabra de Jesús para alimentarnos. Esto significa que la Palabra de Jesús es el alimento más fuerte para el alma: nos nutre el alma, nos nutre la fe. Os sugiero, cada día, tomar algunos minutos y leer un pasaje del Evangelio y oír lo que allí pasa. Escuchar a Jesús, y esa Palabra de Jesús cada día entra en nuestro corazón y nos hace más fuertes en la fe. Os sugiero también tener un pequeño Evangelio, pequeñito, para llevar en el bolsillo, en el bolso y cuando tengamos un poco de tiempo, tal vez en el autobús… cuando se pueda en el autobús, porque muchas veces en el autobús estamos un poco obligados a mantener el equilibrio y también a defender los bolsillos, ¿no?… Pero cuando estás sentado, aquí o allá, puedes leer, incluso durante el día, tomar el Evangelio y leer dos palabritas. ¡El Evangelio siempre con nosotros! Se decía de algunos mártires de los primeros tiempos —por ejemplo de santa Cecilia— que llevaban siempre con ellos el Evangelio: ellos llevaban el Evangelio; ella, Cecilia llevaba el Evangelio. Porque es precisamente nuestro primer alimento, es la Palabra de Jesús, lo que nutre nuestra fe.
Y luego la segunda gracia que hemos pedido es la gracia de la purificación de los ojos, de los ojos de nuestro espíritu, para preparar los ojos del espíritu para la vida eterna. Purificar los ojos. Yo estoy invitado a escuchar a Jesús y Jesús se manifiesta; y con su Transfiguración nos invita a contemplarlo. Mirar a Jesús purifica nuestros ojos y los prepara para la vida eterna, para la visión del Cielo. Tal vez nuestros ojos están un poco enfermos porque vemos muchas cosas que no son de Jesús, incluso que están contra Jesús: cosas mundanas, cosas que no hacen bien a la luz del alma. Y así esta luz se apaga lentamente y sin saberlo terminamos en la oscuridad interior, en la oscuridad espiritual, en la oscuridad de la fe: oscuridad porque no estamos acostumbrados a mirar, a imaginar las cosas de Jesús.
Esto es lo que nosotros hoy hemos pedido al Padre, que nos enseñe a escuchar a Jesús y a contemplar a Jesús. Escuchar su Palabra, y pensad en lo que os decía del Evangelio: ¡es muy importante! Y mirar: cuando leo el Evangelio imaginar y contemplar cómo era Jesús, cómo hacía las cosas. Y así nuestra inteligencia, nuestro corazón siguen adelante por el camino de la esperanza, donde el Señor nos pone, como hemos escuchado que hizo con nuestro padre Abrahán. Recordad siempre: escuchar a Jesús, para hacer más fuerte nuestra fe; contemplar a Jesús, para preparar nuestros ojos a la hermosa visión de su rostro, donde todos nosotros —que el Señor nos dé la gracia— nos encontraremos en una misa sin fin. Así sea.
Santo Padre Francisco
Homilía del II Domingo de Cuaresma, 16 de marzo de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ayer concluyeron aquí, en el palacio apostólico, los ejercicios espirituales que, como de costumbre, tienen lugar al inicio de la Cuaresma en el Vaticano. Con mis colaboradores de la Curia romana hemos pasado días de recogimiento y de intensa oración, reflexionando sobre la vocación sacerdotal, en sintonía con el Año que la Iglesia está celebrando. Doy las gracias a todos los que han estado espiritualmente cerca de nosotros.
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue inmediatamente a la invitación del Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.
San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo» (v. 35).
Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21).
«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.
En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el Evangelio. Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores «estén realmente impregnados de la Palabra de Dios, la conozcan verdaderamente, la amen hasta el punto de que realmente deje huella en su vida y forme su pensamiento» (cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de abril de 2009, p. 3). Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del Domingo, 28 de febrero de 2010
Propósito
Visitar a Cristo en la Eucaristía y pedirle el don de conocerlo y amarlo mejor.
Diálogo con Cristo
Señor, que no soñemos nosotros con triunfos fáciles, con una vida de placeres y de glorias mundanas. A la luz de la gloria del cielo hemos de llegar a través del camino, muchas veces oscuro y penoso, de la cruz. Pero si vamos por esta senda, ¡vamos con paso seguro! Ahora compartimos tus sufrimientos en la cruz. Pero, cuando llegue aquel día bendito de nuestra propia transfiguración, nuestra dicha y nuestra gloria será casi infinita. De momento, tenemos que llorar y lamentarnos, pero de nuevo volverás a nosotros y nos llevarás contigo, y nuestra tristeza se convertirá en gozo. Y entonces, en aquel día ya sin noche y sin ocaso, nadie será capaz de quitarnos nuestra alegría.
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