Lucas 12, 13-21. Lunes de la 29.ª semana del Tiempo Ordinario. La razón, incluida la nuestra, está oscurecida, como constatamos cada día, puesto que el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en quererme a mí mismo por encima de todo y en considerar que el mundo existe para mí. Este egoísmo lo llevamos todos.
Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia». Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?». Después les dijo: «Cuídense de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas». Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo «¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha». Después pensó: «Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, como, bebe y date buena vida». Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?». Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 2, 1-10
Salmo: Sal 100(99), 2-5
Oración introductoria
Señor, me acerco a Ti con toda mi fragilidad. Tú me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco. Me pongo en tu presencia para acompañarte y consolarte, porque no me interesa acumular riquezas sino vivir con mucha fe, esperanza y caridad, seguro de que contigo siempre tengo un futuro que es bello porque está lleno de tu amor.
Petición
Dios mío, dame la sabiduría para comprender lo que es verdaderamente importante en esta vida.
Meditación del Santo Padre Francisco
El dinero sirve para realizar muchas obras buenas, para hacer progresar a la humanidad, pero cuando se transforma en la única razón de vida, destruye al hombre y sus vínculos con el mundo exterior. Es ésta la enseñanza que el Papa Francisco sacó del pasaje litúrgico del Evangelio de Lucas (12, 13-21) durante la misa celebrada el lunes 21 de octubre.
Al inicio de su homilía el Santo Padre recordó la figura del hombre que pide a Jesús que intime a su propio hermano para que reparta con él la herencia. Para el Pontífice, de hecho, el Señor nos habla a través de este personaje «de nuestra relación con las riquezas y con el dinero». Un tema que no es sólo de hace dos mil años, sino que se representa todavía hoy, todos los días. «Cuántas familias destruidas —comentó— hemos visto por problemas de dinero: ¡hermano contra hermano; padre contra hijos!». Porque la primera consecuencia del apego al dinero es la destrucción del individuo y de quien le está cerca. «Cuando una persona está apegada al dinero —explicó el Obispo de Roma— se destruye a sí misma, destruye a la familia».
Cierto, el dinero no hay que demonizarlo en sentido absoluto. «El dinero —precisó el Papa Francisco— sirve para llevar adelante muchas cosas buenas, muchos trabajos, para desarrollar la humanidad». Lo que hay que condenar, en cambio, es su uso distorsionado. Al respecto el Pontífice repitió las mismas palabras pronunciadas por Jesús en la parábola del «hombre rico» contenida en el Evangelio: «El que atesora para sí, no es rico ante Dios». De aquí la advertencia: «Guardaos de toda clase de codicia». Es ésta en efecto «la que hace daño en relación con el dinero»; es la tensión constante a tener cada vez más que «lleva a la idolatría» del dinero y acaba con destruir «la relación con los demás». Porque la codicia hace enfermar al hombre, conduciéndole al interior de un círculo vicioso en el que cada pensamiento está «en función del dinero».
Por lo demás, la característica más peligrosa de la codicia es precisamente la de ser «un instrumento de idolatría; porque va por el camino contrario» del trazado por Dios para los hombres. Y al respecto el Santo Padre citó a san Pablo, quien recuerda «que Jesucristo, que era rico, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros». Así que hay un «camino de Dios», el «de la humildad, abajarse para servir», y un recorrido que va en la dirección opuesta, adonde conduce la codicia y la idolatría: «Tú que eres un pobre hombre, te haces dios por la vanidad».
Por este motivo —añadió el Pontífice— «Jesús dice cosas tan duras y fuertes contra el apego al dinero»: por ejemplo, cuando recuerda «que no se puede servir a dos señores: o a Dios o al dinero»; o cuando exhorta «a no preocuparnos, porque el Señor sabe de qué tenemos necesidad»; o también cuando «nos lleva al abandono confiado hacia el Padre, que hace florecer los lirios del campo y da de comer a los pájaros del cielo».
La actitud en clara antítesis a esta confianza en la misericordia divina es precisamente la del protagonista de la parábola evangélica, quien no conseguía pensar en otra cosa más que en la abundancia del trigo recogido en los campos y en los bienes acumulados. Interrogándose sobre qué hacer con ello —explicó el Papa Francisco—, «podía decir: daré esto a otro para ayudarle». En cambio «la codicia le llevó a decir: construiré otros graneros y los llenaré. Cada vez más». Un comportamiento que, según el Papa, cela la ambición de alcanzar una especie de divinidad, «casi una divinidad idolátrica», como testimonian los pensamientos mismos del hombre: «Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente».
Pero es precisamente entonces cuando Dios le reconduce a su realidad de criatura, poniéndole en guardia con la frase: «Necio, esta noche te van a reclamar el alma». Porque —observó el Obispo de Roma— «este camino contrario al camino de Dios es una necedad, lleva lejos de la vida. Destruye toda fraternidad humana». Mientras que el Señor nos muestra el verdadero camino. Que «no es el camino de la pobreza por la pobreza»; al contrario, «es el camino de la pobreza como instrumento, para que Dios sea Dios, para que Él sea el único Señor, no el ídolo de oro». En efecto, «todos los bienes que tenemos, el Señor nos los da para hacer marchar adelante el mundo, para que vaya adelante la humanidad, para ayudar a los demás».
De ahí el deseo de que «permanezca hoy en nuestro corazón la palabra del Señor», con su invitación a mantenerse lejos de la codicia, porque, «aunque uno esté en la abundancia, su vida no depende de lo que posee».
Santo Padre Francisco: El dinero sirve pero la codicia mata
Meditación del lunes, 21 de octubre de 2013
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Santidad, soy don Giampiero Ialongo, uno de los muchos párrocos que desempeñamos nuestro ministerio en la periferia de Roma, concretamente en Torre Angela, en el confín con Torbellamonaca, Borghesiana, Borgata Finocchio y Colle Prenestino. Estas periferias, como muchas otras, a menudo están olvidadas y descuidadas por parte de las instituciones. Me alegra que nos haya convocado esta tarde el presidente del municipio. Veremos qué sale de este encuentro con las autoridades municipales.
En nuestras periferias, quizá más que en otras zonas de nuestra ciudad, existe un fuerte malestar como consecuencia de la crisis económica internacional que comienza a gravar sobre las condiciones concretas de vida de numerosas familias. Como Cáritas parroquial, y sobre todo como Cáritas diocesana, hemos puesto en marcha muchas iniciativas encaminadas ante todo a la escucha, pero también a una ayuda material, concreta, a todas las personas que se dirigen a nosotros, sin distinción de raza, cultura o religión.
A pesar de ello, somos conscientes de que cada vez más se trata de una auténtica emergencia. Me parece que muchas, demasiadas personas —no sólo jubilados, sino también personas que tienen un empleo regular, un contrato a tiempo indeterminado— encuentran grandes dificultades para cuadrar las cuentas familiares. Regalamos paquetes de víveres o ropa; a veces damos ayuda económica concreta para pagar los recibos o el alquiler. Eso puede constituir una ayuda, pero creo que no es la solución. Estoy convencido de que como Iglesia deberíamos preguntarnos qué más podemos hacer, y sobre todo qué motivos han llevado a esta situación generalizada de crisis.
Deberíamos tener la valentía de denunciar un sistema económico y financiero injusto en sus raíces. Yo creo que, ante los desequilibrios introducidos por este sistema, no basta un poco de optimismo. Hace falta una palabra autorizada, una palabra libre, que ayude a los cristianos, como la que usted ya ha pronunciado, Santo Padre, para administrar con sabiduría evangélica y con responsabilidad los bienes que Dios ha dado para todos y no sólo para unos pocos. Aunque ya en otras ocasiones hemos escuchado su palabra sobre esto, me gustaría escucharla una vez más, en este contexto. Gracias, Santidad.
RESPUESTA DEL SANTO PADRE EMÉRITO BENDICTO XVI
Ante todo, quiero dar las gracias al cardenal vicario por sus palabras de confianza: Roma puede dar más candidatos para la mies del Señor. Sobre todo debemos orar al Señor de la mies, pero también debemos hacer lo que está de nuestra parte para animar a los jóvenes a decir sí al Señor. Desde luego, son precisamente los sacerdotes jóvenes quienes deben dar ejemplo a la juventud de que es hermoso trabajar para el Señor. En este sentido, estamos llenos de esperanza. Oremos al Señor y hagamos lo que esté de nuestra parte.
Ahora afrontemos esta cuestión, que toca el nervio de los problemas de nuestro tiempo. Yo distinguiría dos niveles. El primero, es el de la macroeconomía, que luego se realiza y afecta incluso al último ciudadano, el cual siente las consecuencias de una construcción equivocada. Naturalmente, denunciar esto es un deber de la Iglesia. Como sabéis, desde hace mucho tiempo estoy preparando una encíclica sobre estos puntos. Y, en este largo camino, veo que es difícil hablar con competencia, porque, si no se afrontan con competencia ciertas cuestiones económicas, no podemos ser creíbles. Por otra parte, también es preciso hablar con razonamientos éticos, fundados y suscitados por una conciencia formada según el Evangelio.
Así pues, hay que denunciar esos errores fundamentales que ahora se manifiestan en el hundimiento de los grandes bancos estadounidenses; son errores en el fondo. En definitiva, se trata de la avaricia humana como pecado o, como dice la carta a los Colosenses, la avaricia como idolatría. Debemos denunciar esta idolatría que va contra el verdadero Dios, que es la falsificación de la imagen de Dios, suplantándola con otro dios, «mammona». Debemos hacerlo con valentía, pero también de forma concreta, porque los grandes moralismos no ayudan si no se apoyan en conocimientos de las realidades, los cuales ayudan también a comprender qué se puede hacer en concreto para cambiar poco a poco la situación. Y, para poder hacerlo, naturalmente es necesario el conocimiento de esta verdad y la buena voluntad de todos.
Aquí llegamos al punto principal: ¿existe realmente el pecado original? Si no existiera, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos accesibles a cada uno e irrefutables, y a la buena voluntad que existiría en todos. Sólo de este modo podríamos seguir adelante y reformar la humanidad. Pero no es así. La razón, incluida la nuestra, está oscurecida, como constatamos cada día, puesto que el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en quererme a mí mismo por encima de todo y en considerar que el mundo existe para mí. Este egoísmo lo llevamos todos. Este es el oscurecimiento de la razón: puede ser muy docta, con argumentos científicos estupendos, y a pesar de ello sigue oscurecida por falsas premisas. De este modo, avanza con gran inteligencia, a grandes pasos, pero por un camino equivocado.
También la voluntad, como dicen los santos Padres, está inclinada. El hombre sencillamente no está dispuesto a hacer el bien, sino que se busca sobre todo a sí mismo, o busca el bien de su propio grupo. Por eso, encontrar realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, ya no resulta fácil, y en el diálogo se desarrolla con dificultad. Sin la luz de la fe, que entra en las tinieblas del pecado original, la razón no puede salir adelante. Y la fe luego encuentra precisamente la resistencia de nuestra voluntad. Esta no quiere ver el camino, que también sería un camino de renuncia a sí mismo y de corrección de la propia voluntad en favor de los demás y no de sí mismo.
Por eso, hay que hacer una denuncia razonable y razonada de los errores, no con grandes moralismos, sino con razones concretas, que resulten comprensibles en el mundo de la economía de hoy. Esta denuncia es importante; para la Iglesia es un mandato desde siempre. Sabemos que en la nueva situación que se ha creado en el mundo industrial, la doctrina social de la Iglesia, comenzando por León XIII trata de hacer estas denuncias —y no sólo las denuncias, que resultan insuficientes—, sino también de mostrar los caminos difíciles donde, paso a paso, se exige el asentimiento de la razón y el asentimiento de la voluntad, juntamente con la corrección de mi conciencia, con la voluntad de renunciar en cierto sentido a mí mismo para colaborar en lo que es la verdadera finalidad de la vida humana, de la humanidad.
Dicho esto, la Iglesia tiene siempre la misión de estar vigilante, de hacer todo lo posible por conocer las razones del mundo económico, de entrar en ese razonamiento y de iluminar ese razonamiento con la fe que nos libra del egoísmo del pecado original. La Iglesia tiene la misión de entrar en este discernimiento, en este razonamiento; de hacerse escuchar, incluso en los diversos niveles nacionales e internacionales, para ayudar a corregir. Y esto no resulta fácil, porque muchos intereses personales y de grupos nacionales se oponen a una corrección radical. Quizá sea pesimismo, pero a mí me parece realismo, pues mientras exista el pecado original no llegaremos nunca a una corrección radical y total. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para lograr al menos correcciones provisionales, suficientes para ayudar a la humanidad a vivir y para poner freno al dominio del egoísmo, que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía nacional e internacional.
Este es el primer nivel. El segundo es ser realistas y ver que estas grandes finalidades de la macro-ciencia no se realizan en la micro-ciencia, la macroeconomía en la microeconomía, sin la conversión de los corazones. Si no hay justos, tampoco hay justicia. Debemos aceptar esto. Por eso, la educación en orden a la justicia es un objetivo prioritario; podríamos decir también que es la prioridad. San Pablo dice que la justificación es efecto de la obra de Cristo. No es un concepto abstracto, que se refiera a pecados que hoy no nos interesan, sino que se refiere precisamente a la justicia integral. Sólo Dios puede dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación en diversos niveles, en todos los niveles posibles.
No se puede crear la justicia en el mundo sólo con modelos económicos buenos, aunque son necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos. Y no hay justos si no existe el trabajo humilde, diario, de convertir los corazones, y de crear justicia en los corazones. Sólo así se extiende también la justicia correctiva. Por eso, el trabajo del párroco es tan fundamental, no sólo para la parroquia, sino también para toda la humanidad. Porque, como he dicho, si no hay justos, la justicia sería sólo abstracta. Y las estructuras buenas no se realizan si se opone el egoísmo incluso de personas competentes.
Nuestro trabajo humilde, diario, es fundamental para conseguir las grandes finalidades de la humanidad. Y debemos trabajar juntos en todos los niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar qué se puede hacer y cómo se puede hacer. Las Conferencias episcopales y los obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en orden a la justicia. Me parece que sigue siendo verdadero y realista el diálogo de Abraham con Dios (cf. Gn 18, 22-23), cuando el primero dice: ¿En verdad vas a destruir la ciudad? Tal vez haya cincuenta justos, o tal vez diez. Y diez justos bastan para que la ciudad sobreviva. Ahora bien, si no hay diez justos, la ciudad no sobrevivirá, a pesar de toda la doctrina económica. Por eso, debemos hacer lo necesario para educar y garantizar al menos diez justos y, si es posible, muchos más. Con nuestro anuncio hacemos precisamente que haya muchos justos, que esté realmente presente la justicia en el mundo.
Como efecto, los dos niveles son inseparables. Por una parte, si no anunciamos la macro-justicia, no crecerá la micro-justicia. Pero, por otra, si no hacemos el trabajo muy humilde de la micro-justicia, tampoco crecerá la macro-justicia. Y, como dije ya en mi primera encíclica, siempre, con todos los sistemas que puedan existir en el mundo, además de la justicia que buscamos, es necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a la caridad es educar en la fe, es llevar a Dios.
Santo Padre Benedicto XVI
Respuestas a las preguntas de los párrocos romanos
Jueves, 26 de febrero de 2009
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. El destino universal y la propiedad privada de los bienes
2402 Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (cf Gn 1, 26-29). Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres.
2403 El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienescontinúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.
2404 “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS 69, 1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.
2405 Los bienes de producción —materiales o inmateriales— como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.
2406 La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad (cf GS 71, 4; SRS 42; CA 40; 48).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Ser responsable en el uso del dinero y demás talentos, cooperando, así, en la edificación de la justicia y la caridad.
Diálogo con Cristo
Acumular, comprar, buscar el placer… es el afán prioritario de nuestra cultura. Señor Jesús, frecuentemente me encuentro contemplando las cosas buenas de este mundo, pero no como medios sino como un fin. Necesito tener claras mis prioridades: Tú, primero, y luego todo lo demás, según me lleven hacia Ti. Dame la sabiduría para saber que la vida es corta y debo vivirla sólo para Ti.
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