Mateo 5, 1-12. Solemnidad de Todos los Santos. En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Apocalipsis, Ap 7, 9-10.13-14
Salmo: Sal 24(23), 1-6
Segunda lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 3, 1-3
Oración introductoria
Señor, dichoso soy porque hoy puedo dirigirme a Ti para que me ilumines y ayudes a vivir con alegría las bienaventuranzas, camino seguro para la salvación eterna y la felicidad en mi día a día.
Petición
Jesús, dinos cómo asemejarnos más a ti. ¡Parece que nada te turba! Dinos, Queremos ser santos, estar contigo en el Cielo.
Meditación del Santo Padre Francisco
A esta hora, antes del atardecer, en este cementerio nos recogemos y pensamos en nuestro futuro, pensamos en todos aquellos que se han ido, que nos han precedido en la vida y están en el Señor.
Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están muertos en el Señor están allí. Ellos proclaman que fueron salvados no por sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados por el Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá, precisamente a ese Cielo donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (v. 14).
En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás.
Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía a sus discípulos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce… Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Ver a Dios, ser semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente en el día de los santos y antes del día de los muertos, es necesario pensar un poco en la esperanza: esta esperanza que nos acompaña en la vida. Los primeros cristianos pintaban la esperanza con un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzada a la orilla del Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla, agarrados a la cuerda del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el corazón anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos, donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no decepciona; hoy y mañana son días de esperanza.
La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma; hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza. Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos por la senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo» (v.3). También la esperanza nos purifica, nos aligera; esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos hace ir de prisa, con prontitud. En este pre-atarceder de hoy, cada uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su vida: «¿Cómo será mi ocaso?». Todos nosotros tendremos un ocaso, todos. ¿Lo miro con esperanza? ¿Lo miro con la alegría de ser acogido por el Señor? Esto es un pensamiento cristiano, que nos da paz. Hoy es un día de alegría, pero de una alegría serena, tranquila, de la alegría de la paz. Pensemos en el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos precedieron, pensemos en nuestro ocaso, cuando llegará. Y pensemos en nuestro corazón y preguntémonos: «¿Dónde está anclado mi corazón?». Si no estuviese bien anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no defrauda porque el Señor Jesús no decepciona.
Santo Padre Francisco: Solemnidad de Todos los Santos
Homilía del viernes, 1 de noviembre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Tenemos hoy la alegría de encontrarnos en la solemnidad de Todos los Santos. Esta fiesta nos hace reflexionar sobre el doble horizonte de la humanidad, que expresamos simbólicamente con las palabras «tierra» y «cielo»: la tierra representa el camino histórico, el cielo la eternidad, la plenitud de la vida de Dios. Y así esta fiesta nos permite pensar en la Iglesia en su doble dimensión: la Iglesia en camino en el tiempo y la que celebra la fiesta sin fin, la Jerusalén celestial. Estas dos dimensiones están unidas por la realidad de la «comunión de los santos»: una realidad que empieza aquí abajo, en la tierra, y alcanza su cumplimiento en el cielo. En el mundo terreno la Iglesia se halla al inicio de este misterio de comunión que une a la humanidad, un misterio totalmente centrado en Jesucristo: es Él quien ha introducido en el género humano esta dinámica nueva, un movimiento que la conduce hacia Dios y al mismo tiempo hacia la unidad, hacia la paz en sentido profundo. Jesucristo —dice el Evangelio de Juan (11, 52)— murió «para reunir a los hijos de Dios dispersos», y esta obra suya continúa en la Iglesia que es inseparablemente «una», «santa» y «católica». Ser cristianos, formar parte de la Iglesia, significa abrirse a esta comunión, como una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y germina hacia lo alto, hacia el cielo.
Los santos —aquellos a quienes la Iglesia proclama como tales, pero también todos los santos y santas que sólo Dios conoce, y a quienes hoy también celebramos— vivieron intensamente esta dinámica. En cada uno de ellos, de manera muy personal, se hizo presente Cristo gracias a su Espíritu, que actúa mediante la Palabra y los sacramentos. De hecho estar unidos a Cristo, en la Iglesia, no anula la personalidad, sino que la abre, la transforma con la fuerza del amor, y le confiere, ya aquí, en la tierra, una dimensión eterna. En sustancia significa conformarse a la imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8, 29), realizando el proyecto de Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Pero esta introducción en Cristo nos abre también —como he dicho— a la comunión con todos los demás miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia, una comunión que es perfecta en el «cielo», donde no existe ningún aislamiento, ninguna competición o separación.
En la fiesta de hoy pregustamos la belleza de esta vida de total apertura a la mirada de amor de Dios y de los hermanos, estando seguros de alcanzar a Dios en el otro y al otro en Dios. Con esta fe llena de esperanza veneramos a todos los santos y nos preparamos a conmemorar mañana a los fieles difuntos. En los santos vemos la victoria del amor sobre el egoísmo y sobre la muerte: vemos que seguir a Cristo lleva a la vida, a la vida eterna, y da sentido al presente, a cada instante que pasa, pues lo llena de amor, de esperanza. Sólo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo.
Que la Virgen María nos obtenga la gracia de creer fuertemente en la vida eterna y sentirnos en verdadera comunión con nuestros queridos difuntos.
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Solemnidad de Todos los Santos
Ángelus del jueves, 1 de noviembre de 2012
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
VI. La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva
1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia […] «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48).
1043 La sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).
1044 En este «universo nuevo» (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4; cf. 21, 27).
1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento» (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios […] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción […] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior […] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).
1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos», participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon,Adversus haereses 5, 32, 1).
1048 «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).
1049 «No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS 39).
1050 «Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (GS 39; cf. LG 2). Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminandorum 18, 29).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy en especial, meditaré las bienaventuranzas, camino seguro para el Cielo y pediré a los santos, a todos, que me ayuden a seguir su ejemplo para ofrecer mi vida, sacrificios, alegrías, a Dios.
Diálogo con Cristo
Señor, ayúdame a meditar sobre la vida eterna. Mi humanidad no se siente atraída por las bienaventuranzas. Lo que ofreces es maravilloso, pero los espejismos del mundo fácilmente atrapan mi empeño. Quiero vivir con el espíritu de las bienaventuranzas para transformarme y renovar a mi familia y a mi entorno social, haz que no tenga otra ilusión que la de ser santo.
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