Lucas 19, 1-10. Martes de la 33.ª semana del Tiempo Ordinario. Si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tus pecados…¡no te asustes! Dios te espera. Imita a Zaqueo y sube al árbol del deseo de ser perdonado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar.
Jesús entró en Jericó y atravesaba la cuidad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era el jefe de los publicanos. El quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí, Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Se ha ido a alojar en casa de un pecador». Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: «Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más». Y Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombres es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Apocalipsis, Ap 3, 1-6.14-22
Salmo: Sal 15(14), 2-5
Oración introductoria
Jesús, yo como Zaqueo quiero conocerte mejor, pero hay muchas cosas que me lo impiden y me distraen. Hoy vengo a esta oración dispuesto a encontrarme contigo. Mírame Señor, con ese amor con que miraste a Zaqueo, ven a hospedarte en mi alma, prometo no dejarte ir nunca más.
Petición
Señor, haz que venga hoy tu salvación a mi alma.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de san Lucas de este [día] nos presenta a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó. Es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto más se acerca el camino a la meta, tanto más se va formando en torno a Jesús un círculo de hostilidad.
Sin embargo, en Jericó tiene lugar uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado y es un «excomulgado», porque es un publicano, es más, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón y un explotador.
Impedido de acercarse a Jesús, probablemente por motivo de su mala fama, y siendo pequeño de estatura, Zaqueo se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Este gesto exterior, un poco ridículo, expresa sin embargo el acto interior del hombre que busca pasar sobre la multitud para tener un contacto con Jesús. Zaqueo mismo no conoce el sentido profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera se atreve a esperar que se supere la distancia que le separa del Señor; se resigna a verlo sólo de paso. Pero Jesús, cuando se acerca a ese árbol, le llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Ese hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en el anonimato; pero Jesús le llama, y ese nombre «Zaqueo», en la lengua de ese tiempo, tiene un hermoso significado lleno de alusiones: «Zaqueo», en efecto, quiere decir «Dios recuerda».
Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó (porque también en ese tiempo se murmuraba mucho), que decía: ¿Cómo? Con todas las buenas personas que hay en la ciudad, ¿va a estar precisamente con ese publicano? Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán» (Lc 19, 9). En la casa de Zaqueo, desde ese día, entró la alegría, entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.
No existe profesión o condición social, no existe pecado o crimen de algún tipo que pueda borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. «Dios recuerda», siempre, no olvida a ninguno de aquellos que ha creado. Él es Padre, siempre en espera vigilante y amorosa de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a casa. Y cuando reconoce ese deseo, incluso simplemente insinuado, y muchas veces casi inconsciente, inmediatamente está a su lado, y con su perdón le hace más suave el camino de la conversión y del regreso. Miremos hoy a Zaqueo en el árbol: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar. Recordadlo bien, así es Jesús.
Hermanos y hermanas, dejémonos también nosotros llamar por el nombre por Jesús. En lo profundo del corazón, escuchemos su voz que nos dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa», es decir, en tu corazón, en tu vida. Y acojámosle con alegría: Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por Jesús!
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 3 de noviembre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
V. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2838 Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, —“perdona nuestras ofensas”— podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es “para la remisión de los pecados”. Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.
«Perdona nuestras ofensas»…
2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).
2840 Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.
2841 Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26).
… «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).
2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt5, 23-24):
«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hacer una visita a Cristo Eucaristía, auténtica fuente de paz y alegría.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, necesito este encuentro contigo en la oración. El ejemplo de Zaqueo me hace ver que quien te deja entrar en su vida, no pierde nada de lo que realmente hace la vida bella, buena y grande. Tu amistad abre las puertas de un horizonte inmenso. Ayúdame a hacer la misma experiencia y a no tener miedo de abrirte de par en par las puertas de mi corazón.
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