Mateo 11, 2-11. Tercer Domingo III del Tiempo de Adviento. Debemos ser una Iglesia que escucha religiosamente la palabra de Jesús y la proclama con valentía.
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?». Jesús les respondió: «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!». Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: «¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino’. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Isaías, Is 35, 1-6a.10
Salmo: Sal 146(145), 7-10
Segunda lectura: Epístola de Santiago, Sant 5, 7-10
Oración introductoria
Señor, creo en Ti, confío en tu misericordia y te amo sobre todas las cosas. Quiero oírte para ser fiel en mi esfuerzo constante por alcanzar tu Reino. Que este rato de intimidad contigo me fortalezca y me anime a seguirte con entusiasmo y fidelidad, cueste lo que cueste.
Petición
Jesús, dame la gracia de vivir con un espíritu de lucha aprovechando los innumerables dones que me concedes.
Meditación del Santo Padre Francisco
Una Iglesia inspirada en la figura de Juan el Bautista: que «existe para proclamar, para ser voz de una palabra, de su esposo que es la palabra» y «para proclamar esta palabra hasta el martirio» a manos «de los más soberbios de la tierra». Es la línea que trazó el Santo Padre en la misa del 24, fiesta litúrgica del nacimiento del santo a quien la Iglesia venera como «el hombre más grande nacido de mujer».
La reflexión del Papa se centró en el citado paralelismo, porque «la Iglesia tiene algo de Juan», si bien —alertó enseguida— es difícil delinear su figura. «Jesús dice que es el hombre más grande que haya nacido». He aquí entonces la invitación a preguntarse quién es verdaderamente Juan, dejando la palabra al protagonista mismo. Él, en efecto, cuando «los escribas, los fariseos, van a pedirle que explique mejor quién era», responde claramente: «Yo no soy el Mesías. Yo soy una voz, una voz en el desierto». En consecuencia, lo primero que se comprende es que «el desierto» son sus interlocutores; gente con «un corazón sin nada». Mientras que él es «la voz, una voz sin palabra, porque la palabra no es él, es otro. Él es quien habla, pero no dice; es quien predica acerca de otro que vendrá después». En todo esto —explicó el Papa— está «el misterio de Juan» que «nunca se adueña de la palabra; la palabra es otro. Y Juan es quien indica, quien enseña», utilizando los términos «detrás de mí… yo no soy quien vosotros pensáis; viene uno después de mí a quien yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Por lo tanto, «la palabra no está», está en cambio «una voz que indica a otro». Todo el sentido de su vida «está en indicar a otro».
Prosiguiendo su homilía, el Papa Francisco puso de relieve que la Iglesia elige para la fiesta de san Juan «los días más largos del año; los días que tienen más luz, porque en las tinieblas de aquel tiempo Juan era el hombre de la luz: no de una luz propia, sino de una luz reflejada. Como una luna. Y cuando Jesús comenzó a predicar», la luz de Juan empezó a disiparse, «a disminuir, a desvanecerse». Él mismo lo dice con claridad al hablar de su propia misión: «Es necesario que Él crezca y yo mengüe».
«Voz, no palabra; luz, pero no propia, Juan parece ser nadie», sintetizó el Pontífice. He aquí desvelada «la vocación» del Bautista —afirmó—: «Rebajarse. Cuando contemplamos la vida de este hombre tan grande, tan poderoso —todos creían que era el Mesías—, cuando contemplamos cómo esta vida se rebaja hasta la oscuridad de una cárcel, contemplamos un misterio» enorme. En efecto —prosiguió— «nosotros no sabemos cómo fueron» sus últimos días. Se sabe sólo que fue asesinado y que su cabeza acabó «sobre una bandeja como gran regalo de una bailarina a una adúltera. Creo que no se puede descender más, rebajarse». Sin embargo, sabemos lo que sucedió antes, durante el tiempo que pasó en la cárcel: conocemos «las dudas, la angustia que tenía»; hasta el punto de llamar a sus discípulos y mandarles «a que hicieran la pregunta a la palabra: ¿eres tú o debemos esperar a otro?». Porque no se le ahorró ni siquiera «la oscuridad, el dolor en su vida»: ¿mi vida tiene un sentido o me he equivocado?
En definitiva —dijo el Papa—, el Bautista podía presumir, sentirse importante, pero no lo hizo: él «sólo indicaba, se sentía voz y no palabra». Este es, según el Papa Francisco, «el secreto de Juan». Él «no quiso ser un ideólogo». Fue un «hombre que se negó a sí mismo, para que la palabra» creciera. He aquí entonces la actualidad de su enseñanza, subrayó el Santo Padre: «Nosotros como Iglesia podemos pedir hoy la gracia de no llegar a ser una Iglesia ideologizada», para ser en cambio «sólo la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans», dijo citando el íncipit de la constitución conciliar sobre la divina revelación. Una «Iglesia que escucha religiosamente la palabra de Jesús y la proclama con valentía»; una «Iglesia sin ideologías, sin vida propia»; una «Iglesia que es mysterium lunae, que tiene luz procedente de su esposo» y que debe disminuir la propia luz para que resplandezca la luz de Cristo. «El modelo que nos ofrece hoy Juan» —insistió el Papa Francisco— es el de «una Iglesia siempre al servicio de la Palabra»; «una Iglesia-voz que indica la palabra, hasta el martirio».
Santo Padre Francisco: Siguiendo el ejemplo de san Juan, voz de la Palabra
Meditación del lunes, 24 de junio de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
VI. La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva
1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia […] «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48).
1043 La sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).
1044 En este «universo nuevo» (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4; cf. 21, 27).
1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento» (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios […] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción […] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior […] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).
1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos», participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1).
1048 «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).
1049 «No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS 39).
1050 «Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (GS 39; cf. LG 2). Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminandorum 18, 29).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
«No niegues un beneficio al que lo necesita, siempre que en tu poder esté el hacerlo».
Libro de los Provervios, Prov 3, 27
Diálogo con Cristo
Jesucristo, dame la gracia de ser decidido y audaz para saber trasmitir mi fe a los demás. Concédeme ser valiente y persistente, buscando caminos para la nueva evangelización. Haz que sea capaz de dejar mis gustos y mis pareceres, para que, en todo momento, sepa armonizar la diversidad con la caridad.
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