Mateo 10, 17-22. Fiesta de San Esteban, protomártir. Tiempo de Navidad (26 de diciembre). En el día de hoy rezamos de modo especial por los cristianos que sufren a causa del testimonio dado por Cristo y el Evangelio.
Cuídense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en las sinagogas. A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes. El hermano entregará a su hermano para que sea condenado a muerte, y el padre a su hijo; los hijos se rebelarán contra sus padres y los harán morir. Ustedes serán odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 6, 8-10; 7, 54-60
Salmo: Sal 31(30), 3-8.16-17
Oración introductoria
Gracias, Señor, por este momento de oración. Te doy gracias también por las cruces que pones en mi camino, porque sé que en ellas te puedo encontrar. Guía mi oración para que sepa perseverar en tu amor.
Petición
Jesús, convénceme de que la cruz es el único camino para llegar a la salvación, y la oración el medio para poder aceptarla y vivirla con plenitud.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Vosotros no tenéis miedo a la lluvia, ¡sois buenos!
La liturgia prolonga la solemnidad de la Navidad durante ocho días: un tiempo de alegría para todo el pueblo de Dios. Y en este segundo día de la octava, en la alegría de la Navidad, se introduce la fiesta de san Esteban, el primer mártir de la Iglesia. El libro de los Hechos de los apóstoles nos lo presenta como un «hombre lleno de fe y de Espíritu Santo» (6, 5), elegido junto a otros seis para la atención de las viudas y los pobres en la primera comunidad de Jerusalén. Y nos relata su martirio: cuando, tras un discurso de fuego que suscitó la ira de los miembros del Sanedrín, fue arrastrado fuera de las murallas de la ciudad y lapidado. Esteban murió como Jesús, pidiendo el perdón para sus asesinos (7, 55-60).
En el clima gozoso de la Navidad, esta conmemoración podría parecer fuera de lugar. La Navidad, en efecto, es la fiesta de la vida y nos infunde sentimientos de serenidad y de paz. ¿Por qué enturbiarla con el recuerdo de una violencia tan atroz? En realidad, en la óptica de la fe, la fiesta de san Esteban está en plena sintonía con el significado profundo de la Navidad. En el martirio, en efecto, la violencia es vencida por el amor; la muerte por la vida. La Iglesia ve en el sacrificio de los mártires su «nacimiento al cielo». Celebremos hoy, por lo tanto, el «nacimiento» de Esteban, que brota en profundidad del Nacimiento de Cristo. Jesús transforma la muerte de quienes le aman en aurora de vida nueva.
En el martirio de Esteban se reproduce la misma confrontación entre el bien y el mal, entre el odio y el perdón, entre la mansedumbre y la violencia, que tuvo su culmen en la Cruz de Cristo. La memoria del primer mártir de este modo disipa, inmediatamente, una falsa imagen de la Navidad: la imagen fantástica y empalagosa, que en el Evangelio no existe. La liturgia nos conduce al sentido auténtico de la Encarnación, vinculando Belén con el Calvario y recordándonos que la salvación divina implica la lucha con el pecado, que pasa a través de la puerta estrecha de la Cruz. Éste es el camino que Jesús indicó claramente a sus discípulos, como atestigua el Evangelio de hoy: «Seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 22).
Por ello hoy rezamos de modo especial por los cristianos que sufren discriminaciones a causa del testimonio dado por Cristo y el Evangelio. Estamos cercanos a estos hermanos y hermanas que, como san Esteban, son acusados injustamente y convertidos en objeto de violencias de todo tipo. Estoy seguro de que, lamentablemente, son más numerosos hoy que en los primeros tiempos de la Iglesia. ¡Son muchos! Esto sucede especialmente allí donde la libertad religiosa aún no está garantizada o no se realiza plenamente. Sin embargo, sucede que en países y ambientes que en papel tutelan la libertad y los derechos humanos, pero donde, de hecho, los creyentes, y especialmente los cristianos, encuentran limitaciones y discriminaciones. Desearía pediros que recéis un momento en silencio por estos hermanos y hermanas […] Y los encomendamos a la Virgen [Avemaría… ]. Para el cristiano esto no sorprende, porque Jesús lo anunció como ocasión propicia para dar testimonio. Sin embargo, a nivel civil, la injusticia se debe denunciar y eliminar. Que María, Reina de los mártires, nos ayude a vivir la Navidad con ese ardor de fe y amor que resplandece en san Esteban y en todos los mártires de la Iglesia.
Meditación del Santo Padre Francisco
Fiesta de san Esteban, protomártir
Ángelus del jueves, 26 de diciembre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, al día siguiente del Nacimiento del Señor, la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos lo presenta como un hombre lleno de gracia y de Espíritu Santo (cf. Hch 6, 8-10; 7, 55); en él se verificó plenamente la promesa de Jesús a la que hace referencia el texto evangélico de hoy; es decir, que los creyentes llamados a dar testimonio en circunstancias difíciles y peligrosas no serán abandonados y desprotegidos: el Espíritu de Dios hablará en ellos (cf. Mt 10, 20). El diácono Esteban, en efecto, obró, habló y murió animado por el Espíritu Santo, testimoniando el amor de Cristo hasta el sacrificio extremo. Al primer mártir se lo describe, en su sufrimiento, como imitación perfecta de Cristo, cuya pasión se repite hasta en los detalles. La vida de san Esteban está totalmente plasmada por Dios, conformada a Cristo, cuya pasión se repite en él; en el momento final de la muerte, de rodillas, él retoma la oración de Jesús en la cruz, encomendándose al Señor (cf. Hch 7, 59) y perdonando a sus enemigos: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (v. 60). Lleno de Espíritu Santo, mientras sus ojos están por cerrarse, él fija la mirada en «Jesús de pie a la derecha de Dios» (v. 55), Señor de todo y que a todos atrae hacia Sí.
En el día de san Esteban, también nosotros estamos llamados a fijar la mirada en el Hijo de Dios, que en el clima gozoso de la Navidad contemplamos en el misterio de su Encarnación. Con el Bautismo y la Confirmación, con el precioso don de la fe alimentada por los Sacramentos, especialmente por la Eucaristía, Jesucristo nos ha vinculado a Sí y quiere continuar en nosotros, con la acción del Espíritu Santo, su obra de salvación, que todo rescata, valoriza, eleva y conduce a su realización. Dejarse atraer por Cristo, como hizo san Esteban, significa abrir la propia vida a la luz que la llama, la orienta y le hace recorrer el camino del bien, el camino de una humanidad según el designio de amor de Dios.
San Esteban, finalmente, es un modelo para todos aquellos que quieren ponerse al servicio de la nueva evangelización. Él demuestra que la novedad del anuncio no consiste primariamente en el uso de métodos o técnicas originales, que ciertamente tienen su utilidad, sino en estar llenos del Espíritu Santo y dejarse guiar por Él. La novedad del anuncio está en la profundidad de la inmersión en el misterio de Cristo, de la asimilación de su palabra y de su presencia en la Eucaristía, de modo que Él mismo, Jesús vivo, pueda hablar y obrar en su enviado. En definitiva, el evangelizador se hace capaz de llevar a Cristo a los demás de manera eficaz cuando vive de Cristo, cuando la novedad del Evangelio se manifiesta en su propia vida. Oremos a la Virgen María, a fin de que la Iglesia, en este Año de la fe, vea multiplicarse a los hombres y a las mujeres que, como san Esteban, saben dar un testimonio convencido y valiente del Señor Jesús.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Fiesta de san Esteban, protomártir
Ángelus del miércoles, 26 de diciembre de 2012
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor» (2 Co 5,8). En esta «partida» (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (cf. Credo del Pueblo de Dios, 28).
La muerte
1006 «Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre» (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es «salario del pecado» (Rm 6, 23; cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11).
1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:
«Acuérdate de tu Creador en tus días mozos […], mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio» (Qo 12, 1. 7).
1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). «La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado» (GS 18), es así «el último enemigo» del hombre que debe ser vencido (cf. 1 Co 15, 26).
1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).
El sentido de la muerte cristiana
1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. «Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia» (Flp 1, 21). «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él» (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con Cristo» y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:
«Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima […] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 6, 1-2).
1011 En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):
«Mi deseo terreno ha sido crucificado; […] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí «ven al Padre»» (San Ignacio de Antioquía,Epistula ad Romanos 7, 2).
«Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús, Poesía, 7).
«Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987).
1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:
«La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal Romano, Prefacio de difuntos).
1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin «el único curso de nuestra vida terrena» (LG48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9, 27). No hay «reencarnación» después de la muerte.
1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte («De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor»: Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte:
«Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?» (De imitatione Christi 1, 23, 1).
«Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!»(San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis)
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
De vacaciones o trabajando, iniciar la semana dando un tiempo especial a mi oración.
Diálogo con Cristo
Jesús, mi vida ordinaria, con sus eventos pequeños y triviales, me brinda mil ocasiones para vivir con amor: la fatiga, la enfermedad, la falta de tiempo para hacer cosas que me gustaría, la dificultad en el trabajo… Hoy me pides que acepte estas pequeñas contrariedades sin quejas ni rebeliones interiores. Esto sólo lo podré lograr si vienes y haces en mí tu morada, por eso en esta oración, lleno de esperanza y confianza, te doy gracias por tu gran amor.
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