Marcos 16, 15-18. Fiesta de la Conversión de San Pablo. En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.
Entonces les dijo: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles, Hch 22, 3-16
Salmo: Sal 117(116), 1-2
Oración introductoria
Señor, permite que esta meditación me marque el camino para seguir el gran ejemplo de la vida del apóstol san Pablo, que una vez que experimentó tu amor ya no hubo nada ni nadie que lo apartará de su misión. En este nuevo año quiero sepultar a ese hombre viejo que hay en mí para dejarme conquistar por tu amor.
Petición
Señor, concédeme que mi testimonio comunique la alegría de mi fe.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo resuenan las palabras de la primera predicación de Jesús en Galilea: «Se ha cumplido el plazo; está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Y precisamente hoy, 25 de enero, se celebra la fiesta de la «Conversión de San Pablo». Una coincidencia feliz, especialmente en este Año paulino, gracias a la cual podemos comprender el verdadero significado de la conversión evangélica —metanoia— considerando la experiencia del Apóstol. En verdad, en el caso de san Pablo, algunos prefieren no utilizar el término «conversión», porque —dicen— él ya era creyente; más aún, era un judío fervoroso, y por eso no pasó de la no fe a la fe, de los ídolos a Dios, ni tuvo que abandonar la fe judía para adherirse a Cristo. En realidad, la experiencia del Apóstol puede ser un modelo para toda auténtica conversión cristiana.
La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, «creyó en el Evangelio». En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.
Esta verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús «se entregó a sí mismo por mí», muriendo en la cruz (cf. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí. Confiando en la fuerza de su perdón, dejándome llevar de la mano por él, puedo salir de las arenas movedizas del orgullo y del pecado, de la mentira y de la tristeza, del egoísmo y de toda falsa seguridad, para conocer y vivir la riqueza de su amor.
Queridos amigos, hoy, al concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, la invitación a la conversión, confirmada por el testimonio de san Pablo, cobra una importancia especial también en el plano ecuménico. El Apóstol nos indica la actitud espiritual adecuada para poder avanzar por el camino de la comunión. «No es que ya haya alcanzado la meta —escribe a los Filipenses—, o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo conquistarla, habiendo sido yo mismo conquistado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12). Ciertamente, nosotros, los cristianos, aún no hemos alcanzado la meta de la unidad plena, pero si nos dejamos convertir continuamente por el Señor Jesús, llegaremos seguramente a ella. La santísima Virgen María, Madre de la Iglesia una y santa, nos obtenga el don de una verdadera conversión, para que se realice cuanto antes el anhelo de Cristo: «Ut unum sint». A ella le encomendamos el encuentro de oración que presidiré esta tarde en la basílica de San Pablo extramuros, en el que participarán, como todos los años, los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Roma.
Santo Padre Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 25 de enero de 2009
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III. La conversión de los bautizados
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16).
San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy es un día de conversión. No esperemos más, convirtámonos en esos apóstoles resucitados y pidamos esa fe y ese amor que convirtió a san Pablo para que nos convierta también a nosotros en luz y fuego en medio de la oscuridad del mundo.
Diálogo con Cristo
Señor, ¡quiero ser un san Pablo para mi familia y el mundo de hoy! Quiero dejarme conquistar por la fe para lograr mi transformación interior y poder llegar a decir, por la gracia que me das, que ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí. Quiero dejar el afán por el aparecer, por el bienestar, por las posesiones, por el éxito pero, sobre todo, teniendo en cuenta que mi vida cristiana no se resume en negaciones sino en la entrega, por amor, a los demás.
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