Evangelio del día: Viernes Santo en la Pasión del Señor

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Viernes Santo de la Pasión del Señor. Triduo Pascual. 

En esta noche debe permanecer sólo una palabra, que es la Cruz misma. La Cruz de Jesús es la Palabra con la que Dios ha respondido al mal del mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva. Queridos hermanos, la palabra de la Cruz es también la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y a nuestro alrededor. Los cristianos deben responder al mal con el bien, tomando sobre sí la Cruz, como Jesús.

Palabras del Santo Padre Francisco el Viernes Santo, el día 29 de marzo de 2013

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MISA

Lectura del Libro de Isaías, Is 52, 13-15.53,1-12.

Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano, así también él asombrará a muchas naciones, y ante él los reyes cerrarán la boca, porque verán lo que nunca se les había contado y comprenderán algo que nunca habían oído. ¿Quién creyó lo que nosotros hemos oído y a quién se le reveló el brazo del Señor? El creció como un retoño en su presencia, como una raíz que brota de una tierra árida, sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos. Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencia, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo. Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca. El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento. Si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él. A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables.

Lectura del Salmo: Sal 31(30), 2.6.12-13.15-16.17.25.

Yo me refugio en ti, Señor,

¡que nunca me vea defraudado!

Yo pongo mi vida en tus manos:

tú me rescatarás, Señor, Dios fiel.

Soy la burla de todos mis enemigos

y la irrisión de mis propios vecinos;

para mis amigos soy motivo de espanto,

los que me ven por la calle huyen de mí.

Como un muerto, he caído en el olvido,

me he convertido en una cosa inútil.

Pero yo confío en ti, Señor,

y te digo: «Tú eres mi Dios,

mi destino está en tus manos.»

Líbrame del poder de mis enemigos

y de aquellos que me persiguen.

Que brille tu rostro sobre tu servidor,

sálvame por tu misericordia.

Sean fuertes y valerosos,

todos los que esperan en el Señor.

Lectura de la Carta a los Hebreos, Heb 4, 14-16; 5, 7-9.

Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe. Porque no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado. Vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno. El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

Lectura del Evangelio según San Juan, Jn 18,1-40; 19, 1-42.

Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos. Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia. Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: «¿A quién buscan?»Le respondieron: «A Jesús, el Nazareno». El les dijo: «Soy yo». Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. Cuando Jesús les dijo: «Soy yo», ellos retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó nuevamente: «¿A quién buscan?». Le dijeron: «A Jesús, el Nazareno»Jesús repitió: «Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que estos se vayan»Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me confiaste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco. Jesús dijo a Simón Pedro: «Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?».

Jesús ante Anás y Caifás. Negaciones de Pedro

El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron. Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: «Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo»Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice, mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro: «¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?». El le respondió: «No lo soy»Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego. El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. Jesús le respondió: «He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho»Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?»Jesús le respondió: «Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás. Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: «¿No eres tú también uno de sus discípulos?». El lo negó y dijo: «No lo soy»Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: «¿Acaso no te vi con él en la huerta?»Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo. 

Mi reino no es de este mundo

Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua. Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: «¿Qué acusación traen contra este hombre?». Ellos respondieron:  «Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado»Pilato les dijo: «Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen». Los judíos le dijeron: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie»Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir. Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?»Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?»Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?»Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí»Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey?». Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»Pilato le preguntó: «¿Qué es la verdad?». Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo. Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?»Ellos comenzaron a gritar, diciendo: «¡A él no, a Barrabás!». Barrabás era un bandido».

¡Salve, rey de los judíos! ¡Crucifícalo!

Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: «¡Salud, rey de los judíos!», y lo abofeteaban. Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena»Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: «¡Aquí tienen al hombre!». Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo»Los judíos respondieron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios»Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero Jesús no le respondió nada. Pilato le dijo: «¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?». Jesús le respondió: «Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave»Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César»Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado «el Empedrado», en hebreo, «Gábata»Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos: «Aquí tienen a su rey»Ellos vociferaban: «¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «¿Voy a crucificar a su rey?». Los sumos sacerdotes respondieron: «No tenemos otro rey que el César»Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.

Lo crucificaron con otros dos. Ahí tienes a tu madre

Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado «del Cráneo», en hebreo «Gólgota»Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio. Pilato redactó una inscripción que decía: «Jesús el Nazareno, rey de los judíos», y la hizo poner sobre la cruz. Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: ‘El rey de los judíos’, sino: ‘Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos’»Pilato respondió: «Lo escrito, escrito está»Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: «No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo»Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

Muerte y sepultura de Jesús

Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: «Tengo sed»Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos. Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús  pero secretamente, por temor a los judíos— pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado. Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

Oración introductoria

¡Ven Espíritu Santo! Me concedes este día para poder acompañar a Cristo en su pasión. No quiero evadir ni olvidar toda la crueldad y maldad que vives por causa de mis pecados. Que esta oración sea el inicio de un día en donde no te escatime tiempo ni esfuerzo para saber contemplarte en tu pasión y muerte.

Petición

Señor, ayúdame a vivir un ayuno gozoso al saber renunciar a todo lo que no sea tu santa voluntad.

Meditación del Padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia

«Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre… para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificador a los que creen en Jesús» (Rm 3, 23-26). Hemos llegado a la cumbre del Año de la fe y a su momento decisivo. ¡Esta es la fe que salva, «la fe que vence al mundo!» (1 Jn 5, 5). La fe, apropiación por la cual hacemos nuestra la salvación obrada por Cristo, y nos revestimos con el manto de su justicia. Por un lado está la mano extendida de Dios que ofrece su gracia al hombre; por otro lado, la mano del hombre que se alarga para acogerla mediante la fe. La «nueva y eterna alianza» está sellada con un apretón de manos entre Dios y el hombre.

Tenemos la posibilidad de asumir, en este día, la decisión más importante de la vida, aquella que abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer que «Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación!» (Rm 4, 25). En una homilía pascual del siglo iv, el obispo pronunciaba estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales: «Para todos los hombres, el principio de la vida es aquello, a partir del cual Cristo ha sido inmolado por él. Pero Cristo se inmola por él cuando él reconoce la gracia y se hace consciente de la vida adquirida por aquella inmolación» (Homilía pascual del año 387, en SCh 36, p. 59 s.).

¡Qué extraordinario! Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y en presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si se quiere, el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, que se convirtió al cristianismo en edad adulta, mirando hacia atrás en su vida pasada, dijo: «Antes de conocerte, yo no existía».

Lo que se requiere es que no nos escondamos como Adán después de la culpa, que reconozcamos que tenemos necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador». Y Jesús dice que aquel hombre volvió a su casa «justificado», es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva, creo que cantando alegremente en su corazón (cf. Lc 18, 14). ¿Qué había hecho de extraordinario? Nada, se había puesto del lado de la verdad delante de Dios, y es lo único que Dios necesita para actuar.

Al igual que quien escala una pared de montaña, después de superar un paso peligroso se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se abre ante él, así lo hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación por la fe: «Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 1-15).

En Cristo muerto y resucitado el mundo ha llegado a su destino final. El progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve abrirse ante sí nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Sin embargo, puede decirse que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, elevado a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva.

A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Él se ha inaugurado ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos lo contrario, pero el mal y la muerte están realmente derrotados para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor del mundo. El mal ha sido radicalmente vencido por la redención que Él obra. El mundo nuevo ya ha comenzado.

Una cosa sobre todo aparece diferente, vista con los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo ha entrado en la muerte como se entra en una oscura prisión; pero salió por la pared opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro que vuelve a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que nadie podrá ya cerrar, y a través de la cual todos pueden seguirle. La muerte ya no es un muro contra el que se estrella toda esperanza humana; se ha convertido en un puente hacia la eternidad. Un «puente de los suspiros», tal vez porque a nadie le gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo lo traga. «El amor es fuerte como la muerte», dice el Cantar de los Cantares (8, 6). ¡En Cristo ha sido más fuerte que la muerte!

En su Historia eclesiástica del pueblo inglés, Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra. Cuando los misioneros llegados de Roma arribaron a Northumberland, el rey del lugar convocó a un consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no difundir el nuevo mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. Era invierno y fuera había nieve y ventisca, pero la habitación estaba iluminada y cálida. En cierto momento un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato por la sala y luego desapareció por un agujero de la pared opuesta. Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: «Majestad, nuestra vida en este mundo se asemeja a aquel pajarillo. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y del calor de este mundo y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestra vida, debemos escucharles». La fe cristiana podría retornar a nuestro continente y al mundo secularizado por la misma razón por la que hizo su entrada: como la única que tiene una respuesta segura a los grandes interrogantes de la vida y de la muerte.

La cruz separa a los creyentes de los no creyentes porque para unos es escándalo y locura, y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, esta une a todos los hombres, creyentes y no creyentes. «Jesús tenía que morir no sólo por la nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos. La urgencia que deriva de todo esto es evangelizar: «El amor de Cristo nos apremia, al pensar que uno murió por todos» (2 Co 5, 14). ¡Nos impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que «ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 1-2).

Un relato del judío Franz Kafka es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi profético, oído el Viernes Santo. Se titula Un mensaje imperial. Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama a su lado a un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego despide con un gesto al mensajero que se pone en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este escritor:

«Extendiendo primero un brazo, luego el otro, el mensajero se abre paso a través de la multitud y avanza ágil como ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio interno, de los cuales no saldrá nunca. Y si lo terminara, no significaría nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando finalmente atravesara la última puerta —aunque esto nunca, nunca podría suceder—, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de ella, ni siquiera con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la noche» (F. Kafka, Un mensaje imperial, en Racconti, Milán 1972).

Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz «para que se cumpliera la Escritura, que dice: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37)». En el Apocalipsis añade: «He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, también aquellos que le traspasaron; y por Él todos los linajes de la tierra harán lamentación» (Ap 1, 7).

Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización de los pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de arrepentimiento y de consuelo. Es éste el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo, es decir de Zacarías (12, 10): «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron».

La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel costado abierto, de aquella sangre y agua. El amor de Cristo, como el trinitario, que es la manifestación histórica, es diffusivum sui, tiende a expandirse y a alcanzar a todas las criaturas, «especialmente a las más necesitadas de su misericordia». La evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar a la Cabeza la alegría de sentir la vida fluir desde su corazón hacia su cuerpo, hasta vivificar a sus miembros más alejados.

Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia nunca se convierta en ese castillo complicado y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de ella tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, como los que separan a las distintas Iglesias cristianas entre sí, la excesiva burocracia, los residuos de los ceremoniales, leyes y controversias del pasado, convertido ya en escombros. En el Apocalipsis, Jesús dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3, 20). A veces, como señaló nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, sino que toca desde dentro para salir. Salir a las «periferias existenciales del pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia e indiferencia religiosa, y de todas las formas de miseria».

Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para adaptarse a las necesidades del momento, se han llenado de divisiones, escaleras, habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en que se constata que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino que son un obstáculo, y entonces debemos tener el coraje de derribarlos y volver el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus orígenes. Fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: «Ve, Francisco, y repara mi Iglesia».

«¿Quién está a la altura de este encargo?», se preguntaba aterrorizado el Apóstol frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo «el perfume de Cristo», y he aquí su respuesta que vale también hoy: «No porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios, quien nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Co 2, 16; 3, 5-6).

Que el Espíritu Santo, en este momento en que se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, lleno de esperanza, reavive en los hombres que están en la ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacérselo llegar, incluso a costa de la vida.

Padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia

Homilía en la Basílica de San Pedro el Viernes Santo, 29 de marzo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados

Toda la vida de Cristo es oblación al Padre

606 El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: […] He aquí que vengo […] para hacer, oh Dios, tu voluntad […] En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).

607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).

«El cordero que quita el pecado del mundo»

608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45).

Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) porque «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida

610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en «la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).

611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el «memorial» (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: «Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad» (Jn 17, 19; cf. Concilio de Trento: DS, 1752; 1764).

La agonía de Getsemaní

612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt26, 42) haciéndose «obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz…» (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del «Príncipe de la Vida» (Hch 3, 15), de «el que vive», Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para «llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero» (1 P 2, 24).

La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del «Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con Él por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28; cf. Lv 16, 15-16).

614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cf. 1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.

Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

615 «Como […] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación«, «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616 El «amor hasta el extremo»(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). «El amor […] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

617 Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit («Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación»), enseña el Concilio de Trento (DS, 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: O crux, ave, spes unica(«Salve, oh cruz, única esperanza»; Añadidura litúrgica al himno «Vexilla Regis»: Liturgia de las Horas).

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22, 2) Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida […] se asocien a este misterio pascual» (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):

«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Rezar, preferentemente en familia, un vía crucis.

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, el ambiente me invita a rehuir todo lo que implique sacrificio, dolor, renuncia. Con tu pasión y muerte me invitas a lo contrario: a recorrer el camino áspero y estrecho de la cruz. Y la verdad es que sé que quiero colaborar en la obra de la salvación, pero sin sufrir, sin renunciar a «mis» haberes. Pero también sé que Tú te las ingenias para darme la sabiduría y la fuerza para renunciar, a

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