La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).
San Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 10
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Estos textos son un resumen de la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae nn. 9-11.
Contemplar el rostro de Cristo
Contemplar el rostro de Cristo es el contenido esencial del Rosario. Así como la Transfiguración de Cristo (Mt.17, 2) es el «icono de la contemplación cristiana», el Rosario es una invitación a fijar los ojos de la fe en el rostro de Cristo, a contemplar su misterio desde la infancia, la vida pública, la pasión, muerte, resurrección y el envío del Espíritu Santo, como don del Padre y del Hijo. Al mismo tiempo, la contemplación de Cristo nos dispone a acoger el misterio trinitario porque el Hijo es Dios como el Padre en el amor del Espíritu Santo que es Dios como el Padre y como el Hijo.
Mirar a Cristo con María
María es modelo insuperable para aprender a mirar el rostro de Cristo en fe. Cristo le pertenece especialmente porque es el Hijo de sus entrañas por obra del Espíritu Santo, porque contempla su rostro como como una madre el de su hijo, porque lo acompaña maternalmente desde la concepción, nacimiento, infancia, apostolado, pasión, muerte y resurrección hasta la ascensión, en actitud de adoración, porque ama a su Hijo, que es Dios con amor de comunión.
María contempla a su Hijo con mirada «interrogadora» y de asombro.
Así sucede en el templo (Lc. 2, 48). María y José hallan a Jesús, adolescente, «sentando en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando sus padres le vieron quedaron sorprendidos y le dijo su madre: ¿por qué has obrado así con nosotros? … Y Él les dijo: ¿Por qué me buscabáis? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?
Nosotros también contemplamos a Cristo con mirada interrogadora y asombrados. Con María respondemos: Cristo es el Hijo de Dios, Dios como el Padre, y adoramos a Cristo como Dios. Con Ella nos asombramos y nos postramos sobrecogidos ante su Hijo.
Con mirada penetrante
Caná (Jn.2,5). María está identificada con el querer del Hijo. Por eso no duda en decir en las bodas de Caná ante la falta del vino: «Haced lo que Él os diga»
María dice al Hijo con mirada penetrante de madre: «No tienen vino». Madre e Hijo se entienden con la mirada. Hay como un guiño del Hijo a la Madre. Y el Hijo realiza el milagro.
María también nos mira a nosotros con mirada penetrante porque somos sus hijos: «Haced lo que Él os diga» Y nosotros, miramos a María con mirada penetrante porque es nuestra Madre. María y nosotros nos entendemos. Se realiza el milagro. Nos convertimos y nos comprometemos a ser fieles a Cristo en la Iglesia, a vivir como cristianos.
Con mirada dolorida
María contempla a su Hijo con mirada dolorida, eminentemente en la Cruz (Jn 19,26-27). También nos contempla a nosotros con mirada dolorida. Somos causantes de la muerte del Hijo con nuestro pecado.
Nosotros aliviamos el dolor de nuestra Madre con el Rosario. Al contemplar amorosamente la pasión y muerte del Hijo estamos acompañando a la Madre y aliviando su dolor.
Con mirada espiritualmente parturienta
María acoge a Juan como a hijo porque se lo pide Cristo desde la Cruz (Jo. 19, 26-27.) En San Juan, nos acoge a nosotros como hijos suyos.
San Juan acoge a María como a su Madre porque se lo pide Cristo. En San Juan, nosotros acogemos a la Virgen como Madre nuestra, cuidamos de Ella y nos acogemos bajo su protección con el Rosario.
Con mirada radiante
María contempla a su Hijo resucitado con mirada radiante, llena de gozo. Es el culmen del Magnificat.
María también contempla a sus hijos con mirada radiante porque hemos pasado de la muerte a la vida por la gracia que recibimos del Hijo resucitado. Con el Rosario, miramos a Cristo resucitado con la mirada radiante y gozosa de la Madre.
Con mirada ardorosa
Es la mirada de Pentecostés (He.1,14). María participa privilegiadamente del fuego del Espírtu Santo como don del Hijo. María nos invita a perseverar meditando el Rosario en clima de Pentecostés para ser renovados en el fuego del Espíritu.
El Rosario con María
María guarda en su corazón las miradas, la contemplación de Cristo (Lc.2. 19. 51), la vida de su Hijo… es su Rosario vivo. Hacemos nuestra la mirada de Maria cuando rezamos el Rosario y, con Ella contemplamos la vida de su Hijo: es nuestro Rosario.
María, Asumpta al Cielo, nos propone los Misterios de su Hijo para que sean contemplados por nosotros.
Rezar el Rosario: estar en sintonía con el corazón, el recuerdo y la mirada de María, Rosario vivo.
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