¡Buenas tardes a todos!
Estoy contento de encontraros y de que todos nosotros nos encontremos en esta plaza para orar, para estar unidos y para esperar el don del Espíritu. Conocía vuestras preguntas y he pensado en ellas —¡así que esto no es sin conocimiento! Ante todo, ¡la verdad! Las tengo aquí, escritas.
La primera —«Usted ¿cómo pudo en su vida llegar a la certeza de la fe? Y ¿qué camino nos indica para que cada uno de nosotros venza la fragilidad de la fe?»— es una pregunta histórica, porque se refiere a mi historia, ¡la historia de mi vida!
Tuve la gracia de crecer en una familia en la que la fe se vivía de modo sencillo y concreto; pero fue sobre todo mi abuela, la mamá de mi padre, quien marcó mi camino de fe. Era una mujer que nos explicaba, nos hablaba de Jesús, nos enseñaba el Catecismo. Recuerdo siempre que el Viernes Santo nos llevaba, por la tarde, a la procesión de las antorchas, y al final de esta procesión llegaba el «Cristo yacente», y la abuela nos hacía —a nosotros, niños— arrodillarnos y nos decía: «Mirad, está muerto, pero mañana resucita». Recibí el primer anuncio cristiano precisamente de esta mujer, ¡de mi abuela! ¡Esto es bellísimo! El primer anuncio en casa, ¡con la familia! Y esto me hace pensar en el amor de tantas mamás y de tantas abuelas en la transmisión de la fe. Son quienes transmiten la fe. Esto sucedía también en los primeros tiempos, porque san Pablo decía a Timoteo: «Evoco el recuerdo de la fe de tu abuela y de tu madre» (cf. 2 Tm 1,5). Todas las mamás que están aquí, todas las abuelas, ¡pensad en esto! Transmitir la fe. Porque Dios nos pone al lado personas que ayudan nuestro camino de fe. Nosotros no encontramos la fe en lo abstracto, ¡no! Es siempre una persona que predica, que nos dice quién es Jesús, que nos transmite la fe, nos da el primer anuncio. Y así fue la primera experiencia de fe que tuve.
Pero hay un día muy importante para mí: el 21 de septiembre del ’53. Tenía casi 17 años. Era el «Día del estudiante», para nosotros el día de primavera —para vosotros aquí es el día de otoño. Antes de acudir a la fiesta, pasé por la parroquia a la que iba, encontré a un sacerdote a quien no conocía, y sentí la necesidad de confesarme. Ésta fue para mí una experiencia de encuentro: encontré a alguien que me esperaba. Pero no sé qué pasó, no lo recuerdo, no sé por qué estaba aquel sacerdote allí, a quien no conocía, por qué había sentido ese deseo de confesarme, pero la verdad es que alguien me esperaba. Me estaba esperando desde hacía tiempo. Después de la confesión sentí que algo había cambiado. Yo no era el mismo. Había oído justamente como una voz, una llamada: estaba convencido de que tenía que ser sacerdote. Esta experiencia en la fe es importante. Nosotros decimos que debemos buscar a Dios, ir a Él a pedir perdón, pero cuando vamos Él nos espera, ¡Él está primero! Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: «El Señor siempre nos primerea», está primero, ¡nos está esperando! Y ésta es precisamente una gracia grande: encontrar a alguien que te está esperando. Tú vas pecador, pero Él te está esperando para perdonarte. Ésta es la experiencia que los profetas de Israel describían diciendo que el Señor es como la flor del almendro, la primera flor de primavera (cf. Jer 1, 11-12). Antes de que salgan las demás flores, está él: él que espera. El Señor nos espera. Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es Él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, y así va creciendo la fe. Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor. Alguno dirá: «No; yo prefiero estudiar la fe en los libros». Es importante estudiarla, pero mira: esto solo no basta. Lo importante es el encuentro con Jesús, el encuentro con Él; y esto te da la fe, porque es precisamente Él quien te la da. Hablabais también de la fragilidad de la fe, cómo se hace para vencerla. El mayor enemigo de la fragilidad —curioso, ¿eh?— es el miedo. ¡Pero no tengáis miedo! Somos frágiles, y lo sabemos. Pero Él es más fuerte. Si tú estás con Él, no hay problema. Un niño es fragilísimo —he visto muchos hoy—, pero estaba con su papá, con su mamá: está seguro. Con el Señor estamos seguros. La fe crece con el Señor, precisamente de la mano del Señor; esto nos hace crecer y nos hace fuertes Pero si pensamos que podemos arreglárnoslas solos… Pensemos en qué le sucedió a Pedro: «Señor, nunca te negaré» (cf. Mt 26, 33-35); y después cantó el gallo y le había negado tres veces (cf. vv. 69-75). Pensemos: cuando nos fiamos demasiado de nosotros mismos, somos más frágiles, más frágiles. ¡Siempre con el Señor! Y decir «con el Señor» significa decir con la Eucaristía, con la Biblia, con la oración… pero también en familia, también con mamá, también con ella, porque ella es quien nos lleva al Señor; es la madre, es quien sabe todo. Así rezar también a la Virgen y pedirle, como mamá, que me fortalezca. Esto es lo que pienso sobre la fragilidad; al menos es mi experiencia. Algo que me hace fuerte todos los días es rezar el Rosario a la Virgen. Siento una fuerza muy grande porque acudo a Ella y me siento fuerte.
((segunda pregunta))
Pasemos a la segunda pregunta.
«Creo que todos los aquí presentes sentimos fuertemente este desafío, el desafío de la evangelización, que está en el corazón de nuestras experiencias. Por esto desearía pedirle, Padre Santo, que nos ayude, a mí y a todos, a entender cómo vivir este desafío en nuestro tiempo. ¿Para usted qué es lo más importante que todos nosotros, movimientos, asociaciones y comunidades, debemos contemplar para llevar a cabo la tarea a la que estamos llamados? ¿Cómo podemos comunicar de modo eficaz la fe hoy?»
Diré sólo tres palabras.
La primera: Jesús. ¿Qué es lo más importante? Jesús. Si vamos adelante con la organización, con otras cosas, con cosas bellas, pero sin Jesús, no vamos adelante; la cosa no marcha. Jesús es más importante. Ahora desearía hacer un pequeño reproche, pero fraternalmente, entre nosotros. Todos habéis gritado en la plaza: «Francisco, Francisco, Papa Francisco». Pero, ¿qué era de Jesús? Habría querido que gritarais: «Jesús, Jesús es el Señor, ¡y está en medio de nosotros!». De ahora en adelante nada de «Francisco», ¡sino Jesús!
La segunda palabra es: la oración. Mirar el rostro de Dios, pero sobre todo —y esto está unido a lo que he dicho antes— sentirse mirado. El Señor nos mira: nos mira antes. Mi vivencia es lo que experimento ante el sagrario cuando voy a orar, por la tarde, ante el Señor. Algunas veces me duermo un poquito; esto es verdad, porque un poco el cansancio del día te adormece. Pero Él me entiende. Y siento tanto consuelo cuando pienso que Él me mira. Nosotros pensamos que debemos rezar, hablar, hablar, hablar… ¡no! Déjate mirar por el Señor. Cuando Él nos mira, nos da la fuerza y nos ayuda a testimoniarle —porque la pregunta era sobre el testimonio de la fe, ¿no?—. Primero «Jesús»; después «oración» —sentimos que Dios nos lleva de la mano—. Así que subrayo la importancia de dejarse guiar por Él. Esto es más importante que cualquier cálculo. Somos verdaderos evangelizadores dejándonos guiar por Él. Pensemos en Pedro; tal vez estaba echándose la siesta y tuvo una visión, la visión del lienzo con todos los animales, y oyó que Jesús le decía algo, pero él no entendía. En ese momento llegaron algunos no-judíos a llamarle para ir a una casa, y vio cómo el Espíritu Santo estaba allí. Pedro se dejó guiar por Jesús para llevar aquella primera evangelización a los gentiles, quienes no eran judíos: algo inimaginable en aquel tiempo (cf. Hch 10, 9-33). Y así, toda la historia, ¡toda la historia! Dejarse guiar por Jesús. Es precisamente el leader, nuestro leader es Jesús.
Y la tercera: el testimonio. Jesús, oración —la oración, ese dejarse guiar por Él— y después el testimonio. Pero desearía añadir algo. Este dejarse guiar por Jesús te lleva a las sorpresas de Jesús. Se puede pensar que la evangelización debemos programarla teóricamente, pensando en las estrategias, haciendo planes. Pero estos son instrumentos, pequeños instrumentos. Lo importante es Jesús y dejarse guiar por Él. Después podemos trazar las estrategias, pero esto es secundario.
Finalmente, el testimonio: la comunicación de la fe se puede hacer sólo con el testimonio, y esto es el amor. No con nuestras ideas, sino con el Evangelio vivido en la propia existencia y que el Espíritu Santo hace vivir dentro de nosotros. Es como una sinergia entre nosotros y el Espíritu Santo, y esto conduce al testimonio. A la Iglesia la llevan adelante los santos, que son precisamente quienes dan este testimonio. Como dijo Juan Pablo II y también Benedicto XVI, el mundo de hoy tiene mucha necesidad de testigos. No tanto de maestros, sino de testigos. No hablar tanto, sino hablar con toda la vida: la coherencia de vida, ¡precisamente la coherencia de vida! Una coherencia de vida que es vivir el cristianismo como un encuentro con Jesús que me lleva a los demás y no como un hecho social. Socialmente somos así, somos cristianos, cerrados en nosotros. No, ¡esto no! ¡El testimonio!
((tercera pregunta))
La tercera pregunta: «Desearía preguntarle, Padre Santo, ¿cómo podemos vivir, todos nosotros, una Iglesia pobre y para los pobres? ¿De qué forma el hombre que sufre es un interrogante para nuestra fe? Todos nosotros, como movimientos y asociaciones laicales, ¿qué contribución concreta y eficaz podemos dar a la Iglesia y a la sociedad para afrontar esta grave crisis que toca la ética pública» —¡esto es importante!—, «el modelo de desarrollo, la política, en resumen, un nuevo modo de ser hombres y mujeres?».
Retomo desde el testimonio. Ante todo, vivir el Evangelio es la principal contribución que podemos dar. La Iglesia no es un movimiento político, ni una estructura bien organizada: no es esto. No somos una ONG, y cuando la Iglesia se convierte en una ONG pierde la sal, no tiene sabor, es sólo una organización vacía. Y en esto sed listos, porque el diablo nos engaña, porque existe el peligro del eficientismo. Una cosa es predicar a Jesús, otra cosa es la eficacia, ser eficaces. No; aquello es otro valor. El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir. Cuando se oye a algunos decir que la solidaridad no es un valor, sino una «actitud primaria» que debe desaparecer… ¡esto no funciona! Se está pensando en una eficacia sólo mundana. Los momentos de crisis, como los que estamos viviendo —pero tú dijiste antes que «estamos en un mundo de mentiras»—, este momento de crisis, prestemos atención, no consiste en una crisis sólo económica; no es una crisis cultural. Es una crisis del hombre: ¡lo que está en crisis es el hombre! ¡Y lo que puede resultar destruido es el hombre! ¡Pero el hombre es imagen de Dios! ¡Por esto es una crisis profunda! En este momento de crisis no podemos preocuparnos sólo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en el sentimiento de impotencia ante los problemas. No os encerréis, por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas… pero ¿sabéis qué ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: «Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio» (cf. Mc 16, 15). Pero ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, ¡salid! Pensad en lo que dice el Apocalipsis. Dice algo bello: que Jesús está a la puerta y llama, llama para entrar a nuestro corazón (cf. Ap 3, 20). Este es el sentido del Apocalipsis. Pero haceos esta pregunta: ¿cuántas veces Jesús está dentro y llama a la puerta para salir, para salir fuera, y no le dejamos salir sólo por nuestras seguridades, porque muchas veces estamos encerrados en estructuras caducas, que sirven sólo para hacernos esclavos y no hijos de Dios libres? En esta «salida» es importante ir al encuentro; esta palabra para mí es muy importante: el encuentro con los demás. ¿Por qué? Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros debemos hacer lo mismo que hace Jesús: encontrar a los demás. Vivimos una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte. Pero sobre este punto os invito a pensar —y es parte de la crisis— en los ancianos, que son la sabiduría de un pueblo, en los niños… ¡la cultura del descarte! Pero nosotros debemos ir al encuentro y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una cultura de la amistad, una cultura donde hallamos hermanos, donde podemos hablar también con quienes no piensan como nosotros, también con quienes tienen otra fe, que no tienen la misma fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Ir al encuentro con todos, sin negociar nuestra pertenencia. Y otro punto es importante: con los pobres. Si salimos de nosotros mismos, hallamos la pobreza. Hoy —duele el corazón al decirlo—, hoy, hallar a un vagabundo muerto de frío no es noticia. Hoy es noticia, tal vez, un escándalo. Un escándalo: ¡ah! Esto es noticia. Hoy, pensar en que muchos niños no tienen qué comer no es noticia. Esto es grave, ¡esto es grave! No podemos quedarnos tranquilos. En fin… las cosas son así. No podemos volvernos cristianos almidonados, esos cristianos demasiado educados, que hablan de cosas teológicas mientras se toman el té, tranquilos. ¡No! Nosotros debemos ser cristianos valientes e ir a buscar a quienes son precisamente la carne de Cristo, ¡los que son la carne de Cristo! Cuando voy a confesar —ahora no puedo, porque salir a confesar… De aquí no se puede salir, pero este es otro problema—, cuando yo iba confesar en la diócesis precedente, venían algunos y siempre hacía esta pregunta: «Pero ¿usted da limosna?». —«Sí, padre». «Ah, bien, bien». Y hacía dos más: «Dígame, cuando usted da limosna, ¿mira a los ojos de aquél a quien da limosna?». —«Ah, no sé, no me he dado cuenta». Segunda pregunta: «Y cuando usted da la limosna, ¿toca la mano de aquel a quien le da la limosna, o le echa la moneda?». Este es el problema: la carne de Cristo, tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino. Y esta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo, la pobreza que nos ha traído el Hijo de Dios con su Encarnación. Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es fácil. Pero existe un problema que no hace bien a los cristianos: el espíritu del mundo, el espíritu mundano, la mundanidad espiritual. Esto nos lleva a una suficiencia, a vivir el espíritu del mundo y no el de Jesús. La pregunta que hacíais vosotros: cómo se debe vivir para afrontar esta crisis que toca la ética pública, el modelo de desarrollo, la política. Como ésta es una crisis del hombre, una crisis que destruye al hombre, es una crisis que despoja al hombre de la ética. En la vida pública, en la política, si no existe ética, una ética de referencia, todo es posible y todo se puede hacer. Y vemos, cuando leemos el periódico, cómo la falta de ética en la vida pública hace mucho mal a toda la humanidad.
Desearía contaros una historia. Ya lo he hecho dos veces esta semana, pero lo haré una tercera vez con vosotros. Es la historia que cuenta un midrash bíblico de un rabino del siglo XII. Él narra la historia de la construcción de la Torre de Babel y dice que, para construir la Torre de Babel, era necesario hacer los ladrillos. ¿Qué significa esto? Ir, amasar el barro, llevar la paja, hacer todo… después, al horno. Y cuando el ladrillo estaba hecho había que llevarlo a lo alto, para la construcción de la Torre de Babel. Un ladrillo era un tesoro, por todo el trabajo que se necesitaba para hacerlo. Cuando caía un ladrillo, era una tragedia nacional y el obrero culpable era castigado; era tan precioso un ladrillo que si caía era un drama. Pero si caía un obrero no ocurría nada, era otra cosa. Esto pasa hoy: si las inversiones en las bancas caen un poco… tragedia… ¿qué hacer? Pero si mueren de hambre las personas, si no tienen qué comer, si no tienen salud, ¡no pasa nada! ¡Ésta es nuestra crisis de hoy! Y el testimonio de una Iglesia pobre para los pobres va contra esta mentalidad.
((cuarta pregunta))
La cuarta pregunta: «Frente a estas situaciones parece que mi confesar, mi testimonio, es tímido y amedrentado. Desearía hacer más, pero ¿qué? Y ¿cómo ayudar a nuestros hermanos, cómo aliviar su sufrimiento al no poder hacer nada, o muy poco, para cambiar su contexto político-social?». Para anunciar el Evangelio son necesarias dos virtudes: la valentía y la paciencia. Ellos [los cristianos que sufren] están en la Iglesia de la paciencia. Ellos sufren y hay más mártires hoy que en los primeros siglos de la Iglesia; ¡más mártires! Hermanos y hermanas nuestros. ¡Sufren! Llevan la fe hasta el martirio. Pero el martirio jamás es una derrota; el martirio es el grado más alto del testimonio que debemos dar. Nosotros estamos en camino hacia el martirio, los pequeños martirios: renunciar a esto, hacer esto… pero estamos en camino. Y ellos, pobrecillos, dan la vida, pero la dan —como hemos oído de la situación en Pakistán— por amor a Jesús, testimoniando a Jesús. Un cristiano debe tener siempre esta actitud de mansedumbre, de humildad, precisamente la actitud que tienen ellos, confiando en Jesús, encomendándose a Jesús. Hay que precisar que muchas veces estos conflictos no tienen un origen religioso; a menudo existen otras causas, de tipo social y político, y desgraciadamente las pertenencias religiosas se utilizan como gasolina sobre el fuego. Un cristiano debe saber siempre responder al mal con el bien, aunque a menudo es difícil. Nosotros buscamos hacerles sentir, a estos hermanos y hermanas, que estamos profundamente unidos —¡profundamente unidos!— a su situación, que sabemos que son cristianos «entrados en la paciencia». Cuando Jesús va al encuentro de la Pasión, entra en la paciencia. Ellos han entrado en la paciencia: hacérselo saber, pero también hacerlo saber al Señor. Os hago una pregunta: ¿oráis por estos hermanos y estas hermanas? ¿Oráis por ellos? ¿En la oración de todos los días? No pediré ahora que levante la mano quien reza: no. No lo pediré, ahora. Pero pensadlo bien. En la oración de todos los días decimos a Jesús: «Señor, mira a este hermano, mira a esta hermana que sufre tanto, ¡que sufre tanto!». Ellos hacen la experiencia del límite, precisamente del límite entre la vida y la muerte. Y también para nosotros: esta experiencia debe llevarnos a promover la libertad religiosa para todos, ¡para todos! Cada hombre y cada mujer deben ser libres en la propia confesión religiosa, cualquiera que ésta sea. ¿Por qué? Porque ese hombre y esa mujer son hijos de Dios.
Y así creo haber dicho algo acerca de vuestras preguntas; me disculpo si he sido demasiado largo. ¡Muchas gracias! Gracias a vosotros, y no olvidéis: nada de una Iglesia cerrada, sino una Iglesia que va fuera, que va a las periferias de la existencia. Que el Señor nos guíe por ahí. Gracias.
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Palabras del Santo Padre Francisco I
Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales
Plaza de San Pedro
Sábado 18 de mayo de 2013