
Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.
Mateo 5, 8
En medio del sufrimiento y del dolor causados por el mal de la pornografía, somos llamados a ser un pueblo de esperanza, a contemplar la imagen de Dios en otros y a restituir nuestro uso de la vista enfocándonos en la meta de nuestra fe y el destino final de nuestra vista.
La Iglesia siempre ha descrito al cielo como el estado de contemplación del Señor cara a cara. «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Nuestro Señor pronuncia estas palabras al comienzo de su ministerio público; por lo tanto, Él mismo revela la conexión entre la virtud de la pureza y la facultad de la vista. Según la explicación de esta beatitud dada en el Catecismo, la pureza de corazón es el preámbulo de la visión de Dios (CEC, 2519).
Esta beatitud describe primero una característica esencial de los bienaventurados, de quienes han entrado en el gozo de la vida trinitaria (CEC, 1721): son limpios de corazón. Esta descripción también sirve como exhortación moral: debemos buscar esa limpieza de corazón. En sentido general, la limpieza de corazón se refiere a la capacidad de amar que tiene la persona humana.
Indica un corazón dedicado por completo al Señor, no dividido por pasiones ni deseos contrarios a Él. Puesto que «el corazón es la sede de la personalidad moral» (CEC, 2517), la limpieza de corazón significa rectitud moral.
Con todo, la limpieza de corazón guarda una relación particularmente estrecha con la sexualidad humana, ese aspecto esencial de la persona humana que «concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro» (CEC, 2332).
En este contexto, la beatitud indica específicamente un corazón purificado de deseos sexuales egoístas o rudimentarios; un corazón que no ve ni desea a otra persona con fines de placer o de ganancia egoístas. La limpieza de corazón se refiere a la integración de los deseos y acciones sexuales de una persona con la verdad de la sexualidad humana y una auténtica capacidad para dar de sí misma.
La segunda parte de la beatitud describe la recompensa para los limpios de corazón: ellos verán a Dios. Cada beatitud expresa algún aspecto del cielo, en este caso la visión de Dios. «Ver a Dios» tiene, ante todo, un significado metafórico. Se refiere al conocimiento de Dios, a la capacidad de «verlo» intelectualmente. Con todo, «ver a Dios» o tener la «visión de Dios» no es solamente una analogía del cielo. Más bien, tiene un profundo sentido literal también. Como el cuerpo humano resucitará el último día, los justos literalmente «verán» a Dios con sus propios ojos. Como tal, la expresión «ver a Dios» describe el anhelo definitivo de cada corazón humano y la finalidad de la vista humana.
La Encarnación de Nuestro Señor trae al ser humano la capacidad de satisfacer el deseo de ver a Dios. En su Evangelio, san Juan da testimonio elocuente de ello: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). En su primera carta, también san Juan presta testimonio de «lo que fue desde el principio o desde la eternidad, lo que oímos, lo que vimos con nuestros ojos y contemplamos, y palparon nuestras manos tocante al verbo de la vida» (1 Jn 1, 1). En la Persona de Jesucristo, Dios habla al ser humano cara a cara y el ser humano ve el rostro de Dios. En realidad, no sería demasiado decir que Nuestro Señor vino al mundo precisamente para que pudiéramos verlo.
Por lo tanto, al sanar al ciego (cf. Mt 9, 27-28; 12, 22; Mc 8, 22-23; Jn 9), Él revela que ha venido a restituir la finalidad original de nuestra vista. Ante todo, con su muerte y resurrección, Nuestro Señor nos redime y, por lo tanto, nos permite entrar al cielo, a la propia presencia de Dios.
San Juan, de hecho, iguala la visión de Dios a la salvación propiamente dicha: «sabemos que cuando se manifieste claramente Jesucristo, seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Por medio de nuestra visión de Él seremos como Él.
Al mirarlo, recibiremos salvación. Por lo tanto, la Iglesia habla del cielo como de la «visión beatífica», es decir, la visión que nos hace bienaventurados. Por eso escribió san Ireneo que «La vida del hombre es la visión de Dios». «Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo y bajo imágenes oscuras, pero entonces lo veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12). Sobre la base de la Sagrada Escritura, la Iglesia ha reflexionado continuamente sobre este deseo y esta promesa de la visión de Dios. Describe la virtud de la fe como una forma de ver a Dios y de ver su verdad. Describe la contemplación, el punto culminante de la oración, en términos similares:
«La contemplación es una mirada de fe, fijada en Jesús. "Yo le miro y Él me mira", decía, a su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a "mí". Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el "cono La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. "Yo le miro y él me mira", decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario (cf F. Trochu, Le Curé d'Ars Saint Jean-Marie Vianney). Esta atención a Él es renuncia a "mí". Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el "conocimiento interno del Señor" para más amarle y seguirle (cf San Ignacio de Loyola, Exercitia spiritualia, 104)» (CEC, 2715).
Esta capacidad de «ver» espiritualmente tiene repercusiones para la vida moral: «nos concede ver según Dios, recibir al otro como un prójimo; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina» (CEC, 2519).
Nuestra vista, más que una capacidad física, también es un medio importante para entender la fe, el cielo y la salvación. En realidad, su verdadero fin y su satisfacción es la visión de Dios mismo. La finalidad del ser humano está vinculada a su capacidad de ver. Con esta profunda verdad en mente, podemos apreciar mejor la grave amenaza que presenta la pornografía para el alma humana, la familia y la sociedad.
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Fuente original: Pornografía: un ataque al templo de Dios vivo
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