Nos toca vivir en un mundo tecnificado, terriblemente frío, donde es difícil experimentar unas relaciones humanas cálidas. Para muchos es en la Iglesia, caravana de los hijos de Dios, donde encontramos el calor humano que nos ha traído la presencia de Dios en nuestro mundo. Dentro de la Iglesia, caminando unos junto a otros, agraciados con la misma fe, alentados por la misma esperanza y viviendo el mismo amor, recibimos la fuerza para vivir serena, gozosa y fraternalmente. En nuestra parroquia, en nuestra diócesis, podemos encontrar un verdadero oasis dentro del desierto de nuestro mundo.
La Iglesia, a través de sus hijos e hijas, repite en la historia los gestos de misericordia de su Señor y Maestro. Ella acoge y protege a los pobres y a los marginados, convierte a los pecadores, se ocupa de los enfermos, defiende a los pequeños y a los débiles, enseña a perdonar y a amar a los enemigos, anuncia la misericordia divina sobre la humanidad e intercede por todos. Cristo y la Iglesia son inseparables. La Iglesia es Jesús hoy, en medio de nuestras calles y plazas.
En el seno de la Madre Iglesia compartimos la misma fe. No es metáfora sino hermosa realidad que a la vida de hijos de Dios nacemos de María y por obra del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia. La Iglesia es verdaderamente nuestra Madre. Por eso nos ayuda a crecer en la fe y nos educa como cristianos. Por eso amamos a la Iglesia con cariño de hijos y hablamos de ella desde el amor que le profesamos. La reconocemos santa por ser hechura de Dios, aunque con defectos y pecados por albergar pecadores en su seno mientras peregrina por la tierra.
En la Iglesia recibimos el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor: «Amaos unos a otros —dice Jesús— como yo os he amado». Sintiéndonos amados incondicionalmente por Dios Padre, amamos con el amor que Dios ha puesto en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo. No amamos a los demás con nuestro propio amor, pequeño y nunca del todo desinteresado, sino que tratamos de amar a todos, especialmente a los más débiles, con el amor inmenso de Dios.
Rigurosamente hablando, sólo en Dios ponemos nuestra esperanza. Pero en la Iglesia encontramos un vigor que no le viene de sí misma, sino del Señor crucificado. A pesar de sus elementos viejos y caducos, hay en ella una novedad que le viene de la vida nueva del Resucitado. La Iglesia cuenta con un Evangelio que no la deja descansar y la despierta de su adormecimiento. El suelo de la Iglesia está regado y sostenido por un subsuelo: el Espíritu Santo, fuente de toda esperanza y de todo consuelo.
Os agradezco vuestra colaboración generosa en el Día de la Iglesia Diocesana.
Recibid mi afecto y mi bendición,
Manuel Sánchez Monge
Obispo de Mondoñedo-Ferrol
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Artículo original en la página web de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol (España)