Vivan y, si les preguntan, digan que son cristianos

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«El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre, testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás».

Familiaris consortio, n. 41

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La familia, lugar de la vida

Desde el mismo texto del Genesis (1, 27) en donde el hombre es creado por amor para alcanzar la plenitud del amor, es modelado a imagen de Dios como familia: varón y mujer para ser muchos y abarcar el mundo entero. Porque “a imagen de Dios los creo”: Amor que todo lo abarca y compenetra, que todo fecunda, que todo abraza. Desde aquel momento la vida humana nace y crece en una “intima comunidad de vida y amor”, en una familia. (Con. Vat. II, Gaudium et spes 48)

Con una declaración de amor concreta, comienza a fraguarse una simple, pero misteriosa alianza de entrega mutua de los esposos. Desde el inicio mismo del camino común, la familia comienza entregando la vida propia y recibiendo la de otro.

Pensando en esto, recuerdo algo que para mí fue una novedad. Antes de encontrarme con mi amada, había recorrido muchos años de discernimiento sobre la propia vocación, sobre donde entregar la vida para ser feliz, sobre mi necesidad de descubrir las propias aptitudes y dones que me señalaran la voluntad de Dios que me había soñado y creado “para algo”. Cuando la descubrí a ella, cuando supe que quería vivir mi vida para hacerla feliz, todo se trastocó en mi búsqueda personal. Mi búsqueda personal debía continuar y con un mayor compromiso porque ya no estaba en juego mi propia vida sino que mi altura le daría a ella la posibilidad de alcanzar la propia.

La experiencia esponsal pone en juego la vida con una naturalidad sorprendente. Tiene grandes maravillas cotidianas que dejan pequeña cualquier teoría. Pensemos sino en la maravillosa naturalidad con que nos sale hablarle al otro con frases como “Mi vida, me alcanzas…”, “Vida, ¿Cuándo vamos a…?”.

Luego, engendrar la vida surge como necesidad de ese amor mutuo, de las caricias que lo expresan y lo actualizan, de la fuerza natural que genera la unión. La familia se “ahueca” y forma nido, lugar suficientemente preparado para recibir la fragilidad de la nueva vida. La pequeña comunidad que forma la familia hace naturalmente lugar a otro. Su amor es expansivo en su misma esencia. La apertura a la vida surge de la misma médula del amor que sostiene la familia. El amor “hace lugar”, acoge, tiene una mano abierta.

La dinámica de la vida, la historia de cada persona tiene en la familia su lugar privilegiado. Juan Pablo II, al que bien podríamos llamar el Papa de la familia, dice en Familiares Consortio: “El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás.” (n.º 41)

Cada acto de verdadero amor comunica la vida en la dinámica familiar. Jugar, enseñar, cocinar, preparar, arreglar, etc., aportan por su amor, nutrientes fundamentales para que el hombre alcance la altura a la que ha sido llamado.


La familia, lugar de la fe

Familia católica“¿Dónde habrá aprendido Jesús a rezar a Dios diciéndole Padre, Papá?” me pregunté muchas veces. La respuesta fue simple: de María, o tal vez, de José. Porque también nuestra fe está encarnada en una cultura, en un montón de pequeñas costumbres que van orientando nuestra relación con los otros, con el mundo, con el Misterio. Cada lugar, cada momento, se carga de significado cuando un pequeño mira el rostro de su padre y su madre. Descifra en ellos el sentido profundo de los actos y acontecimientos y lo ayudan a tomar una posición frente a ellos. La actitud de los mayores señala, enseña, invita al niño a valorar cada gesto, cada lugar, cada cosa. No es tan solo “un contenido de catequesis” lo que se mama en la familia, sino una “forma de vida” un estilo y una sensibilidad frente a los misterios propios de vida. Esto es fundamental para ir armando la propia estructura interior. Pero, ¡ojo!, no pensemos solo en el crecimiento de los hijos, sino también de los padres y adultos que comparten esta comunidad de vida. Aun nos queda mucho por aprender, y los pequeños, muchas veces son un claro espejo del Espíritu que nos guía y de nuestros huecos e inconsistencias (Cf. Con. Vat. II, Lumen Gentium 35, Gaudium et spes 61)

Me viene a la memoria un diálogo que tuvimos el otro día con mi hijo de ocho años sobre Jesús. Hablábamos de ver a Jesús en los ojos de la hermanita recién nacida, cuando él dijo que a Jesús no se lo veía. Yo le dije que para ver a Jesús hay que aprender a mirar. Él insistió en su posición y me vino a la mente cuando el Maestro predicaba en Nazareth. Le expliqué lo que le pasaba a Jesús con sus vecino, en una traducción libre y actualizada: “Eh, ¿pero ese no es el pibe de la esquina, el hijo del carpintero? ¡Que se las da de Maestro ahora, si yo lo conozco desde que tenía un metro de altura! Que Dios ni ocho cuartos…”. Nos reímos, pero quise mostrarle que aquella gente, aún teniendo a Cristo cara a cara no lo descubrieron. Y creo que eso es lo que tenemos que lograr en la vida familiar: profundizar con el amor la mirada del corazón y la sensibilidad del espíritu para descubrir a Cristo que camina con nosotros y se sienta a nuestra mesa.

Esta experiencia de fe cotidiana no es tan rara como parece. Hay muchos ejemplos en nuestro entorno que hay que saber descubrir. Uno que hoy expone la Iglesia con deslumbrante claridad, es la familia de Santa Teresita, cuyos padres fueron beatificados recientemente. Luis y Celia Martín vivieron y comunicaron la vida trasformada en Vida Nueva, empapada en Evangelio. Su historia podría ser la de cualquier familia, como la de la familia de Nazareth. Pero la conciencia de la entrega dentro de su pequeña comunidad familiar, de haber gastado la vida en ella, de haber dado todo por amar allí hasta el extremo, dio frutos generosos en la vida de cada una de sus hijas. Al detenernos, por ejemplo, sobre aquel último año que Luís compartió con Teresita antes de su entrada en el Carmelo, podemos descubrir que sólo un corazón arraigado en Dios supo reconocer y aceptar la voluntad de Dios revelada en los deseos de una niña de 15 años que insistía en ingresar en la vida religiosa contra todo consejo. En aquella pequeña comunidad familiar se vivió el Evangelio.


La familia, el hogar del hombre

Familia católica“¿Cómo es el cielo, para ustedes? ¿Cómo se lo imaginan?” preguntó el Padre Alberto el otro día a un grupo de padrinos de confirmación. Y a continuación se contestaba retóricamente “Yo me imagino el cielo como mi casa, como cuando voy a visitar unos días a mi mamá. ¡No hay otro lugar mejor para mí!”. Y así comenzó a hablar de la familia. Porque esta primera comunidad humana es formadora del hombre en su propia humanidad (Con. Vat. II, Gaudium et spes 52), y es en ella donde se “cuela” Dios en la historia. A ver, como explicarlo mejor: el hombre se hace más profundamente humano modelando su vida con sus vínculos, y de esta manera manifiesta más claramente la imagen de Dios que él es. El hombre se socializa primero en familia. Esto lo hace más humano y por lo tanto manifiesta más claramente el proyecto de Dios que lo modeló.

Las Sagradas Escrituras recurren permanentemente a los lazos familiares, experiencia humana donde el hombre descubre el amor, para referirse a la relación entre el hombre y Dios. Esposa o esposo, padre, madre, hermano. Cada vínculo enriquece de manera particular la experiencia del amor humano. Pero si nos detenemos un momento, creo que podemos descubrir que no se trata tan solo de una similitud. Dios es Amor y solo de Él procede todo bien, todo lo bueno. Estos primeros vínculos que nos forman son verdaderos lugares en donde se nos manifiesta el Amor. La comunicación de su Amor se hace con esos “lazos humanos” (Cf. Os 11, 4) con que el hombre se va tejiendo. Cada manifestación del amor familiar es una revelación del Amor de Dios, es “Su expresión”. ¡Que grandioso poder tomar conciencia de esto! Ser papá, por ejemplo, significa asumirse como imagen de Dios Padre y dejarlo a Él que se exprese cada vez que hacemos un gesto de cariño. O contemplar la maravilla de saber que mientras mama del pecho nuestro pequeño, la mirada fija en los ojos de su madre, es verdaderamente un encuentro con la mirada providente del Dios que sostiene y cuida la vida. O a la inversa ¡Increíble maravilla! Saber con absoluta certeza que aquella sonrisa compinche que cruzamos en un instante con nuestra esposa o esposo no es otra cosa que el reflejo impecable del rostro del Amado. O reconocer, de pronto, al Señor mirándote desde los ojos de tus hijos. ¿Cómo no abrirse a la pedagogía de esta experiencia de paternidad desde donde podemos asomarnos al amor que Dios Padre siente por sus hijos? (cf. Lc 11, 13) Recibir así, la caricia o el reproche como el paso de Dios por mi vida… Asumir lo cotidiano como parte natural del Amor de Dios que trabaja amasando la vida de cada miembro de la familia, hace de la familia el lugar privilegiado en donde descubrir la belleza de lo humano al mismo tiempo que la humanidad de un Dios que quiso usar pañales.


La familia, levadura en la masa

La familia, levadura en la masaLa familia no tiene un apostolado propio, porque su misma vida debe ser apostólica (Familiaris Consortio 44). La comunidad de vida y amor debe ser también una comunidad creyente y evangelizadora. (FC 51). Pero ser creyente es un combate cotidiano, una búsqueda permanente de seguir fielmente las huellas del Maestro. Y esto no puede hacerse sin una comunidad. La familia es la primera “comunidad de creyentes”, de quienes comparten fe y la vida (Cf. Hc 2, 44). En ella el Evangelio es trasmitido, no solo de padres a hijos, sino también a la inversa en un verdadero diálogo generacional (FC 53). La familia es evangelizadora en la misma medida en que toda su vida se vive desde la fe. Así, muchas veces la familia es misionera sin saberlo. Porque como dice el Papa Juan Pablo II, su vida misma es misión. Inserta en su entorno como la levadura en la masa, no se distingue sino que más bien se oculta. Muchas veces he pensado que no es exclusivo de la vocación de los silenciosos monjes el imitar la vida oculta de Jesús en Nazareth, sino que es la imagen más viva de la vida de la familia cristiana. Está etapa que se desconoce de la vida del Señor es la etapa de vida en familia.

“Vivan, y si les preguntan, digan que son cristianos”, decía san Francisco de Asís a sus hermanos cuando los enviaba de misioneros a tierras lejanas. Porque la familia cristiana tiene que despertar algo distinto en su entorno, pero no tanto. Tiene que estar tan identificada con su ambiente, que todos sientan que “ellos son como nosotros” pero que al mismo tiempo despierte ese “pero, y sin embargo…”.

La familia cristiana tiene su lugar en el mundo, en la masa social. Allí ama, cree y evangeliza. Allí llora las crucifixiones cotidianas y canta el anuncio de la resurrección, pero su voz se funde en el bullicio como el agua en el vino del altar. Allí canta y camina de la mano de María en un peregrinar donde no hay distinciones de caminantes, sino solo una multitud (me viene a la mente el único relato de la infancia de Jesús, donde curiosamente también se pierde en una peregrinación multitudinaria, Lc 2 41-52). Sí, desde el interior del mundo, nos animamos a pensar como ha repetido el Sínodo de los Obispos recogiendo la llamada del Papa Juan Pablo II en Puebla, “la futura evangelización depende en gran parte de la familia, de la Iglesia Doméstica” (Cf. Discurso a la III Asamblea Gral. de Obispos de América Latina, IV a, 28 de enero de 1979).

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El autor, Pedro Puente, es miembro del Equipo Nacional de Familias Misioneras

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