Un día cometí una «fatal metedura de pata», decidí que había llegado del momento de ir, yo solo, a una misa católica. Tomé al fin la resolución de «atravesar las puertas del Gesú», la parroquia de Marquette University. Poco antes del mediodía me deslicé silenciosamente hacia la cripta de la capilla para la misa diaria. No sabía con certeza lo que encontraría; quizá estaría sólo con un sacerdote y un par de viejas monjas. Me senté en un banco del fondo para observar…
De repente, numerosas personas empezaron a entrar desde las calles, gente normal y corriente. Entraban, hacían una genuflexión y se arrodillaban para rezar. Me impresionó su sencilla pero sincera devoción.
Sonó una campanilla, y un sacerdote caminó hacia el altar. Yo me quedé sentado, dudando aún de si debía arrodillarme o no. Como evangélico calvinista, me habían enseñado que la misa católica era el sacrilegio más grande que un hombre podía cometer: inmolar a Cristo otra vez. Así que no sabía qué hacer.
Observaba y escuchaba atentamente a medida que las lecturas, oraciones y respuestas —tan impregnadas en la Escritura— convertían la Biblia en algo vivo. Me venían ganas de interrumpir para decir: «Mira, esta frase es de Isaías… El canto de los Salmos… ¡Caramba!, ahí tienen a otro profeta en esta plegaria». Encontré muchos elementos de la antigua liturgia judía que yo había estudiado tan intensamente.
Entonces comprendí, de repente, que éste era el lugar de la Biblia. Éste era el ambiente en el cual esta preciosa herencia de familia debe ser leída, proclamada y explicada… Luego pasamos a la Liturgia Eucarística, donde todas mis afirmaciones sobre la alianza hallaban su lugar.
Hubiera querido interrumpir cada parte y gritar: «¡Eh!, ¿queréis que os explique lo que está pasando desde el punto de vista de la Escritura? ¡Esto es fantástico!». Pero en vez de eso, allí estaba yo sentado, languideciendo por un hambre sobrenatural del Pan de Vida.
Tras pronunciar las palabras de la Consagración, el sacerdote mantuvo elevada la hostia. Entonces sentí que la última sombra de duda se había diluido en mí. Con todo mi corazón musité: «Señor mío y Dios mío. ¡Tú estás verdaderamente ahí! Y si eres Tú, entonces quiero tener plena comunión contigo. No quiero negarte nada».
[…] Al día siguiente allí estaba yo otra vez, y así día tras día. En menos de dos semanas ya estaba atrapado. No sé cómo decirlo, pero me había enamorado, de pies a cabeza, de Nuestro Señor en la Eucaristía. Su presencia en el Santísimo Sacramento era para mí poderosa y personal.
Roma, dulce hogar: nuestro camino al catolicismo
Scott y Kimberly Hahn
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La conversión de Kimberly y Scott Hahn – Primera parte
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La conversión de Kimberly y Scott Hahn – Segunda parte
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La conversión de Kimberly y Scott Hahn – Tercera parte
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Testimonio de Scott Hahn
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La Iglesia vino antes de las Escrituras; la Iglesia produjo las Escrituras con la ayuda divina y conservó su integridad ante los peligros de la persecución y la herejía; la Iglesia reunió las Escrituras en un libro, un libro que sostiene a todos los que se definen cristianos.
Scott Hahn. Boletín Synodus Episcoporum.
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