Esperamos la Navidad: la corona de Adviento

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En la vida religiosa de mi familia, los tiempos litúrgicos eran un elemento esencial. Mi madre supo conciliar tradiciones ancestrales —tanto españolas como del norte de Europa, de donde provenía mi familia paterna—, para enseñarnos a todos sus hijos los rudimentos esenciales de la vida cristiana.

Para cada tiempo litúrgico se valía de algún elemento que pudiera reunir a todos, mayores y pequeños, y así compartir fe y oración en familia. El periodo más especial para los niños era, por supuesto, la Navidad; pero esta iba preludiada por las cuatro semanas de Adviento, en las que nuestra vida religiosa pivotaba en una tradición traída de Polonia: la corona de Adviento.

Todos los años se seguía el mismo «protocolo».

Durante la semana previa al primer domingo de Adviento mi madre iba sondeándonos a los hermanos para decidir con qué materiales íbamos a elaborar la corona; la mayoría de los años la hacíamos con ramas de abeto o de pino como base, pero en otros la montábamos con tomillo y romero verdes secados, o con pequeñas plantitas de hierbas que había que regar durante todo el mes, o con ramitas de acebo, etc. Siempre nos recordaba el significado del color verde de la base de la corona: la esperanza que todos los cristianos tenemos en ser salvados por el Niño que pronto ha de venir.

También decidíamos entre todos (aunque mi madre nos hacía más caso a los pequeñines en este asunto) los adornos que iba a llevar: casi siempre nos decidíamos por unas bolas de cristal transparente que había en casa, y que luego se colgaban en el árbol de Navidad, y flores de metal elaboradas con «platillas» de las pastillas de chocolate que mi madre había guardado con esa intención durante todo el año. El significado que ella daba a las bolas era fantástico: eran nuestras almas llenándose de esperanza durante el Adviento; y las flores de oro y plata representaban nuestras buenas acciones dedicadas al Señor, para que viniera «rápido».

En la sobremesa de la comida del último sábado anterior al Adviento, tras retirar el mantel, montábamos entre todos la corona, a la que se añadían cuatro velones, cada uno en una esquina: mi madre adornaba tres de ellos con un lazo de cinta morada en forma de cruz, y al cuarto le pinchaba un lazo rosa en forma de flor, mientras nos explicaba el significado del color morado, como símbolo de espera y penitencia, y del color rosa como expresión de alegría por el nacimiento del Niño Jesús.

La corona cambiaba las rutinas de la casa. Durante el Adviento mi familia siempre iba a la Santa Misa de la víspera del domingo: todos vestidos y arreglados acudíamos a nuestra parroquia en la tarde del sábado.

A la vuelta, mi madre tenía preparada una cena especial que empezaba siempre de la misma manera: la mesa adornada con la corona de Adviento en el centro, todos los comensales sentados esperando a mis padres, que siempre venían a la vez y se situaban cada uno en una de las cabeceras de la mesa. Mi padre solía poner en el tocadiscos de su despacho el Oratorio de Navidad de J. S. Bach y la música se oía a lo lejos.

Nos levantábamos todos y, tras hacer la Señal de la Cruz, mi madre leía en su viejo misal el Evangelio que habíamos oído en la Misa un rato antes. Después, en silencio y con cierta solemnidad, mi padre encendía con su mechero una de las velas: las moradas el primero, segundo y cuarto domingo de Adviento, y la rosa, el tercero —las velas se mantendrían encendidas durante todas las comidas de la semana, en las que la corona presidía la mesa: una vela la primera, dos la segunda, tres la tercera…— y comenzaba a rezar un padrenuestro, un avemaría y un gloria, al que respondíamos todos.

Todos nos sentábamos y la conversación siempre empezaba con las explicaciones de mi madre sobre el menú que íbamos a cenar: consomé de pollo y chuletillas de cordero: «este caldo esta hecho con el gallo que cantó cuando san Pedro negó a Nuestro Señor; lo he metido en la olla para que a nosotros no nos delate si, cuando hacemos mal, nos arrepentimos y vamos corriendo al cura a confesar»; y «el cordero que vanos a comer nos recuerda al Cordero que va a venir para salvarnos». Mi padre, durante la cena, iba comentando el sermón que habíamos oído en la Misa… no sé cómo lo hacía, pero esas noches eran especialmente sosegadas en una mesa con tantos comensales —mis padres y mis ocho hermanos—, cuando lo habitual era que estas reuniones fueran «tumultuosas».

Un quinto día la corona era la protagonista: la Nochebuena. Mi madre colocaba en el centro una vela con un lazo blanco: «el Niño Jesús ya está con nosotros», nos decía… Esa vela permanecía encendida toda la noche hasta la comida de Navidad. La corona de Adviento presidiría por última vez nuestra mesa, el día de más alegría del año: venían mis tíos, se cantaban villancicos y se hacían brindis en honor de Nuestro Señor.

Luego la corona se trasladaba a la entrada de la casa, sobre un aparador. Una última vez se encendía, ya solo con la vela de lazo blanco alumbrando: la Noche de Reyes, junto a una copita de coñac y turrón para los magos y un poco de hierva para los camellos; la vela haría la función de estrella y les indicaría a dónde dirigirse.

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