Dos años de cárcel en Reading aniquilaron a Óscar Wilde; y sin embargo, él se buscó esa cárcel. Hay aquí un doble misterio. ¿Por qué se expuso y (por decirlo así) se precipitó a la cárcel? ¿Cómo dos años de reclusión, tuvieron un poder tan, excesivo sobre tan clara inteligencia? Se comprende que hubiesen arruinado el cuerpo. Pero ¿cómo aniquilaron también el talento? la Balada de la Cárcel de Reading es su canto de cisne. Después no pudo literalmente escribir más.
La respuesta vulgar que anda en las antologías no satisface a la inteligencia, antes la acucia… “Era un hombre refinado, delicado, afeminado, muelle; desafió por fanfarronería, por temeraria frivolidad la opinión pública y después no pudo mantener el golpe. En suma, fue un deschavetado que Jugó con fuego y naturalmente, se quemó… Todos los que adoptan la divisa de Nietzsche ‘vivir peligrosamente’, acaban mal”.
El riesgo no se debe temer demasiado pero menos se debe buscar por gusto. Es cosa clara… Como le dijo el médico psiquiatra que lo visitó en la cárcel: «Ud. posee una enorme belicosidad, una fantástica propensión a la pelea, como buen irlandés; y no tiene fuerzas… Y además, es cicloide: cuando está en euforia se siente capaz de desafiar al mundo entero; cuando está en depresión, plañe como un niño enfermo…»
Todo eso es verdad, pero… «Muelle y delicado…» —»Óscar Wilde, lo compadecemos porque debe Ud. sufrir mucho más que nosotros…» — He aquí la explicación superficial en boca de uno de los presos que iba detrás de él en la fúnebre fila que paseaba en el patio horrible. El poeta contestó sin volverse: «Todos somos igualmente desgraciados.» He aquí la respuesta profunda, la verdad fundamental a que había llegado el gran «dandy» a través del dolor, que expresó después en aquel lacerante poema. Estaba prohibido hablar en esos lúgubres paseos. Wilde no pensaba entonces más que en suicidarse. La muestra de misericordia de un miserable, y su súbita respuesta metafísica lo revulsionaron. «Desde aquel momento, ya no sentí la obsesiva impulsión a matarme», añade él al contar la anécdota preñada de sentidos.
Esta respuesta constituye el fondo del poema:
«Dear Christ! The very prison walls
Suddenly seemed to reel,
And the sky above my head became
Like a casque of scorching steel.
And though I was a soul in pain,
My pain I could not feel…» (Traducción más abajo)
Este poema terrible es su obra más grande porque es un grito de su alma y no un juego de su imaginación solamente; es su única obra de arte, pudiéndose decir que todas las demás fueron obras de artificio.
Para escribir ese poema humano, en donde depuesta su pose de esteta, habla el hombre, el mísero mortal bajo el peso del dolor, que como Job, compone con las entrañas, buscó Wilde la cárcel, o bien otro desde el fondo de él la buscó por él. Ese contacto cauterizante con la verdad profunda quemó para siempre al otro artista que trabajaba con la mentira o por lo menos con la ficción. Lo volvió sinceramente religioso, y el artista que había en él era pagano. Pereció el artista, el artífice, el orfebre.
Pero Wilde, como Verlaine, no logró convertirse del todo, a semejanza de la antigua y ambigua conseja del fauno que fue bautizado. Cambia de nombre pero no puede cambiar su naturaleza. Disputan en él Wilde y Melmoth, sin poder reconstruir jamás al O’Flahartie de la infancia, «Wilde me mira en el espejo de tal modo que hay días en que llega a hacérseme insoportable y me tengo que afeitar sin mirarme, dándose Melmoth grandes tajos en la cara…»
Una cárcel inglesa para ese gran sensitivo, que había vivido en todas las blanduras del confort, todos los refinamientos del lujo, los halagos de la vanidad, y las ventoleras del capricho, el «rey de la vida» como amaba denominarse, es algo horroroso indudablemente. Pero él venció los dos años de cárcel físicamente, no lo mataron, no lo enfermaron gravemente. Lo que no pudo vencer su yo orgulloso y voluntarioso fue a Dios, con quien luchó como Jacob, quedando cojo para siempre; no pudo vencer las dos veces dos mil años de Purgatorio que comenzaron entonces, conforme él decía: «desde el año 2.000 antes de Cristo hasta el año 1897 después de Cristo»; es decir no pudo dominar ya nunca más la deyección que le produjo el ver en el ídolo a quien había servido la asquerosidad que él había sospechado.
Cuando sale de la cárcel Melmoth y Wilde a la vez buscan a Francia, el país católico y el país artista, Bretaña y París, las capillitas de la Virgen sembradas sobre las dunas de Calais y los cafés bohemios y ajenjosos de la ciudad-lumbre, donde como en otro tiempo se había encontrado con Verlaine y ahora se emborracha con Rubén Darío.
Pero ahora, él es Verlaine, el lamentable desterrado de este mundo, el herido para siempre por una palabra de Ángel. Dios para salvarlo lo había sumido en la noche oscura del sentido, destrozándole toda su armadura y dejándolo en cueros vivos y en carnes vivas. ¿En pago de qué? En pago de haber tenido el coraje de enfrentarse al fariseísmo. ¿De dónde nació ese coraje? De su sangre irlandesa, atávicamente católica.
Baudelaire, León Bloy y Óscar Wilde desembocan en la fe a través del pecado; y son aplastados por el fariseísmo, por no otra razón que la de rehusarse a servirle, en virtud del privilegio de libertad del artista, del cual privilegio natural se erigieron en dolorosos defensores, siendo así que no tenían nervios para campeonatos.
La aristocracia inglesa de fines del siglo XIX tiene todas las morbideces y la esplendidez de un crepúsculo. En medio de ella surge un muchachito irlandés educado en Oxford, hijo de una ricahembra literata y politiquera de impulsos libertarios y de gustos refinados y mórbidos. El muchacho tiene un ingenio portentoso y un plante principesco, que parece descaro e impertinencia y es en el fondo mera defensa. Triunfa.
¿Triunfa? Eso se verá.
He aquí un artista en medio de una sociedad puritana. El arte es la libertad, el «juego» de la inteligencia. El puritanismo es la convención, la podredumbre del corazón bajo el antifaz de fórmulas morales y devotas.
El puritanismo rico pide al artista que lo divierta por dinero y aplauso. El artista lo divierte para vivir, burlándose de él a sotabarba; porque su inteligencia se desahoga en paradojas e ironías donde afirma insolentemente su libertad, el derecho de su nacimiento. Escribe comedias victorianas, donde la virtud de Lady Windermere sale triunfante y esplendece detrás de su abanico; pero esas comedias chisporrotean de aforismos desenfadados, de paradojas brillantes que rozan el cinismo. Escribe El retrato de Donan Gray que es calificado hoy por la A.C. como «novela inmoral» y es una gran parábola católica de un gran moralista excéntrico.
«La esfera del arte y la esfera de la moral son absolutamente distintas e independientes.»
«El fin del arte no es la verdad simple, sino la belleza compleja.»
«Ningún buen artista es enfermizo. El buen artista puede expresarlo todo.»
«Para el artista vicio y virtud son instrumentos, el fin es la belleza.»
«Más de la mitad de la cultura moderna viene de lo que no debería leerse.»
«Lo que el público llama una novela insalubre, es siempre una obra de arte sana.»
«El hecho de que un hombre sea un asesino no dice nada contra su prosa: las virtudes domésticas no son las bases del arte.»
«Las personas verdaderamente religiosas se resignan a todo, hasta a la poesía mediocre.»
«Los malos Papas amaron la belleza casi tan vivamente com los buenos Papas odiaron el pensamiento.»
Su ingenio y su dandismo triunfan. Su comedia es representada en tres teatros a la vez. Él las posa de rey, y realmente se cree «el rey de la vida». Lo llama el público a escena para ovacionarlo y él dice negligentemente. «Estimado público: veo que mi comedia les gusta. A mí también me gusta.» Va a Norteamérica a dar conferencias y dice lo que se le antoja. Va a París a vincularse con la highlife de la literatura universal (en el tiempo en que el pobre Hernández escribía en Montevideo el Martín Fierro) y escribe expresamente para Sarah Bernhardt un drama en francés Salomé, eufuista, alquitarado —y aparentemente «tarado». Pero por más que pose de «amoral» e inmoral su pensamiento, como el de Baudelaire, es fondalmente sano, es decir, tiene una «buena teología»; en suma, es inteligente y es irlandés, ¡no va a escribir la Santa Teresa de su amigo Catulle Mendés, ciertamente! Se casa y tiene dos hijos; pero aunque idolatra a su mujer, dice que no cree en el matrimonio. Un Bernard Shaw antes de tiempo, con la diferencia básica de que Wilde sigue la corriente del siglo en la superficie y la resiste en el fondo, mientras que su sucesor la sigue en el fondo y la zahiere en la superficie; uno es ortodoxo con cara de hereje y el otro es hereje del todo.
El instinto puritano de la sociedad inglesa no se engaña: a Bernard Shaw lo festeja y le perdona todo, a Wilde se le revuelve como una víbora. Eligieron bien el punto de mordedura: ¡sodomita! Si lo fue o no lo fue «el hombre del clavel verde», poco importa. Dios solo lo sabe. Para el caso es igual. Constitucionalmente no lo fue, por cierto; aunque todos podemos ser cualquier cosa, si se tercia, pues dice Freud que de nacimiento somos los mortales «perversos polimorfos». En la obra diletantesca de Wilde era fácil encontrar un soneto que hablaba del «Amor que no ha de osar decir su nombre», y en su conducta una amistad ambigua, insolente y despreocupada con un joven lord. Lo provocan sabiamente: escriben en un vidrio del Albemarle Club con un diamante un «graffito» digno de una letrina. El marqués de Queensberry, padre de lord Douglas, deja a la vista en el Club una tarjeta que dice: «A Óscar Wilde, que posa de sodomita.» El guante estaba echado. El orgulloso artista podía despreciar el insulto y proceder con más cautela. Pudo dos veces marcharse a Francia, antes y después de la sentencia, en el yate del americano Frank Harris que así se lo aconsejaba y se lo rogaba y era lo prudente; aunque no «lo místico». Wilde conforme a su singular temperamento toma el toro por los cuernos, y establece contra el magnate agresor una demanda por difamación en los Tribunales. Eso, diría Sócrates, que tampoco quiso huir de la cárcel, se lo inspiró su demonio.
Estaba perdido. Había caído en la «trampa del tonto». El viejo lord «está alegre como un cazador», dice Gómez de la Serna. ¿Cuándo no?
Hay momentos en la vida en que uno se siente en una posición falsa y hay que ir avante y dar un manotón en la cortina a ver qué hay detrás, aunque haya lo peor; supuesto que nada hay peor que vivir en una situación de ficción, que es como habitar sobre arena movediza. El hastío es el indicador de esos momentos, el tedio, esa profunda inapetencia y parálisis del alma que se siente cansada de todo. El autor de El arte de hacer enemigos estaba en uno de esos momentos. Es un, es dandy decir, un falso gran señor; pero es un dandy en serio. No es tímido sino acerbo: «Mi deber es divertirme terriblemente. Sobre todo, nada de dicha. Hay que desear siempre lo más trágico.»
En la vista de la causa se comporta como Sócrates; que también fue acusado de sodomita: hace ironía, que es lo mejor que se puede aconsejar para irritar a los santulones… ¡Esos jueces ingleses, terriblemente solemnes! ¡Cómo que están salvando nada menos que la moral…!
«—¿Bebe Ud. Champagne? —Me lo prohibe mi médico. —Dejemos ahora al médico. —Siempre lo he dejado.
Asistimos a la lucha entre dos idólatras y dos ídolos, el ídolo de la Moral y el ídolo de la Belleza. Por supuesto que hablamos de la «moral social», Wilde era en la realidad más moral que sus jueces probablemente. El ídolo de la Moral lo puede al ídolo de la Belleza. En la guerra de Troya la virago Minerva golpea a la chiquilla Venus como a una gallina.
En los clubs de May Fair se frotan las manos : «Ha caído en la trampa del tonto.» Pero el irlandés permanece fiel a su ídolo: en el banquillo de los acusados hace arte, representa su mejor comedia: «Mi tragedia es que he puesto mi ingenio en mis obras, mi genio en mi vida.» Pobre Wilde. No era un genio. Era un gran ingenio. No había puesto nada en su vida, hasta entonces al menos. Pero instintivamente quería ponerlo todo.
«—¿Qué piensa Ud. de Dios y del mundo?
—Pienso que el mundo está para acabarse, porque la mitad de la humanidad no cree en Dios y la otra mitad no me cree, a mí.»
«—¿Qué se puede hacer con un hombre que responde así sino condenarlo? —como decía Melitto de Sócrates. —¿Y qué necesidad tenemos de testigos?»
Pero Wilde no sabía que el último acto de la comedia era inllevable para él: no hay dandismo que aguante una cárcel inglesa, ni siquiera sostenido por la tozudez irlandesa. Campanella aguantó 26 años de cárcel, y siete torturas, escribió 40 libros y salió más obstinado que antes; pero eran otros tiempos y otros hombres, Campanella no era un dandy sino un monje.
Su ídolo lo había de abandonar en la cárcel de Reading. Todos los ídolos abandonan.
Su ídolo le había inculcado el dogma de que el Artista debe tener toda clase de experiencias, pues todas pueden convertirse en Arte. La verdad es que sólo las experiencias que están en la línea de la Providencia y dentro de nuestra misión personal son rectamente convertibles en cosa útil.
Pero toda experiencia es convertible por la gracia de Dios en instrumento de salvación personal.
«God bless you, poor little lamb!»
Esta larga dura y excéntrica meditación sobre la Providencia y la tristeza y la maldad que «constituye» (diría Wilde) el fondo del hombre cuentan que enterneció a las solteronas inglesas y por medio de ellas contribuyó a lenificar la dureza medieval de las cárceles británicas. Puede ser. Lo dudo: las solteronas odiaron al «inmundo» con toda la fuerza de sus profundos corazones. Una de ellas le escupió en la cara.
La balada de la Cárcel de Reading es su obra maestra, la pieza más dura de la poesía religiosa moderna.
El artificiosísimo retórico de Salomé escribe ahora con el alma y con palabras tan directas como gritos y tan monótonas como el musitar vedado de los presos sin abrir la boca y sus pasos lóbregos girando en rueda por el patio de asfalto «para hacer ejercicio físico».
«Todos somos igualmente desdichados.» Al mísero tahúr o rufián que le musitó en la rueda girante de condenados la misericordiosa palabra que lo salvó del suicidio: «Wilde, sabemos quién es y lo compadecemos porque sufre más que nosotros» lo llevaron con Wilde al alcalde por hablar en tiempo de silencio. Como el que iniciaba la conversación tenía mayor castigo, los dos dijeron que la habían iniciado, sin mentir ninguno de ellos: todo el aspecto de Wilde era una palabra. El alcalde impuso a los dos la pena máxima. En lo cual fue también lógico.
«El pobre carecía de imaginación» —comentó el poeta.
Esa frase «todos somos igualmente desdichados» es el fondo de esa gran elegía, que el poeta tituló Balada, el canto de las fiestas en Francia… Es un balido.
Pues todo hombre mata lo que ama, Y esto que lo escuchen todos. Uno con una mirada acerba, Otro con un tierno apodo, El cobarde con un beso, El valiente de otro modo.
El poema se abre con un planteo de su tema (o de la «ocasión» de su tema, la imagen del condenado a muerte) digna de Dante y José Hernández. Lástima que todo gran poema sea intraducible:
No llevaba él su cota roja
Porque rojo es sangre y es vino,
Y sangre y vino como había en sus manos
Junto a la muerta cuando vino.
La pobre muerta a quien amaba
Y en su lecho fue su asesino.
Marchaba en medio de los custodios
En mameluco sucio gris,
Un gorro sportsman en la testa
Y un paso ligero y feliz.
Mas nunca vi un hombre mirando
Más socarrón el sol de Abril.
Y nunca vi a nadie mirar
Con ojo más tunante
Arriba a la tiendita azul
Que llama cielo el chironante
Y con velas con bordes de plata
A cada nube navegante.
Yo andaba con las otras almas
En pena en otro barreño
Y cavilaba si habría el hombre
Hecho algo gordo o pequeño.
Atrás una voz musitó bajo:
«Este tipo va al dulce leño.»
¡Jesucristo! Las mismas murallas
Se bambolearon de repente,
Y el cielo se volvió en mi testa
Un casco de acero candente,
Y aunque yo era un alma en pena
¡Ay!, mi pena ya no se siente…
El sutilísimo retórico que se gloriaba de no haber repetido ningún adjetivo en un cuento acude aquí a la repetición de palabras, imágenes, versos y estrofas enteras, como un doblar de campanas, a las frases rudas y gruesas del pueblo, a las rimas internas, al metro popular, monótono e insistente de antes de Shakespeare, Milton y Ricardo Crashaw. Es que esto ya no es un cuento, sino una pura visión intelectual que se traduce ella sola en imágenes. Su antigua retórica ha quedado atrás; pero no ha desaparecido: la paradoja, el dicho agudo y la metáfora exquisita de extraño gusto inglés, fuerte como el «gin».
Es el infierno del presidiario lo que se levanta ante nosotros, pintado con luces de pesadilla. El purgatorio del presidiario nos lo dio a los argentinos solos, viril y tierno, el hijo mayor de Martín Fierro.
Es el infierno del remordimiento y de la pena sin remisión, la «última pena», repicada con el doble enloquecedor de insistentes y ásperas campanas. Pero Wilde hace descender a Cristo a los infiernos. Él solo podía hacerlo. Él sentía el horror de todos más que todos juntos, como afirmó con verdad el otro rufián. Como poeta en su alma de cristal se reflejaba el dolor de todos, el dolor del hombre.
And the wild regrets, and the bloody sweats
None knew so well as I, For he who lives more lives than one, More deaths than one must die…
El «rey de la vida» se había convertido en el rey de la muerte y él sabía que era justo.
La vida de poeta es de cristal
Porque se ve todo al través, y suele
Romperse porque es un cristal que duele,
Vibrátil como un vímen (3) y vital.
Diafragmada película de esquema,
Abierta a las imágenes del orbe,
Todo lo trasparenta lo que absorbe,
Púrpura retiniana que se quema…
Como dijo uno; y a propósito de la «prudencia» del irlandés se podría añadir:
Y en la época nuestra deliciosa
El mal oficio tiene menos baza,
Es lo mejor para él quedarse en casa
Y resistir los vuelos de la diosa.
Aunque ya sé que este experimentado
Consejo mío no será seguido,
Y alondra frágil al primer silbido
Seguirá su señuelo iluminado.
La descripción de la Penitenciaría por el hijo de Martín Fierro, tan profundamente sentida, es un rosario de la aurora al lado del cuadro de Wilde. Ni Dante ha conseguido pintar el Horror con esta luz de azufre, el horror interno, la trituración del alma. Pero el poeta triunfa de su horror tomando la mano de Cristo; de otro modo no hubiese podido describirlo sino solamente sufrirlo, o sea sucumbir a él. Solamente con el dolor «superado» es posible hacer poesía.
—Pues ¿quién sabrá por qué camino
Extraño Cristo lo alumbró?…
Decir a los que el patio pisan
Que el Dios Hombre murió por todos
De modo que la palabra final es un pean:
Yet all is well! (4)
Wilde no cede ni al desespero ni al maniqueísmo: una fe loca en el crucificado lo arranca del abismo. Consiguió ver en el horror de la cárcel y a través de él el horror del pecado y de la conciencia manchada, el tema de su Donan Gray; y el que alcanza a ver el pecado como pecado, está salvo:
Yo no sé si las leyes están bien
O si las leyes están mal.
Lo que sabemos los del calabozo
Es que el murallón es fatal
Y que cada día es como un año
Con largos días sin final
Yo sólo sé que cada ley
Que el hombre contra el hombre crea
Des que el primer hombre a su hermano
Mató y abrió la patulea,
Guarda la paja y tira el grano
Como una trilladora fea.
Y también sé y era cordura
Lo supiera todo el que piensa
Que cada cárcel que hace el hombre
La hace con piedras de vergüenza
Y tranca porque Cristo no vea
Cómo el hombre a su hermano prensa.
La guerra del artista y el puritanismo británico ha continuado, como es sabido; David H. Lawrence, James Joyce, Shaw, para recordar sólo a los herejes; pero es una guerra infructuosa de ambas partes. Al fariseísmo sólo puede desafiar el mártir.
Wilde no fue un santo, pero quizá haya sido una especie de proyecto de mártir. Lo cierto es que a él lo liquidaron los fariseos y que no lo hubiesen hecho si no hubieran olido en el fondo de su obra diletantesca una mística; y no la mística calvinista.
La gracia de Dios que hoy día, cortados sus cauces naturales, funciona según dicen en forma subterránea y de una manera medio salvaje —según dijo Jesús que «funciona» el Espíritu que Ubi-Vult-Spirat (6) – puede ser que haya insuflado al poeta un gran odio al fariseísmo, que siendo él irlandés tenía que volverse pelea.
Y en esa pelea, según podemos píamente presumir, Óscar O’Flahartie Wills Wilde Melmoth finó como artista y comenzó como hombre, es decir, como alma — como «alma en pena».
A su muerte solamente puso él su genio en su vida, quiero decir en su muerte: realizó su última paradoja, que hacia espeluznar al Cardenal Verde, la paradoja del Sodomita Santo.
El clavel verde se cerró y explotó después definitivamente en rosa roja.
P. Leonardo Castellani
Notas
- El 11 de diciembre de 1948 Castellani anota en un cuaderno: «He acabado como Óscar Wilde con La Balada de la Cárcel de Reading y el De Profundis.»
- «Moral cerrada es la que pone todo o el mayor peso en lo exterior y descuida lo interior. El ejemplo típico es el de los Fariseos, a los cuáles dijo Cristo: ‘No lo que entra en el hombre mancha al hombre (refiriéndose a los alimentos prohibidos de los judíos) sino lo que sale del hombre; porque del corazón del hombre salen los malos pensamientos, los odios, las mentiras, los adulterios, las venganzas. ¿Por qué ponéis tanto empeño en limpiar las afueras del vaso cuando lo interior está lleno de inmundicia? Limpiad primero lo interior y después lo exterior se limpiará solo.’ «No penséis que eso se ha acabado: la moral puritana en Inglaterra, la moral jansenista en Francia, la moral de Kant y la moral laica, fueron (y son) morales cerradas; y eso existe también entre católicos; existen gentes de moral cerrada, cuyas normas tiran más a lo correcto, a lo irreprochable, a los convencionalismos incluso, que a la caridad y a la verdad. O sea, es la Moral de la Ley, que decía San Pablo, no la moral de la pureza de corazón y la caridad.» (Castellani, Prédicas II, Epifanía).
- Mimbre.
- Y sin embargo todo está bien.
- En Wodehouse (Nueva Crítiva Literaria), Castellani opina que el intento de mandar a la horca al gran escritor P. G. Wodehoust’ fue un nuevo episodio de la guerra del artista y el puritanismo británico.
- Sopla donde quiere (Juan 3, 8).