Camino de Emaús – Narración literaria

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Camino de Emaús es uno de los capítulos del libro de Antonio Orozco-Delclós, Resurrección (Rialp, Madrid 1970, agotado). El autor finge estar presente en el diálogo entre Jesús y los dos discípulos que en la tarde del Día de la Resurrección mantuvieron camino de Emaús. Éstos no tienen hasta el final noticia del hecho de la resurrección, por eso no se ha podido dar aún una explicación completa, ni siquiera resumida, del misterio pascual.

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Camino de Emaús

Mientras el sol, lejano, trata de ocultarse un día más, abandonando el límpido cielo para descansar tranquilo más allá de las lomas, la incredulidad, la tristeza, el temor, la angustia abandonan ya nuestra alma, descansándola. El sentimiento es ahora el de los niños, que, perplejos y asombrados, contemplan con avidez las nuevas maravillas que se muestran por primera vez a sus ojos, pequeños y torpes para captar los matices de las cosas. Es la esperanza que regresa cuando -perdida la fe- se va atisbando otra vez el sentido positivo de la realidad. Y aunque la luz no se halle en el cenit todavía y proyecte perfiladas sombras sobre todas las cosas, hay luz, y con ella, el relieve, la profundidad y la altura, color y calor y vida en el propio mundo. Se hace preciso en estos momentos en que nuevas perspectivas se nos manifiestan, abrir bien los ojos, guardando el cuidado de no cerrarlos, porque son de Dios aquellas luces -premio a la buena voluntad y deseos sinceros de ver- y podrían apagarse para siempre si las despreciáramos. Se hace menester, por tanto, asombrarse del mundo que aparece y preguntar -como los niños- el qué y el porqué de lo inmediato.

Qué es el hombre. Cuál es su fin. Qué debe hacer para conseguirlo. Quién es Dios. Qué tengo que ver yo con Él. Las preguntas así formuladas, con sencillez de corazón y con ánimo sereno, son de fácil y objetiva respuesta.

El hombre es un ser frágil y contingente. Tan pobre que le resulta imposible regalarse un solo cabello. Bastante rico como para superar con un destello de su mente al universo entero. El hombre nace del limo de la tierra, y sin embargo, viene de allá lejos, más lejos de donde brillan las estrellas. Es palabra de Dios pronunciada en la nada. Es nada y es de Dios. Ahí están toda su indigencia y toda su riqueza. Lo que es al hombre la palabra, es el hombre para Dios. Cuando se piensa y pronuncia, es; cuando dejamos de pensarla y decirla, se desvanece en la nada.

El hombre nace, pues, en una convivencia íntima con el Creador, Dios, que es y no puede ser otra cosa que Amor. A ser en el Amor a convivir con el Amor— está llamado el hombre desde el seno de su madre. Amor que le piensa y dice constantemente, y le ama a un tiempo. Si dejara de pensarle y amarle se desvanecería la criatura en la nada. Su destino es, pues, un destino de Amor.

Sin embargo, el hombre renunció a la amorosa convivencia, creyendo que en ello se cifraba su libertad. Y se sumió de este modo en el odio que es la nada. Pero tan impotente es el hombre que ni siquiera es capaz de aniquilarse sin el consentimiento de la Palabra que lo dice. Y la Palabra no calló. Y el Amor siguió amando a escondidas el fruto de su decir. Y se las arregló de tal modo que aquella nada pudiera rectificar y gritar pidiendo socorro. Para lo cual el Amor prestó su Palabra, que descendió a la nada. Muchas nadas no se han unido todavía a aquel Grito, pero el Grito está ya en el aire. Y todas aquellas nadas que en algún momento deseen ser en el Amor podrán unirse al Grito que salva.

¿Cómo podrán unirse, sin embargo, al Grito, si no tienen habla las nadas?

¿Nos revelará nuestro amigo tan misterioso secreto? La noche comienza a invadirlo todo y el añil va tomando un color muy intenso. Llegamos a la aldea y el aún desconocido hace ademán de seguir adelante. Le instamos: «Quédate con nosotros, puesto que ya anochece». Deja convencerse y le invitamos a que siga su discurso en nuestro propio hogar.

Nos enseña que nuestro Padre-Dios ha previsto maravillosamente todas las cosas y que las ha ordenado de tal manera que nada hemos ya de temer. No habrá más temor para quienes no quieran estar solos. Del árbol -viejo en su savia- de la Humanidad ha brotado como por ensalmo un germen de vida nueva. El árbol es una gran familia de noble y vejada estirpe. Es único y con muchedumbre de ramas y frutos con vida propia y personal. Todos bebían hasta ahora de la raíz única que procreó todos los hombres. Y los frutos crecían, en el mejor de los casos, incoloros, insípidos. Pero el nuevo germen, injertándose en el árbol, trajo savia divina de lo Alto para inundar de vida nueva la planta toda. Las hojas, ya marchitas, ocres, reverdecerán y todo el árbol se hará fecundo en frutos sanos, sabrosos, bellos. La savia de la vieja raíz ya no tendrá vigor frente a la enorme vitalidad del nuevo germen, que será ahora la fuente única de toda vida y fuerza que en el árbol se halle.

Quisiéramos saber, pues, cómo es posible que las hojas viejas y agostadas revivan en su frescor original. Y el Amigo nos indica que el nuevo germen es el Amor que baja de lo Alto y quiere nacer de la tierra. Misteriosamente el Amor se hace tierra y en la tierra pone el Amor. Y siendo él mismo Amor y tierra, levanta la tierra hasta el Amor.

Amigo, explícanos la parábola, le rogamos.

Aquel a quien llamábamos Señor y Maestro, es el Amor que se hizo hombre. Siendo Amor vio al hombre en su angustioso bregar y sintió pena. Y estuvieron en él -tal como en el amor vive la vida de lo amado- los hombres, con sus angustias nacidas de flaqueza e iniquidad. Y, movido por el amor, tanto deseó nuestra propia suerte que adoptó para sí la naturaleza humana. Quiso con ella ser en todo igual que nosotros, aunque no pudo dejar de ser inmaculado, purísimo. Pero como era nacido en el seno de la gran familia de los humanos y tenía en sí la más grande dignidad y alteza, pudo erigirse ante el gran Ofendido como nuevo Cabeza de familia, asumiendo la responsabilidad de todos los miembros. De este modo cargando con el pecado, siendo inocente— se presentó ante el Padre Dios, del que recibió la condena que merecía todo el linaje. La muerte del gran Inocente era el precio establecido para la restauración de la vieja estirpe, el grito necesario para el socorro y el perdón de toda la familia. Y el Padre se conmovió al ver que le llegaba de parte de la Humanidad un acto de Amor perfecto. Así hemos sido liberados de aquella condena eterna, ya que todo el linaje se comprendía bajo la sentencia, el castigo y la absolución del Juez. Porque, en cierto modo, todo el linaje todo el árbol, todo el Cuerpo— murió en la Cruz al morir la Cabeza. Nuestro Amigo recaba la atención sobre los misteriosos vínculos que unen a los humanos, hijos de un mismo Padre, configurándolos como una sola cosa, como frutos de un mismo árbol, como miembros de un mismo cuerpo. Lo que afecta a un miembro, y especialmente a la Cabeza, afecta a todo el cuerpo. Y al morir el Cristo, nueva Cabeza del Cuerpo de la Humanidad, morimos también todos los miembros. Si uno ha muerto por todos, luego todos hemos muerto.

Vamos comprendiendo. Si logramos ahora hacernos un solo corazón y una sola alma -sentir, vibrar, sufrir, amar- con el Crucificado, se podrá decir que, de alguna manera, morimos con Él en nuestro corazón y en espíritu. Y el espíritu y el corazón nuestros habrán sido redimidos.

Al Amor, el Amor le compensa la ofensa, y aunque sólo es amor (minúsculo, con minúscula) el dolor nuestro, en unión con el de Aquel que se entregó en la Cruz, consigue llegar a ser Amor redentor. Nos imaginamos a la Sabiduría omnisciente de Dios en su eternidad conociendo, ya en el comienzo de los siglos, a todos los que hasta el término de los tiempos habrán querido unirse de esa manera íntima al Hijo suyo tan amado, ofrecido en holocausto sobre el madero. Y allí en aquel momento y lugar supremos— los habrá visto el Padre procurando imitar al Hijo que dolorosamente moría, y abrazar las mil y una cruces de cada jornada con constante y renovado amor, con una unión progresivamente más lograda con Cristo crucificado, con una conciencia cada vez mas dolorida por el conocimiento de la propia culpa.

Unión, dolor, amor: muerte mística, heroica en la continuidad del sacrificio cotidiano, anticipada sacramental, misteriosamente, por la eternidad y beneplácito divinos en la Cruz soberana del Gólgota; gracias a la dimensión de eternidad del ser humano, espiritual— que lo realiza: estos deben de ser los misteriosos fundamentos de la redención personal, la de cada uno en particular.

Nuestro amigo, hombre sabio, nos habla ahora de un modo maravilloso de unirnos a Jesús, de tomar parte en su sacrificio y alcanzar los frutos que de él se han desprendido. Nos recuerda aquellas palabras pronunciadas en uno de los momentos más entrañables de nuestra vida junto al Maestro: «Este es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Esta es mi Sangre derramada por muchos». «Tomad y comed». Y de nuevo admiramos el misterio de la inagotable vida que se entrega ya antes de ser entregada: el dominio absoluto hasta del tiempo. Nos damos cuenta de que el pan y el vino por las palabras de Jesús, pronunciadas por hombres elegidos, se convertirán en Cuerpo y Sangre que evocaran realísimamente la Humanidad de Cristo padecida, torturada, flagelada, crucificada, agradecida, amorosa, expiadora y suplicante. Al comerla nos haremos ella misma y seremos uno con Cristo. Y este será el modo y no habrá otro. Infinitas gracias y misericordias bajaran a la tierra para los hijos de los hombres a través del Gran sacramento que guardará para siempre, bajo el aspecto de pan y vino, lo acontecido en aquel momento cumbre de la Historia de la Humanidad.

No habrá hombre capaz de alabar o dar gracias o suplicar o reparar a Dios de una manera digna y proporcionada sino a través de la unión con Cristo, en la comunión con su cuerpo y su sangre presentes sobre el ara, bajo las apariencias de pan y vino. Al comer ese Cuerpo y al beber la Sangre alimento de los fuertes y de los débiles que quieran serlo— conseguiremos en nosotros el aumento de Dios. Desde, ahora ya no es otro el fin del hombre sino el de que Dios vaya invadiendo su ser. Hasta suplantar toda la miseria humana y sustituirla por las riquezas de la vida divina. Este es el fin, que no término, ya que el término acaba y el fin es eterno.

Ya no es preciso gritar, lo adivinamos. Tendremos a Dios muy cerca. De corazón a corazón hablaremos con la voz del alma, en intimidad lograda por un Amor infinito que llega a esconderse en apariencias de pan, para que nosotros lleguemos a ser realmente como Dios.

Todo esto es algo muy grande. Y nuestro Amigo nos pide que no caigamos en la incredulidad de aquellos que no creen porque dicen ¡es demasiado!, pues poderoso es Dios para hacer que abundéis en más de lo que pedís o imagináis. No es el de Dios un corazón pequeño y mezquino como el nuestro. No podemos juzgarle con nuestras categorías o medidas. El mundo de la Gracia y de la generosidad divinas no tiene límites. Presentimos que al meternos por caminos de vida cristiana, llegaremos más lejos de lo quo nunca soñábamos. Podremos descubrir las riquezas de los misterios profundos de la Divinidad, comprendiendo con todos los santos cuál es la anchura y longitud y la altura y la profundidad de lo que excede a todo conocimiento humano: la caridad de Cristo, capaz de esconderse, humilde, amorosamente, en el pan y en el vino que ahora nos disponemos a comer y a beber.

En este punto, con los ojos abiertos como lunas, miramos a nuestro personaje que toma el pan que bendice. Absortos escuchábamos la voz llena de autoridad y de fuerza, cálida y penetrante, cuando descubrimos lo que de familiar resultaba en ella, y en la mirada del hombre y en el elegante gesto, discreto y amable, que acompañaba siempre a sus palabras: ies Él! ¡es Jesús de Nazaret! Es increíble, murió y fue sepultado. Pero esta aquí. ¡Oh, Señor, que alegría verte y escucharte aunque sólo fuera un sueño…!

Y al levantarnos con precipitación para postrarnos a los pies del Maestro, y abrazarlos y besarlos, su figura se desvanece, quedando de nuevo solos. Solos, pero no ya con nuestra sola nada sino con la alegría grande que ha abierto el encuentro misterioso con Jesús resucitado. ¿Acaso no ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino y nos descubría el sentido de las Escrituras?…

Habrá que escribir de nuevo esta página; nuevas e intensas luces se han encendido.

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Artículo original en iglesia.org

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