— Mañana comienza el curso otra vez.
— Sí. Se acabó la buena vida…
— Ha sido un verano alucinante, pero no puede acabar así, sin nada que hacer.
— ¿Se te ocurre algo para aprovechar la tarde?…
Juan Pablo y Alejandro —estudiantes de bachillerato desde el pasado año, amigos desde críos y getxotarras de toda la vida— se encontraban en el acantilado de punta Galea reclinados sobre el manillar de sus motos, muy cerca del faro. Allí se habían detenido, justo al borde del acantilado, y, cuando se plantearon qué hacer aquella tarde, llevaban ya un buen rato charlando acerca de los sucesos más sobresalientes de los últimos días. De su conversación se traslucía la típica sensación de nostalgia de quienes comprueban que todo lo bueno pasa, que el tiempo nunca se detiene y que lo vivido jamás vuelve atrás.
— No se me ocurre nada, dijo Juan Pablo con displicencia. Y seguidamente añadió: Voy a echar mucho de menos a Marta.
— Y yo a Nekane.
— Marta vale un riñón y estoy supercolao, tío… ¿Y tú?
— Yo creo que también. Y hasta Navidades no les veremos…
Eran las cuatro de la tarde. El sol lucía esplendente a su izquierda, por encima de los montes de Triano. Soplaba una leve brisa. En toda la bóveda celeste no se veía una sola nube y la mar, adornada por algunos veleros que navegaban plácidamente, se mostraba sosegada y tranquila. Abajo, en la reducida playa que Juan Pablo y Alejandro tenían a sus pies, el agua se limitaba a acariciar la arena, una y otra vez, con un delicado y paciente ir y venir. Tan solo de vez en cuando, el murmullo que producían algunas olas al chocar contra la base del acantilado, alteraba el calmoso silencio que inundaba de paz y de serenidad aquella tarde.
— Tenemos que hacer algo, comentó Juan Pablo.
— ¿Por qué no vamos al cine?
— ¿Al cine? ¿Con la tarde que hace? Si me meto en un sitio cerrao a estas horas, un día como hoy, seguro que me entra la depre.
— La verdad es que a mí tampoco me apetece nada encerrarme…
Las miradas de los dos amigos deambulaban de un lado para otro, a su aire, sin más pretensiones que la de ir cambiando las imágenes que se imprimían momentáneamente en las retinas de sus ojos y, aunque hablaban y hablaban, sus mentes trabajaban al ralentí, como si se mantuvieran en un obligado punto muerto. Y así transcurrieron unos cuantos minutos más hasta que, de pronto, mientras los ojos de Juan Pablo realizaban uno de aquellos movimientos inconscientes, la mirada se le quedó prendada y fija sobre una de las paredes grisáceas del acantilado. Una pared imponente que se alzaba desde el mar hasta la altura a la que ellos se estaban y que terminaba no muy lejos del lugar en el que ellos se encontraban, justo a su derecha. Es una bonita pared. Y se podría subir. No parece difícil, pensó Juan Pablo para sí. Pero no tenemos material aquí y sería una locura intentarlo con esta vestimenta…
— Aleks, ¿qué te parece si subimos esa pared?
— ¿Cuál de ellas?
— Aquella. La que está agrietada. La que tiene multitud de ranuras horizontales y verticales. La que parece que ha sido construida con muchos adoquines.
— Pero es muy vertical y no tenemos botas, ni nada de material. Además, hace mucho calor. El sol tiene que pegar fuerte ahí abajo. Da de plano…
Poco después Juan Pablo y Alejandro arrancaron las motos y a las cinco se encontraban ya de nuevo al borde del acantilado con sus botas de monte, un par de sombreros y una pequeña máquina de fotos, de las de usar y tirar. Luego, tras unir las motos y los cascos con sus respectivos candados, guardaron las llaves con cuidado en lo más hondo de los bolsillos de sus pantalones y se acercaron hasta el mismo borde del acantilado. Allí se quedaron extasiados, en silencio, durante un buen rato. Observando la pared. El aburrimiento y el desencanto habían desaparecido ya del rostro de ambos amigos y en los dos se palpaba ahora un estado de ánimo especial, algo así como una amalgama de sensaciones encontradas. Por una lado, la ilusión por lograr el atrayente objetivo que se habían propuesto y, por otro, un naciente e incómodo nerviosismo que se resistían a aceptar y, menos aún, a reconocer. Pero era evidente que sus corazones latían ahora un poco más deprisa que cuando tomaron la decisión de conquistar la pared.
— Le llamaremos la escalada Parasol. Por la marca de los sombreros, dijo Juan Pablo mientras se ajustaba el suyo.
— Yo me encargo de la máquina. ¿Por dónde llegamos hasta la base de la pared?
— Por ahí hay un sendero que baja hasta la playa.
— Te sigo…
El camino que tomaron serpentea por una zona en la que las rocas se alternan con tramos de barro pisado y con hierba a medio crecer, y por él descendieron con cautela hasta el nivel del mar. Luego, atravesando la playa en diagonal, se dirigieron hacia la base de la pared mientras realizaban comentarios jocosos sobre la acogida que su hazaña tendría entre sus compañeros de clase al día siguiente. No se lo van a creer, decía. Va a ser flipante, tío. Pero, a medida que se acercaban a ella y la iban examinando con mayor detenimiento, se fue instalando en sus espíritus, junto al natural respeto por la escalada que iban a realizar, un molesto y manifiesto recelo. Advirtieron entonces, con especial claridad, que la arena de la playa crujía y se quejaba bajo la suela de sus botas, y que sus cuellos y sus espaldas acusaban ya el poderoso impacto de los rayos del sol.
— No es totalmente vertical, dijo Juan Pablo para animarse. Y desde aquí abajo parece menos alta que desde arriba, aunque impone lo suyo. Yo creo que podemos subirla.
— Espera a que estemos más cerca, porque yo todavía no lo tengo muy claro.
— Podríamos iniciar la escalada por el mismo centro de la pared y tratar de alcanzar el pequeño rellano que se ve hacia la mitad de la subida.
— ¿Y luego? ¿Por dónde seguimos?
— Ya veremos si se puede continuar por la directa. O en diagonal hacia la derecha, por aquellas lajas inclinadas.
— Habrá que ver cómo se encuentra la piedra, porque parece que está bastante suelta.
— Sí. Y es posible que, cuando estemos a media pared, nos tengamos que bajar.
— Eso me temo yo. Y ya sabes tú que bajar suele ser mucho más difícil que subir…
Cuando llegaron a la base miraron hacia arriba con el gesto serio y el ceño fruncido y, durante unos momentos, mientras cada uno estudiaba los detalles de la pared con renovado interés, permanecieron en silencio. Palpaban la roca y escrutaban el murallón de arriba abajo y de derecha a izquierda, siguiendo con su imaginación todas las rutas que les parecían teóricamente practicables. Rutas que no sabían si algún otro ser humano las había diseñado y recorrido antes pero que, en sus jóvenes mentes, aparecían como posibles, como la solución al reto que se habían propuesto aquella última tarde del verano.
La mole de piedra que intentaban subir es imponente vista desde cualquier lugar. Se eleva unos treinta o cuarenta metros por encima de la playa, pero ninguno de los dos amigos se atrevió a manifestar, en aquellos momentos, la profunda turbación que le provocaba el inminente asalto. La parte superior del muro que pretendían trepar la veían lejos, muy lejos, allá arriba, pero fascinante, recortada con nitidez sobre el luminoso y lejano azul del cielo.
— Habrá que decidirse, comentó Juan Pablo, que era quien solía tomar la iniciativa cuando se enfrentaban con situaciones comprometidas.
— Espera un momento, que quiero sacar un par de fotos antes de empezar.
— Saca alguna con el mar al fondo. Para que la línea del horizonte sirva de referencia a la verticalidad de la pared.
— Ponte por ahí y mira hacia donde yo estoy, para que el sol te ilumine la cara…
Alejandro sacó varias fotos y, tras comprobar y comentar que habían quedado chulas, muy chulas, se guardó la cámara en el bolsillo superior de su vieja camisa de monte, se ajustó bien el sombrero y se apretó de nuevo, con fuerza, los cordones de las botas. Después se acercó hasta donde estaba Juan Pablo y comenzaron los dos a subir por la pared con cuidado, despacio. Juan Pablo iba por delante, abriendo la vía. Alejandro por detrás, siguiendo sus presas. Juan Pablo parecía seguro, concentrado en lo que hacía. Alejandro, sin embargo, notó en aquellos momentos una molesta e inquietante sensación a la altura del estómago…
— Las presas no están muy claras y la piedra no es de fiar. Ten cuidado que está muy rota, comentó Juan Pablo en voz alta mientras trepaba y ganaba altura metro a metro.
— Pues sube despacio y asegura bien cada paso. Siempre tres presas seguras.
— Aleks, ten cuidado con los mechones de hierba. Se salen. No te fíes de ninguno de ellos. Coge piedra.
— Debiéramos haber traído una cuerda. Y algunas clavijas para asegurarnos…
Juan Pablo, que se encontraba ya a unos quince metros del suelo, pensaba lo mismo que Alejandro, pero no quiso decírselo. Su ímpetu, su entusiasmo y sus ganas de vivir, le arrastraban con cierta frecuencia a situaciones excesivamente arriesgadas, a situaciones cuyas consecuencias no había previsto y analizado con la suficiente reflexión. Pero era de natural optimista y no gustaba de lamentarse. Era de esas personas a las que les cuesta mucho dar marcha atrás cuando se proponen alcanzar una meta y toman la decisión de llegar hasta ella. Bien es verdad que, aunque a veces pecaba de precipitado, tenía a su favor que era valiente y tenaz, muy tenaz. Y siempre se las ingeniaba para sacarle el máximo partido a las circunstancias en las que se encontraba. No era de los que pierden el tiempo con lamentaciones estériles acerca de lo que podría haber sido o de lo que se podría haber hecho. Además, ya era tarde para volver en busca de una cuerda y unas clavijas.
— Ya estoy llegando a la repisa. Hay sitio para los dos.
— Pues espera ahí quieto que yo quiero descansar antes de seguir.
— Yo ya estoy. Me he puesto de espaldas a la pared… Aleks, el panorama es espectacular… Y tenemos compañía. Hay gente mirando hacia aquí.
— Seguro que alguno pensará que estamos locos.
— Seguro. Sube con cuidado hasta aquí, porque hay mucha piedra suelta.
— Tú quieto. Ya voy…
Alejandro se reunió poco después con Juan Pablo y, tras ponerse también de espaldas a la pared y asentar sus dos pies lo mejor que pudo sobre la pequeña repisa, se limpió, con la manga derecha, las gotas de sudor que corrían por su frente. Luego se puso a mirar hacia la línea del horizonte, intentando relajar las piernas. Después dirigió la vista hacia el camino por el que habían descendido y miró hacia abajo, hacia la playa, con cierta prevención. Entonces pudo comprobar que la altura que habían alcanzado era ya respetable y que, efectivamente, dos grupos de personas se dedicaban a observarles. Cuatro individuos se encontraban situados enfrente, al borde del acantilado —unos cuantos metros por encima de ellos—, y tres más, allá abajo, sobre la misma arena de la playa de donde habían partido. Alejandro no se encontraba nada a gusto en aquella situación, pero como Juan Pablo le sugirió que sacara alguna foto —para la Historia, le dijo— él, con el único fin de satisfacer a su amigo, extrajo con cuidado la cámara de fotos del bolsillo de la camisa y se preparó para sacarlas.
Poco después, tras sacar varias fotos, Alejandro sintió que el sudor le brotaba de nuevo, esta vez con anormal intensidad y por distintas partes del cuerpo. Y que la tensión de sus muslos, en vez de relajarse, iba a más. Advirtió también entonces, con asombro y estupor, que las dos piernas le comenzaron a temblar al unísono, de manera autónoma y de una forma tal que le pareció que no podría controlarlas. Por un momento pasó por su mente la idea de gritar, y de pedir socorro, pero se contuvo y, dirigiéndose a su amigo, le dijo con voz entrecortada:
— Juanpa, estoy acojonado…
— Yo también tengo cierto canguelo, reconoció su amigo… Tenemos un buen patio aquí abajo… Pero no te preocupes que de esta salimos. Seguro que salimos. ¿Cómo ves…
— Nos hemos metido en un buen lío, le interrumpió Alejandro, que continuaba esforzándose por controlar el movimiento involuntario de sus piernas.
— Lo mejor será que nos tranquilicemos, y que busquemos una salida segura…
Juan Pablo se dedicó entonces a intentar que Alejandro se tranquilizara, y a que recobrara el control de las piernas. Luego, cuando le pareció que la situación de Alejandro había mejorado, se giró de nuevo hacia la pared para dejar de mirar al vacío y para buscar alguna salida a la comprometida situación en la que se encontraban. Desde la nueva postura miró hacia lo alto del acantilado y advirtió con sorpresa que, hacia arriba, la inclinación era mayor aún que la que habían superado desde la base hasta el lugar en el que estaban detenidos.
— La salida por arriba parece posible, pero es bastante arriesgada, comentó entonces Juan Pablo con un tono de voz que pretendía disimular su desazón. La pared se pone casi vertical. ¿Cómo lo ves tú?
— Por abajo la cosa está muy mal. No se ve bien donde habría que poner los pies. Y las presas para las manos son malas, muy malas.
— Yo tampoco veo claro un desplazamiento lateral por mi lado, hacia la derecha, añadió Juan Pablo. ¿Cómo está la pared por tu costado?
— Por la izquierda la pared acaba colgada sobre el mar. Y en la parte de abajo hay rocas. No me gusta nada…
El verano se les había pasado volando a los dos amigos, pero aquellos momentos se les estaban haciendo eternos. La situación en la que se encontraban había provocado que el nivel de adrenalina de sus cuerpos estuviera muy por encima de lo habitual y ello contribuía a que cada instante que pasaba lo percibieran con especial intensidad. A los dos, por primera vez en sus cortas vidas, les pareció que el tiempo reducía, ostensiblemente, su natural ligereza.
— No dejemos que cunda el pánico y vamos a pensar en la mejor salida.
— Ya te he dicho que por abajo está imposible.
— Pues tendremos que salir por arriba.
— Tú verás lo que haces, pero antes de moverte de aquí piénsalo bien…
Juan Pablo miró de nuevo hacia lo alto de la pared. Pensó que ese camino era la mejor salida, la opción menos mala. Quizás la única salida. Pero que tenía que concentrarse al máximo en la operación, porque era evidente que se estaban jugando la vida. Buscó entonces con detenimiento todos los salientes, recovecos y rendijas que ofrecía la pared por encima de su cabeza, hasta los más pequeños. Y, tras repasar, una y otra vez, todas las vías posibles hasta donde alcanzaba su vista, se decidió a subir.
— Aleks, no te muevas todavía. Voy a intentarlo por arriba. Yo te aviso en cuando llegue.
— Vale, tío. Pero ten cuidado.
— Descuida…
Juan Pablo tragó saliva y respiró hondo. Antes de reanudar el ascenso repasó, un par de veces, cada uno de los movimientos que había pensado realizar. Luego se decidió a abandonar la relativa seguridad de la repisa. Poco a poco, palmo a palmo, armonizando manos y pies, como si fuera un autómata, como si fuera un robot programado única y exclusivamente para adherirse a las rocas y escalar, fue ganando altura. Subía en silencio, con todas las neuronas de su joven cerebro dedicadas a sacarle el máximo partido a las posibilidades que le ofrecía la roca para adherirse a ella e ir venciendo a la implacable gravedad. Escrutaba cada saliente, lo palpaba como hace un ciego para reconocer con sus dedos los detalles de un objeto que ha llegado a sus manos, y luego tensaba sus músculos con extrema suavidad, progresivamente, sin realizar ningún movimiento brusco. Y así ascendía. Ascendía sin pensar en otra cosa que no fuera ascender pegado a la roca. Parecía que su cerebro le transmitía en todo momento las instrucciones precisas. Tranquilo. Con seguridad. Sin prisas….
— ¡Juanpa! ¿Cómo te va?, le preguntó Alejandro sin mirar hacia arriba y en un momento en el que Juan Pablo se encontraba atascado, intentando superar un paso especialmente difícil.
— ¡Juanpa! ¿Me oyes?, volvió a gritar Alejandro ante la ausencia de una respuesta de su amigo…
Juan Pablo se esforzó por no distraerse aunque, por un instante, pensó en Alejandro, en lo nervioso que estaría, solo, unos metros más abajo, en la repisa. Aguantará, dijo para sí, Aleks aguantará. Y continuó, sin responderle, concentrado en su delicada labor de superar el complicado paso que le había detenido en su ascenso. Tres presas seguras siempre. Por lo menos tres presas. Y mientras se repetía, una y otra vez, la misma idea, iba cambiando y probando: Los dos pies y la mano derecha. No, no vale… Los dos pies y la izquierda. No, así no puedo, porque aquí no hay ninguna presa… Las dos manos y el pie izquierdo bien asentados y subo un poco el derecho. Tampoco, esa presa para el pie no aguantará…
— ¡Juanpa! ¡Juanpa!, volvió a gritar Alejandro con más fuerza desde la repisa.
— ¿Qué quieres?
— ¿Cómo vas?
— Bien, voy bien. Espera tranquilo, enseguida te explico…
Ánimo, que puedes. Insiste, se dijo Juan Pablo a sí mismo. Y siguió intentándolo con aquella tenacidad inquebrantable que había manifestado desde muy pequeño y que, en buena parte, había heredado de su madre. Unos cuantos metros más abajo, Alejandro se encontraba cada vez más nervioso y ahora, sin la cercanía de su amigo, le era más difícil controlar el temblor de sus piernas. ¿Por qué tardará tanto? ¡Joder! Me estoy cansando…
Juan Pablo insistió una vez más y, tras elegir el movimiento que le pareció más idóneo para superar el atasco en el que se encontraba, levantó su pierna izquierda un par de palmos, presionó con fuerza la puntera de la bota contra una pequeña hendidura, tensó lentamente sus dos largos brazos y, con toda la suavidad de la que fue capaz, retiró su pie derecho del pequeño saliente sobre el que se apoyaba. Poco tiempo después pudo gritar con júbilo y con toda la potencia de sus dos pulmones:
— ¡Aleks! ¡Ya está!… ¡¡Estoy arriba!!… ¿¡¡Alejandro!!?…
Ni sus gritos de alborozo, ni su llamada, encontraron respuesta. Juan Pablo volvió a gritar y se concentró después en escuchar. Pero no oyó nada. Su amigo Alejandro no respondía. Pasaron así unos segundos que se le hicieron interminables y durante los cuales su alborozo había dejando paso a la extrañeza y al temor. Se quedó como en suspenso, con su mente inundada por el desconcierto y la preocupación. Y pensó en lo peor, en que su amigo se había caído. Pero no recordaba haber oído nada: ningún grito, ningún golpe. Antes de asomarse para intentar ver algo, volvió a gritar con fuerza:
— ¡Aleks! ¿Me oyes?…
En aquellos momentos Alejandro no podía responderle. No había sido capaz de esperar a que Juan Pablo terminara su escalada y se había decido a subir por su cuenta. Y, en aquel instante, en aquel preciso instante, se encontraba en el mismo paso, en el mismo delicado paso que, poco antes, había detenido el ascenso de Juan Pablo. Alejandro no podía emplear ni un átomo de atención en contestarle.
— ¡Aleks! ¿Estás ahí?…
Mientras continuaba llamándole, Juan Pablo se acercó reptando hasta el borde del acantilado y, al asomarse, pudo ver a su amigo bloqueado y sudoroso en el mismo lugar que tanto le había hecho sufrir a él. Enseguida se percató de la seriedad de la situación y, concentrándose y reuniendo todos los recursos de que fue capaz para ponerse en la piel de su amigo, le fue diciendo: Tranquilo, Aleks. Puedes hacerlo… Es más fácil de lo que parece… Busca con tu pie izquierdo una pequeña hendidura a unos dos palmos por encima de donde lo tienes. Despacio. No hay prisa… Bien, vas bien. Por ahí… Cuando la tengas, presiona fuerte y carga el peso sobre la puntera. Y cuando tengas el pie bien asentado álzate despacio. Y verás luego una buena presa para la mano, a tu izquierda… Ahora, tensa un poco los brazos y sube el pie derecho medio metro…
Alejandro fue siguiendo, paso a paso, cada una de las indicaciones que le transmitía su amigo. Se fiaba de él. Sabía que Juan Pablo era de los que se tomaba la vida en serio en los momentos importantes. Y fue ascendiendo poco a poco, sin mirar hacia abajo y sin permitir que su mente se detuviera a pensar, ni un solo segundo, en el peligro que corría. Y trepó un metro, y otro, y otro más, hasta que, por fin, llegó al lugar en donde estaba Juan Pablo con el brazo derecho bien extendido y la mano abierta.
— ¡Ánimo, que ya estás!
— ¡Joder, tío! ¡Ha sido fuerte!… ¡Muy fuerte!
— Sí. Ha sido la leche. Respira hondo y recupérate.
— Lo hemos logrado, pero…
Juan Pablo y Alejandro se fundieron entonces en un fuerte y sostenido abrazo. Luego, con las manos de cada uno sobre los hombros del otro, se miraron derechamente a los ojos, resoplaron ostensiblemente un par de veces y se dedicaron a sonreír y a realizar gestos y muecas variados que pretendían resumir, inútilmente, todo lo que habían pasado y sentido juntos en aquella pared. Después se sentaron más arriba, alejados del borde del acantilado, sobre un cercano montículo cubierto de hierba. Necesitaban recuperarse del trance vivido y disfrutar de aquel momento histórico con la mayor tranquilidad y seguridad posibles. Y encendieron un par de pitillos…
La tarde seguía preciosa. El sol aún brillaba en lo alto. Ahora sobre el Serantes. La mar se mantenía tranquila. Cerca del horizonte se divisaba, con toda nitidez, la silueta de un enorme carguero que navegaba plácidamente mostrando al sol su costado de estribor…
— Este final de verano ha sido único, comentó Juan Pablo.
— Demasiado emocionante para mí en su recta final, aseguró Alejandro mirándole sonriente, pero con cierto aire de reproche mientras soltaba al aire una nube de humo.
— Perdona el susto, pero me hacía mucha ilusión subir esta pared.
— La verdad es que nos hemos librado de una buena por muy poco.
— Mi padre suele decir —continuó Juan Pablo— que hay que tener las maletas preparadas, que hay que estar siempre preparado.
— ¿Preparado para qué?, le preguntó Alejandro con extrañeza.
— ¿¡Para qué va a ser!? Para el salto. Para el gran salto final, le contestó su amigo.
— Ah, ya… Algún día tendrá que llegar, pero parece que hoy no era nuestro día.
Entonces, Alejandro, cambiando el tono de su voz, añadió:
— ¡Juanpa! ¡A los jefes ni mú!
— Descuida Aleks, ni mú.
— Y a las tías tampoco.
— Tampoco. Esto queda entre tú y yo.
— ¿Y las fotos? ¿Qué hacemos con las fotos?
— Pásalas a papel y las borramos de la memoria. Luego las guardamos en lugar seguro, para la historia…