Retiro de Adviento: Una esperanza que no muere

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Comenzamos […] un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.

¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).

Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.

Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!

El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.

SS Francisco: Ángelus del I Domingo de Adviento, 1 de diciembre de 2013.

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Retirarse va muy bien. Nos conviene encontrarnos con nosotros mismos. Te propongo un retiro de Adviento. Sí. Cinco días de oración, de reflexión y de crecimiento interior. El tema: UNA ESPERANZA QUE NO MUERE. El Adviento es un tiempo de recordar la esperanza que tenemos. Y esta esperanza se asienta sobre Jesús de Nazaret. No importa si conoces o no a Jesús, si eres mucho o poco creyente. Este retiro es para ti. Seguro que te servirá del algo. Intenta hacerlo.

Lo primero de todo, acomoda en tu casa un rincón de plegaria. ¿Cómo se hace? Pues mira, un ejemplo: busca un espacio tranquilo de tu casa. Un sitio donde puedas estar tú y nadie más (a no ser que quieras hacer el retiro en compañía de otras personas, que también es posible). Pero lo del sitio tranquilo es importante. Prepara una mesita con un mantel. Sobre la mesa una vela blanca gruesa y a su lado una Biblia. En círculo, en torno a la vela gruesa y a la Biblia, coloca cinco velitas más pequeñas. Procura que cuando vayas a hacer la meditación la luz predominante sea la de la vela gruesa. Si necesitas luz eléctrica para leer, intenta que sea muy suave (una lámpara de noche o algo así).

Cada día te indicaré lo que debes hacer. Por supuesto, tú puedes añadir o quitar. Pero sería mejor que añadieras oraciones o, mejor aún, una lectura atenta de la Palabra de Dios. Durante el tiempo de Adviento los libros de los Profetas (sobre todo Isaías, Jeremías y Ezequiel) son muy importantes.

Busca la mejor hora para ti, pero intenta ser fiel a ese momento durante los cinco días. Como si tuvieras una cita muy, muy, importante. Olvídate de la tele, intenta tener tu mente y tu corazón dentro de ti y en búsqueda contemplativa. Aunque estés en tu trabajo, deja que la paz te inunden y que el efecto de tu oración anime todo. Procura el silencio y la quietud interior. A ser posible, esos días, dedica tu ocio al retiro. Juntos caminaremos y juntos veremos algo de la luz de Dios que ilumina en lo más íntimo del corazón. No tengas miedo, déjate seducir por el misterio que hay dentro de ti.

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Día primero

Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:

 Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mí el fuego de tu amor.

Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Isaías, capítulo 64, y lee, tranquilamente, los versículos del 3 al 7. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:

Meditación

Lo esencial es invisible a los ojos, por eso para encontrar lo esencial, lo que de verdad merece la pena, hemos de arriesgarnos a creer y a adentrarnos en nosotros mismos para rescatar lo que de verdad da sentido a todo y lo que de verdad nos hace vibrar hasta el infinito. Y, al arriesgarnos, nos situamos al borde del camino, ese camino por el que aparecerá Él, el que sostiene nuestra esperanza.

Estamos en Adviento. Acabamos de estrenarlo. Adviento significa esperar a alguien que está en camino y a punto de llegar. ¿Quién viene? ¿Cuándo llegará? ¿Qué tiene que ofrecernos?

Dicen algunos que Dios guarda silencio y yo, lo afirmo, digo que Dios no calla. Dios, el Dios vivo, el Dios de la historia, el Dios innombrable y completamente enamorado, habla. Lo que pasa que habla a través de una Palabra ya pronunciada. Y no lo digo yo sólo, sino que también lo afirma la Carta a los Hebreos (1,1-2):

«Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio de los profetas, y lo hizo en distintas ocasiones y de múltiples maneras. Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien trajo el Universo a la existencia».

También es verdad que la Escritura señala que esta Palabra que Dios ha pronunciado, no ha sido escuchada por muchos, aún menos por aquellos que la esperaban. Así dice Jn 1, 1.10-11:

«Cuando todas las cosas comenzaron, ya existía aquel que es la Palabra. Y aquel que es la Palabra vivía junto a Dios y era Dios. En el mundo estaba y, aunque el mundo fue hecho por él, el mundo no le reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron;»

 Sin embargo, hubo quien prestó atención. Hubo quien, inesperadamente, se encontró cara a cara con la Palabra pronunciada por Dios. Y, según Juan (1,12): » a los que le recibieron y creyeron en él les concedió el llegar a ser hijos de Dios». Porque aquellos que escuchan la Palabra definitiva de Dios, pronunciada de una vez para siempre, son testigos de la Verdad y, al acoger la Verdad, que es la revelación del misterio de Dios y de lo humano, han sabido que Jesucristo es el Señor y, al reconocerle, han sido capaces de descubrir el rostro de Dios y han sido capaces de captar el amor inmenso de Dios, que fue capaz de tomar la iniciativa, salir a nuestro encuentro y, dándose a sí mismo como prueba, proponernos el ser hijos suyos, entrando a formar parte de su propio misterio.

La Palabra de Dios sigue viniendo y los que la hemos escuchado percibimos que sigue en camino y se va haciendo cada vez más diáfana, más impresionante, más silenciosa. En la medida en que entramos en el centro de la historia, o sea, en el centro del misterio, en esa medida el silencio es más profundo, los conceptos van perdiendo sentido y toda idolatría, toda mentira, toda limitación, pierde fuerza hasta desaparecer por completo. Pero la única Palabra válida, la única que sigue teniendo sentido, la única que aún puede pronunciarse es Jesucristo mismo. Vivir como Cristo, es vivir como Dios. Vivir como Dios es adecuar nuestra vida a su Palabra, que es Verdad. Porque Jesucristo, que es la Palabra definitiva de Dios, pronunciada de una vez para siempre, Palabra viva, no encadenada, Palabra eficaz, no conceptualizada, Palabra creadora, no desencarnada,… Jesucristo es la Palabra no contradicha de Dios.

La Palabra de Dios llama a la puerta. Lo impresionante de todo es que él ha sido el primero en tomar la iniciativa y por su amor «nos proclama y nos hace hijos suyos» (1Jn 3,1). Y esta Palabra sin vocablos llama insistentemente y pide ser escuchada: «Mira, estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo» (Ap. 3,20). Esta fue la experiencia de Zaqueo: colocarse al borde del camino, por donde pensaba que pasaría Él. Sorprendentemente, fue Jesús quien tomó la iniciativa de querer entrar en su casa y, en medio de las críticas de los que supuestamente estaban con él, se quedó a cenar. Y Jesús se sentó a la mesa de Zaqueo, comió de su pan y bebió de su vino. Zaqueo, aquella noche, quedó seducido por la Palabra que le salió al encuentro y se transformó en un hombre nuevo. Fue también la experiencia de María de Magdala, completamente sumida en la oscuridad, pero ansiosa de salir de su situación. Cuando intuyó que Jesús era la Palabra capaz de iluminar su vida, no tuvo vergüenza de entrar en una casa de alto abolengo, interrumpir la cena y, sin decir nada, ponerse al alcance de la Palabra, y María, habiendo entrado con un corazón lleno de amargura y oscuridad, pero lleno de esperanza, salió con un corazón iluminado y lleno de amor. Sin duda:

La Palabra se hizo carne y habita entre nosotros (Jn 1,14).

Guarda un momento de silencio… Recita esta plegaria:

Plegaria y testimonio 

Anda, pasa.
Pasa, anda,
no tengo más remedio que admitirte.
Tú eres el que viene cuando todos se van.
El que se queda cuando todos se marchan.

El que cuando todo se apaga, se enciende.
El que nunca falta.
Mírame aquí,
sentada en una silla dibujando…


Todos se van, apenas se entretienen.
Haz que me acostumbre a las cosas de abajo.
Dame la salvadora indiferencia,
haz un milagro más,
dame la risa,
¡hazme payaso, Dios, hazme payaso!

(Gloria Fuertes)

Cuando hayas acabado, enciende una de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea solo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:

Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

*  *  *

Día segundo

Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:

Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mí el fuego de tu amor.

Enciende también la velita de ayer.

Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Jeremías, capítulo 31, y lee, tranquilamente, los versículos del 38 al 40. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:

Meditación

Hay un grito enorme en el corazón de todo hombre y mujer, de modo particular en aquellos que buscan intensamente a Dios y aquellos que desean escuchar su Palabra. Juan Tauler, un místico del siglo XIV, que influyó notablemente en San Juan de la Cruz, y cuyo testimonio seguiremos muy de cerca en las meditaciones de cada domingo, formuló muy bien esta pregunta: «¡Oh Dios! ¿En dónde pronuncias tu Palabra?» (sermón del 2º Domingo del tiempo de Navidad). La pregunta del hombre de hoy por Dios, no es más que la traducción actual de la pregunta que se hacía fray Juan Tauler, dos siglos antes de que se la hiciese San Juan de la Cruz. El hombre y la mujer actuales necesitan oír esa Palabra de Dios, están sedientos de ella y, sin embargo, parece que no llega. Los hombres y mujeres de hoy, muchos al menos, se espantan porque experimentan el silencio de Dios y, entonces, se plantean tres posibilidades: olvidarse de Dios y cerrar los oídos; buscar respuestas en otros sitios; o quedarse aguardando, a la vera del camino, en medio de muchas oscuridades.

Dios no guarda silencio. Dios ha hablado de una vez por todas y dijo todo lo que tenía que decir. A quien es capaz de quedarse aguardando, le espera una larga experiencia de desierto y de silencio, pero una espera que conduce al encuentro. Quien es capaz de aguardar, quien es capaz de no moverse del camino, allí por donde pasará el Señor, en el momento más inesperado, cuando piense que el Señor pasará de largo, oirá su Palabra: «Ven, hoy me hospedaré en tu casa» (Lc 19, 5). El que sabe esperar, el que sabe permanecer atento, aún en medio de la noche, aún en medio del frío, de la soledad y del sufrimiento, le será dado escuchar, «cuando un sosegado silencio todo lo envuelva y la noche se encuentre aún en la mitad de su carrera, tu Palabra poderosa fue enviada desde el cielo» (Sb 18,14). Podrá decir, lo que testimonia el libro de Job: «a mí se me ha dicho furtivamente una palabra, mi oído ha percibido su susurro» (Jb 4,12). O lo que decía aliviado el profeta Jeremías (Jr. 15, 16): «Siempre que se presentaba tu Palabra, la devoraba; tu Palabra era para mí un gozo y alegría de mi corazón».

Efectivamente, como dice fray Juan Tauler, allí, en lo recóndito, en el fondo esencial. Allí donde se percibe la frontera de lo humano, allí donde ningún ídolo tiene cabida, donde ninguna imagen tiene consistencia, donde ninguna palabra puede pronunciarse, allí, exactamente allí, donde sólo hay expectación y donde sólo cabe la esperanza, a pesar de las apariencias en contra; allí, de una forma inesperada, Dios actúa y se da en plenitud. Allí donde no hay mediaciones posibles, ni de ídolos, ni de imágenes, ni de conceptos, ni de asideros, ni de intereses, ni de argumentos. Allí, Dios Padre engendra al Hijo, Dios actúa sin imagen ni semejanza pronunciando, de una forma definitiva, su única Palabra.

Hay creyentes, de fe superficial, que insisten en un activismo vacío, aunque tal vez lleno de compensaciones y de éxitos aparentes. Hay cristianos que, en nombre de un Dios que no conocen, son capaces de decir con toda certeza quiénes están en línea con el Evangelio y quiénes no. Hay creyentes que, apoyados en liderazgos humanos, sectarizan el Evangelio y repudian todo lo que no se ajuste a sus esquemas. Hay creyentes que repudian el mundo, que es el soporte del trono de Dios, y defienden un alejamiento de él, alegando que Dios está más allá que acá. Hay creyentes que se entretienen en mil cosas, disfrazados de «progres» y modernos, y descuidan lo esencial. Hay creyentes que, manteniéndose en una mal entendida tradición, por no decir pereza, cierran el paso a la acción del Espíritu de Dios. La crisis que padece la Iglesia, las comunidades cristianas, la familia, nuestros jóvenes,… no nace de la maldad del mundo, un mundo que Dios ha hecho con sus manos y en el cual se revela hasta hacerse hombre. Nace de que muchos cristianos han sustituido la experiencia de Dios disfrazando de cristianismo a los ídolos de nuestro tiempo. Por eso, cuando llega el primer golpe, sucumben y pierden la esperanza. Sólo el hombre y la mujer que ponen su casa sobre roca, a pesar de las tormentas y huracanes a que se enfrentarán, sólo ellos, permanecerán firmes y no sucumbirán. Y la roca es firme, porque la roca es Cristo, la Palabra definitiva de Dios. No se necesitan muchas palabras, sólo una es necesaria y la única importante. Uniéndome a lo que sugiere Juan Tauler, diré que, «lo mejor es callar y dejar que Dios hable aquí y opere dentro».

Guarda un momento de silencio… Recita estas plegarias:

Plegaria y testimonio

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, yo fuera. Por fuera te buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por Ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo ni conmigo. Me retenían lejos las cosas. No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos. Mostraste tu resplandor y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti. Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz.

(San Agustín)

 Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero, ¿dónde se halla esa inaccesible claridad? ¿Quién me conducirá hasta allí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgos te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro… Enséñame a buscarte y muéstrame a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca a menos que Tú me enseñes, y no puedo encontrarte si Tú no te manifiestas. Deseando, te buscaré; te desearé buscando; amando te hallaré; y encontrándote, te amaré.

(San Ambrosio)

Oh, Señor de mi vida, estaré ante Ti cara a cara. Con las manos juntas, oh, Señor de todas las Palabras, estaré ante Ti, cara a cara. Bajo tu gran cielo, en soledad y silencio con humilde corazón, estaré ante Ti, cara a cara. ¿En este mundo laborioso de herramientas y luchas y multitudes con prisa, estaré ante Ti, cara a cara?

(Rabindranath Tagore)

Cuando hayas acabado, enciende otra de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea sólo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:

Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

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Día tercero

Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:

Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma y
enciende en mí el fuego de tu amor. 

Enciende también las dos velitas de ayer.

Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Isaías, capítulo 7, y lee, tranquilamente, los versículos del 10 al 17. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:

Meditación

Aquel que tenga el coraje suficiente de permanecer a la espera, aún en medio de muchas oscuridades, experimentará el gozo de encontrarse, inesperadamente, cara a cara, con el Señor que viene. Aquel que se encuentra cara a cara con Jesús, se encuentra cara a cara, en desnudez, ante la Palabra misma de Dios. Jesús es, efectivamente, la Palabra definitiva de Dios. Otros lo llamarán Sabiduría de Dios. En realidad Palabra y Sabiduría, en su raíz, significan lo mismo: ponerse a la escucha de la Verdad y seguir su camino.

Un gran teólogo de nuestro tiempo, Karl Rahner, ya fallecido, decía que el cristiano del mañana será un místico, es decir, alguien que ha experimentado algo o, de lo contrario, no tendrá nada que decir. Efectivamente, uno de los signos de nuestro tiempo es que hay una incesante búsqueda de Dios, pero no de un Dios filosófico, o de un Dios formulado con definiciones retóricas. Sino que se busca al Dios vivo, al Dios que es. Por eso, más que grandes teorías, más que grandes ejercicios piadosos, más que grandes estructuras, la renovación de la vida cristiana, es decir, la renovación de nuestra esperanza, pasa por la experiencia de Dios. Y esta experiencia de Dios pasa por el encuentro personal con Jesucristo, que es su Palabra, su manifestación humana. La auténtica manifestación humana de Dios. No lo dudes, Jesús viene, está de camino, hemos de salirle al paso, situarnos al borde del camino si queremos encontrarnos con él.

Descubrir a Jesús significa comenzar un itinerario de espera, una espera confiada. Supone ponerse a la escucha, a la escucha de ese susurro del Espíritu de Dios que nos hace percibir el eco de los pasos de Jesús. Jesús viene, está viniendo. La Palabra de Dios se ha pronunciado de una vez para siempre y sigue resonando. Dios no está mudo, sino que ya ha dicho todo lo que tenía que decir. No es que Dios no hable, es que no se le escucha. Por eso, el primer paso para salir al camino de la Vida es ponerse a la escucha, y eso requiere guardar silencio. Y guardar silencio supone entrar en una dimensión de interioridad y de intimidad a la que no estamos acostumbrados y a la que muchos tienen miedo. Guardar silencio requiere todo un proceso.

El silencio supone tomar conciencia de los ruidos y descubrir la sed y la urgencia de la búsqueda de eso esencial que es invisible a los ojos. El silencio supone un ejercicio de interiorización. La interiorización exige, además, darse cuenta de los obstáculos, de los ruidos que nos estorban, de las distracciones que tenemos, de todo aquello que frena este impulso de búsqueda. Pero supone, también, descubrir que aún en medio de esos ruidos y obstáculos, ese eco de la Palabra pronunciada de Dios sigue llegándome, como un susurro lejano, pero ahí está.

Poco a poco, a medida que vaya tomando conciencia de los ruidos y obstáculos, iré siendo capaz de deshacerme de ellos. A veces no podré yo solo, y necesitaré la ayuda de otros que ya hayan emprendido la búsqueda. Por eso es tan importante la comunidad cristiana y los distintos ministerios y carismas que el Señor ha depositado en ella. Hay hermanos y hermanas capacitados por Dios para discernir los signos de los tiempos y las dificultades del corazón. Son los profetas. Hay hermanos y hermanas capaces de intuir la acción de Dios en la vida de cada uno. Hay hermanas y hermanos capaces de guiar y conducir, orientar, sanar y reconciliar y aglutinar la comunidad entorno al Señor que se celebra: son los moderadores de la comunidad. Hay hermanas y hermanos que han optado por un seguimiento más estrecho y por un esfuerzo más exclusivo por adentrarse en esa interioridad y descubrir lo que Dios dice: son los religiosos. Hay hermanas y hermanos que son capaces de acercarse a las fronteras del dolor y de la muerte para llevar un poco de paz y de vida: son los que se esfuerzan en los actos de amor al prójimo. Hay hermanas y hermanos que saber darse y compartir la vida por amor y construir una comunidad de amor: son los esposos… Poco a poco, a medida que vamos yendo hacia la profundidad, vamos descubriendo su impresionante atractivo.

El silencio es el ámbito privilegiado del encuentro con Dios. Nuestra fe es débil porque no ha experimentado al Señor, no se ha encontrado cara a cara con Jesucristo. Nuestra confianza se fortalece en la medida en que, desde el silencio del corazón, percibimos los ecos de sus pasos que vienen hacia nosotros. El Señor viene, ya se acerca. La Palabra de Dios va haciéndose cada vez más audible, en la medida en que silenciamos nuestras voces sin sentido.

Esperar al borde del camino, confiando en el alba. Esperar significa salir a la intemperie y a una situación de provisionalidad. Esperar significa aguardar, a pesar de las apariencias en contra. Él ya está de camino, ya se acerca… ¿no oís sus pasos en la lejanía? ¿No sentís el soplo de su aliento, como una suave brisa?

Esperar significa adentrarse en la noche y, tal vez, distanciarse de los otros que prefieren seguir caminando sin rumbo, porque la espera les aturde y les aburre. La experiencia de Dios no está rodeada de milagrismos extáticos, sino de una consciencia madura y valiente de la propia pobreza y de la propia oscuridad. El que espera tiene la confianza de que llegará el momento del encuentro y, a partir de entonces, todo será nuevo, todo será definitivo, todo será diferente. El que espera abre su corazón a una plegaria de confianza que no tiene muchas palabras, sólo silencios, sólo esperas. Esperar, salir al camino, y, como Zaqueo, subirse a un árbol, si es necesario, y quedarse quieto, hasta que él pase, hasta que él descubra mi espera, hasta que él, la Palabra única y verdadera, decida quedarse en mi casa y compartir mi mesa.

Guarda un momento de silencio… Recita pausadamente y con entonación, esta plegaria:

Plegaria y testimonio

Hasta que llegue el alba
te aguardaré impaciente
entonando himnos de alabanza.

Hasta que llegue el alba
estaré en vilo, vigilante,
para percibir los ecos de tu mensaje.

Hasta que llegue el alba,
apoyado a la puerta de mi casa,
soñaré que te detienes y me hablas.

Hasta que llegue el alba,
aún en medio de la noche,
dejaré encendida mi lámpara.

Hasta que llegue el alba
permanecerá firme mi esperanza
de contemplarte cara a cara.

Hasta que llegue el alba,
aunque el temor me ronde,
invocaré sin cesar tu nombre:
hasta que llegue el alba.

Hasta que el alba asome,
y aunque la espera se prolongue,
yo seguiré aguardando tu llegada:
hasta que llegue el alba.

Cuando hayas acabado, enciende otra de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea solo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:

Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

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Día cuarto

Podemos hacer que este día coincida con el día de Nuestra señora de Guadalupe, 12 de diciembre (al final del este apunte del retiro encontramos para este día  las oraciones a nuestra Madre).

Hoy necesitarás papel y bolígrafo. Una vez lo hayas preparado, colócalo cerca de ti y prepárate para el retiro de hoy. Enciende la vela gruesa. Y recita esta oración:

Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mí el fuego de tu amor.

Enciende también las tres velitas de ayer.

Acomódate. Coge la Biblia y ábrela por el libro de Isaías, capítulo 9, y lee, tranquilamente, los versículos del 1 al 6. Coloca la Biblia abierta por el pasaje que has leído sobre la mesa. Guarda un momento de silencio… Ahora lee despacio esta meditación:

Meditación

Pero la experiencia de Dios tiene varias etapas. Todos los grandes místicos lo dicen. Y si ellos, grandes buscadores de la Palabra, lo diceN, debe ser cierto. En este proceso hay una acción del Dios que viene, misteriosa, pero eficaz.

Recogiendo el testimonio, hecho predicación, de Juan Tauler, a propósito del salmo 42 («como busca la cierva corrientes de agua viva, así mi alma te busca a ti, Dios mío»), y de Jn 7,37 («Si alguno tiene sed venga a mi, y beba»), decía más o menos lo siguiente: La sed de Dios va acompañada de un sentimiento de hastío, de impotencia y de cierta desgana. Incluso, después de una fuerte experiencia llena de euforia, porque da la impresión de que se palpa a Dios, suele darse una situación de hastío, de asco, de sequedad, de profunda duda y de unas ganas tremendas de mandarlo todo a la porra. Juan Tauler describe esto con una imagen teatral: «Algunos no pueden contener el fervor y el corazón sufre la herida de amor. ¡Tan fuertes e intensas son las maravillas de Dios! Pero Dios, moderador de las cosas, viendo que alguno excesivamente atraído por sus gracias se aficiona demasiado, procede con ellos como buen y prudente padre de familia, que tiene en casa abundancia de vinos generosos. Terminado el banquete, se levanta de la mesa, deja el vino y se retira un poco a descansar. Sus hijos, entre tanto, bajan a la bodega y beben de aquel vino hasta embriagarse. Al levantarse el padre se da cuenta y prepara todo tipo de utensilios para devolverlos a la serenidad. Todo lo que hace el padre es para que se acabe la embriaguez«. De este modo, la experiencia de sequedad y hastío devuelve la sobriedad, y la experiencia de Dios se encarrila, no por cauces de sentimentalismos eufóricos y, en cierto modo, enfermizos, sino por la vía de la madurez y del progreso correcto de la persona en su experiencia de Dios. Así, poco a poco, nos vamos disponiendo al encuentro y vamos despojándonos de todo lo que estorba, de todo lo que puede desvirtuar la Palabra de Dios, de todo lo que puede impedir que cuando pase delante de nosotros no nos reconozca y pase de largo.

Cuando habla del encuentro con Dios, Juan Tauler no duda en decir que, quien se adentra en el misterio de la contemplación y empieza a percibir al Dios que buscaba, al Dios vivo, se da cuenta de que ha estado buscando a Dios muy lejos y dando muchos rodeos. El encuentro con Dios introduce en una dimensión inesperada y difícil de describir. El encuentro con el Dios que habla definitivamente, cuya Palabra escuchamos de una manera nueva, produce un efecto curioso: da la impresión de que la multiplicidad desaparece, de que todos los ruidos y obstáculos se desvanecen y nos adentramos en una experiencia de unidad y armonía. Aún así, en esta percepción novedosa de la presencia del Dios que viene a nuestro encuentro, hay tinieblas y la certeza de no haber conseguido plenamente verle cara a cara. Pero la luz que percibimos de su presencia en nuestras vidas, de su comunicación con nosotros, esa luz es esencial, si bien sigue siendo invisible a los ojos. Nos encontramos como aquel caminante cansado que llega a la fuente y se sienta a reposar y se deleita tan sólo con el hecho de estar allí y beber del agua que le restablece la vida.

El mismo Juan Tauler, hablando de su propia experiencia exclama, como sin poder contenerse: «¡Oh fuente cristalina de aguas dulces, transparentes, frescas, como son los manantiales antes de correr al calor de los aires y del sol! Cuán delicioso es beber de este agua manantial. ¿Quién lo podrá expresar? Querría beber a boca llena, hundido hasta la garganta, pero en vano aquí me esfuerzo, mientras espero. Entre tanto, me sumerjo en el abismo de la divinidad y allí me fundo, como las aguas se filtran en la tierra».

El Señor viene, la Palabra única pronunciada por Dios, Jesucristo, está de camino. Viene cada día, cada noche, cada tarde, en el momento más inesperado. Sólo el que sabe esperar tendrá el privilegio de encontrarse con Él. No conocemos su rostro, ni, como los discípulos de Emaús, sabemos muy bien de dónde viene y hacia donde va, ni cómo se presentará. Pero para el que se afirma en la confianza del Dios que ha pronunciado una Palabra definitiva, la espera es de por sí toda una experiencia de bienaventuranza, de alegría, de transfiguración.

La esperanza, decía otro contemplativo del siglo XIII, llamado fr. Tomás de Aquino, es el deseo de ver la Verdad, de ver, con nuestros propios ojos a aquel que nos sostiene, a aquel al que buscamos. La fe nos prepara a ver aquello que no percibimos, decía otro gran buscador de Dios llamado Agustín de Hipona. Y es la confianza de esa luz lejana e incompleta que percibimos, la que nos hace permanecer a la espera.

La oración es la mejor manera de mantenernos al borde del camino. Confiando que la Palabra pronunciada por Dios nos sea regalada. La oración nos prepara y nos alienta y abre el camino para que el que está viniendo se detenga ante nosotros y quiera quedarse en nuestra compañía. La oración no está hecha de palabrería ni erudición, sino de silencios y de escuchas llenas de confianza.

El Señor está viniendo, lo sentimos, lo necesitamos, lo percibimos… Él viene. Salgamos al borde del camino, esperemos a que él pase y se detenga. Quien permanezca fiel en la búsqueda y no se aleje del borde del camino, quien aliente con la plegaria el deseo de este amor infinito, quien mire al horizonte con confianza y no se aparte del camino, ése, sin duda, verá colmada su esperanza.

Ser cristiano es ponerse a la escucha de la Palabra definitiva de Dios, es salir a la intemperie, situarse al borde del camino, esperar a que pase el que viene. Ser cristiano es encontrarse con Jesucristo y Jesucristo es el Señor.

Guarda un momento de silencio… Lee este testimonio:

Plegaria y testimonio

¿Quién es Jesús para mí? ¡Respuesta imposible! Es grata, sin embargo la alegría de repetir lo que en ocasiones tan diversas nunca cesó de surgir en mí: Jesucristo fue desde el principio y sigue siendo un «ambiente». Es un «ambiente» hallado en todas partes, en las miserias y en las fiestas, en el campamento y en los talleres. Estoy seguro que no procedía de mí, de que no era yo el que lo creaba. Veo a Jesucristo vivo y lo identifico, activo y oculto en los caminos y en cada ambiente de fraternidad. La seguridad que ahora me une a Él se ha forjado en la dura esperanza y en la amable amistad de innumerables hermanos. Jesucristo es una «clave», la única coherencia de lo que, fuera de Él, se dispersa en todas direcciones. Sin Él, el pobre y el inocente están perdidos. Y la historia está también perdida. No sé cómo, pero con Él se iluminan las desdichas lo mismo que si las bañara un sol oculto. Rescata a los inocentes y los alivia; rescata, asimismo, como a través del fuego, a los verdugos, que somos todos nosotros. Para mí, Jesucristo es una sed, un clamor. El grito que lanzó un día sobre la cruz y que nada podrá extinguir. Lo oigo día y noche, grito del hombre moribundo, el clamor de los pueblos masacrados, del inocente atropellado. Esto significa que Jesús me llama y que yo lo llamo. No abrigo la menor duda de ello. Y estoy seguro también de que Jesús no necesita ser identificado para ser reconocido y para reconocernos. Jesucristo es como la sirena de incendio que en la noche nos lanza fuera de la cama y nos hace correr, jadeante, hacia los siniestrados. Jesucristo, para mí, es nuestro lazo de unión.

(Joseph Robert, sacerdote obrero)

Ahora, coge papel y bolígrafo. Intenta expresar lo que Jesús significa para ti y por qué depositas en Él tu esperanza. Anota las dificultades o los avances. Intenta descubrir dónde encuentras tú habitualmente a Jesús. Y qué estás dispuesto a hacer para mejorar tu relación con Él.

Cuando hayas acabado, enciende otra de las velitas pequeñas. Acomódate bien, coloca tus manos abiertas hacia el cielo sobre tus rodillas y guarda un buen rato de silencio, dejando que tu mente recoja alguna idea clave de las que has recibido hoy. No fuerces nada. Deja que surja. Cuando surja algo (aunque sea solo el silencio) deja que tu alma se recree. Cuando ya notes que te cansas o que debas dejar la oración, extiende tus manos en cruz y recita esta plegaria:

Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.

*  *  *

Día quinto

Encuentro con Jesús

Hasta aquí, has meditado sobre el Verbo Encarnado. Y has descubierto, seguramente, que Jesús tiene mucho que aportarte. Te propongo ahora un autoejercicio de contemplación, sumamente útil, si te lo tomas en serio y con calma. Es un ejercicio de meditación. Sigue las instrucciones y todo irá bien.

Enciende, por este orden, la vela gruesa, y mientras recitas la oración, una por una las otras velas pequeñas:

Ven Espíritu divino, ilumina las entrañas de mi alma
y enciende en mi el fuego de tu amor.

Guarda un momento de silencio e intenta repasar las grandes ideas que te hayan impactado en estos días de retiro.

Ahora, colócate en una postura cómoda. Intenta concentrar tu mente. Respira hondo. Al inspirar siente cómo el aire penetra en tus pulmones y te infunde vida y paz. Al expirar date cuenta de cómo te liberas de un peso y dejas sitio para el aire nuevo. Acompasa tu respiración, concéntrate bien en ella. Llénate de aire y de vida. Procura fijar tu mirada en un punto concreto. Si te es mejor, cierra los ojos un momento, hasta que te sientas en paz, con la mente en blanco, sin nada en qué pensar. Cuando creas que estás a punto, sigue adelante en el ejercicio, tal y como se te indica aquí. Los puntos suspensivos quieren decir que te detengas y medites hasta que tú veas que debes seguir la meditación que se te propone. Te sugiero que no la interrumpas en un punto y otro, sino que la hagas toda, aunque te dure tiempo. Seguramente descubrirás cosas inauditas y tendrás el deseo de volver a hacer este ejercicio que puedes repetir cuantas veces lo desees. Vamos allá.

Mi relación con Jesucristo es de suprema importancia, porque soy su discípulo… Quiero profundizar en esta relación con él. Quiero conocerle mejor…

Imagino que Él me ha invitado a encontrarme consigo y me está esperando en lo alto de una solitaria montaña… y salgo de inmediato… ¿Qué sentimientos nacen en mi interior cuando pienso que pronto me voy a encontrar con él?…

En la soledad de mi montaña me entretengo en contemplar la llanura que se extiende allá abajo… y, de pronto, tomo conciencia de que Él está ahí, conmigo… ¿De qué manera se me muestra?… ¿Cómo reacciono ante su presencia? …

Le hablo y le hago comentarios sobre nuestra amistad. Primero lo negativo: los sentimientos de duda…, de desconfianza…, temor…, resentimiento… Mi amigo se convierte en una carga cuando me plantea exigencias que no deseo satisfacer; cuando se hace absorbente; cuando me niega lo que deseo o necesito…

Si albergo resentimientos o temores en mi interior, mi relación puede mejorar tomando conciencia de ellos. Así pues, me pregunto si Jesús es una carga; ¿es la clase de amigo cuyas exigencias producen sentimientos de culpabilidad?… ¿Es la clase de amigo que me presiona, que me pide cosas que no estoy dispuesto a hacer?… ¿Es el tipo de amigo que me da miedo, que me inquieta por sus actitudes o exigencias?… ¿Es el tipo de amigo que restringe mi libertad?… Si es así, se lo digo abiertamente… y escucho su respuesta…

Ahora me pregunto ¿qué adjetivos definirían mejor nuestra amistad? Puede ser que sean negativos, ambiguos e incluso contradictorios… pero si responden a la realidad me ayudarán a profundizar en la relación. Me pongo en diálogo con Él y decidimos qué imágenes simbolizan mejor nuestra amistad…

Pasamos del presente al pasado. Pienso en lo que Jesucristo ha significado para mí en mi niñez… y en las diferentes etapas de mi crecimiento como persona humana… Pienso en los altibajos por los que ha pasado nuestra relación….

Pero una relación de amistad y encuentro exige algo más: exige que yo ponga en claro mis expectativas con respecto al otro. Intento pensar qué es lo que espero de Jesús de Nazaret… Qué deseo de Él…. Qué me gustaría que Él hiciese por mí…. Se lo digo abiertamente… También le pregunto lo que Él espera de mí…

El tiempo se va agotando… Él tiene que marcharse pero, antes, nos miramos y nos preguntamos por el futuro… ¿Qué clase de futuro deseamos que tenga nuestra relación?… ¿Estoy dispuesto a mantener nuestra relación?… ¿Lo está Él?… ¿Qué podemos hacer al respecto?…

Poco a poco su presencia se desvanece… y me quedo un tiempo solo en la montaña…. Durante unos instantes saboreo el encuentro y compruebo mi estado de ánimo… ¿Cómo me siento después del Encuentro con Jesús?… ¿Qué sentimientos noto?… ¿Corren por mi cabeza mil ideas e imágenes desordenadas o, por el contrario, tengo una sensación de paz y de silencio?…

Comienzo a bajar de la montaña. Noto mis pies pesados, como sin ganas de irme, pero he de volver al camino de la vida… Allí en la realidad de mi vida humana me encontraré muchas veces con Jesús… Me pregunto: ¿seré capaz de reconocerle, de dialogar con él?… Me hago el propósito de que subiré a la montaña a menudo para seguir charlando amistosamente… Mientras tanto, surge dentro de mi una cancioncilla…

JESÚS ES LA VERDAD Y EL CAMINO, LA LUZ QUE ILUMINA MI DESTINO

Mientras vas volviendo a la normalidad, no dejes de retener en tu mente la imagen de Jesús y ora…

*  *  *

Día 12 de diciembre, Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de las Américas y Filipinas

Los que vivimos en Latinoamérica pedimos que nos ayuden en la oración, para que la violencia reinante en todos nuestros países, sean aplacados por la gracia de Dios.

Finalizada la práctica del retiro, una vez que hayas rezado el Padrenuestro elevemos nuestras oraciones a  María. Siguiendo el estilo del triduo sin rosario, ya que hemos hecho nuestra meditación.

Himno

Ayer, Alba  en el alba, subiste presurosa

Por servir a tu prima, cual sierva ante los siervos.

Hoy a México bajas, cual Rosa misteriosa

Para anunciar al indio que en sus ratos acervos.

Jamás estará solo; porque jamás, oh Madre,

Has sido en nuestra historia cobarde subterfugio;

Porque tu eres la esclava ante el Hijo del Padre:

¡Tú el regazo y el puente; tu defensa y refugio!

Eres cifra y compendio de nuestra patria suave;

Eres signo y substancia de nuestra nueva raza;

Eres lámpara y  cuna, eres báculo y ave,

Eres vínculo y nudo, eres tilma y casa.

Por tus manos  en hueco, patena de ternura,

Consagrados al Padre de todos los consuelos,

Por el Hijo, en la llama quemaste la amargura

Del sudor hecho lágrimas y el júbilo hecho anhelos. Amén.

Preces

Alabemos a Dios Padre todo Poderoso, el creador por quien se vive, y digámosle:

Señor, por quien vivimos, escucha nuestras plegarias.

Bendito seas, Señor del universo, que en tu inmensidad nos enviaste a la Madre de tu Hijo,

—para llamarnos a la fe y hacernos ingresar a tu santo pueblo.

Te bendecimos, Señor, porque ocultaste tu mensaje a los sabios y prudentes según el mundo

—y lo revelaste a los pequeños, a los que son tenidos por insignificante y despreciables

concédenos ser, como Juan Diego, embajadores tuyos muy dignos de confianza,

—que llevemos a todos los hombres y a todas las naciones tu mensaje de amor y de paz.

Tú que, con la presencia de María, haces brillar los riscos como perlas y las espinas como el oro,

—haz que el amor de la Santísima Virgen María nos transforme en otros Cristos.

Haz que, como Juan Diego, seamos siempre fieles al culto divino y a tus mandatos,

—para que merezcamos, también nosotros, que la Virgen María nos salga al paso en el camino de nuestra vida.

Una intención particular

—Señor por quien vivimos, escucha nuestras plegarias

AVEMARÍA…

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