Nuestra Señora de Aránzazu

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A 50 kilómetros de Vitoria por carretera, escondido en las estribaciones fragosas que separan a las dos provincias hermanas de Guipúzcoa y Alava, se halla situado el célebre santuario mariano de Nuestra Señora de Aránzazu, patrona de Guipúzcoa. El lector que quiera conocer con más exactitud su emplazamiento geográfico no tiene más que trazar sobre el mapa una circunferencia que atraviese las localidades alavesas de Salvatierra y Araya, las navarras de Ciordia y Alsasua, y las guipuzcoanas de Cegama, Legazpia, Oñate, Mondragón y Salinas de Léniz, para venir a cerrarla otra vez en Salvatierra. En el centro aproximadamente de esta circunferencia, en terreno de Guipúzcoa y jurisdicción de la villa de Oñate, se encuentra el santuario de la Virgen de Aránzazu. El escenario es de una orografía impresionante: verdadero dédalo de montañas, peñascales y barrancos. La fábrica del santuario está literalmente colgada al borde del precipicio, cual nido de águilas. Al sur corta el horizonte la ondulante línea de la sierra de Elguea. Al norte y nordeste se prolongan en cadena los macizos de Aloña y del Aizgorri. Entre este último monte y el santuario, a 1.200 metros sobre el nivel del mar, se despliega, a manera de gracioso regazo, la idílica meseta de Urbia, estación prehistórica y zona de pastoreo durante el verano. A pocos kilómetros del santuario discurrían antaño las tres vías o arterias principales por las que Guipúzcoa hacía su comercio con Castilla, a saber: la que pasaba por el túnel natural de San Adrián, muy cerca del punto donde se juntan las tres provincias de Guipúzcoa, Alava y Navarra; la llamada calzada de Calahorra, abierta al socaire del monte de San Juan de Artía, y la del alto de Arlabán, en Salinas de Léniz. Excepto esta última, las otras dos quedaron abandonadas al construirse las modernas carreteras. Mejor dicho, la primera se ha desplazado unos pocos kilómetros al este, y convertida en carretera nacional Irún-Madrid, es la que pasa actualmente por el puerto de Echegárate.

 Para el que quiera conocer los orígenes históricos del santuario de Aránzazu, el informador y guía insustituible es el historiador mondragonés Esteban de Garibay y Zamalloa, que en 1571 publicó en Amberes su monumental Compendio Historial de los reinos de España, dividido en 40 libros. Esta obra es la primera historia general de todos los reinos que integraban la monarquía española. Dieciocho años antes, en 1553, un incendio había reducido a pavesas el monasterio de Aránzazu con todas sus dependencias, salvo la iglesia, y con este desgraciado accidente se destruyeron las Memorias y documentos relativos al principio y fundación, que, sin duda, existirían.

 Garibay es, pues, hoy por hoy, la fuente más antigua que poseemos para conocer los principios de Aránzazu. En su Compendio Historial dedica un capítulo entero a este santuario: el capítulo 25 del libro XVII. Si a primera vista puede parecer un tanto chocante el que en una historia general de España se haga una mención tan detenida de Aránzazu, la extrañeza se disipará al saber que Garibay era natural y vecino de Mondragón, y descendiente de Oñate, villas ambas muy cercanas al santuario y muy vinculadas al mismo, y que un hijo del propio historiador, de nombre Crisóstomo, fue religioso del monasterio de Aránzazu.

 Garibay, pues, al historiar el reinado de Enrique IV de Castilla, informa lo que sigue:

 «En estos tiempos de tanta calamidad y miseria, la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, tuvo por bien de visitar a la región de Cantabria (sabido es que Garibay creía que la antigua Cantabria que tuvo en jaque a las legiones de Augusto estuvo situada en Guipúzcoa) con una santa y devota imagen suya, que por divina providencia apareció en un profundo e inhabitable yermo del término de la villa de Oñate, en las faldas de la grande montaña, llamada Aloya (sic, hoy decimos Aloña), que pasó, de esta manera, según tengo relación cierta de un viejo de ciento siete años, que al tiempo que la santa imagen se halló, era mozo de diez años, y de otros de a noventa y más años. En este año de 1469, uno más o menos, un mozo, que guardaba ganado, llamado Rodrigo de Balzategui, hijo de la casa de Balzátegui, de la vecindad de Uribarri, jurisdicción de la dicha viIla de Oñate, guardando las cabras de su casa en las faldas de la dicha montaña de Aloya, un día sábado, que es dedicado a la Virgen María, descendió por sus vertientes abajo, guiado por la mano de Dios, a lo que piadosamente se debe creer. Cuya inmensa Majestad siendo servido, que dende en adelante, fuese en aquel desierto perpetuamente loado y ensalzado su nombre y el de la Reina de los Angeles, Madre suya y Protectora nuestra, siendo de los fieles cristianos de diversas partes aquel lugar visitado y reverenciado, permitió que a este mozo pastor se le apareciese en aquel profundo sobre un espino verde, una devota imagen de la Virgen María, de pequeña proporción, con la figura de su hijo precioso en los brazos, y una campana, a manera de grande cencerro, al lado. Esto sucedería en tiempo de verano, pues a tal lugar, ajeno de pastos de invierno, llevaba su ganado. De este caso tan impensado, se admiró el pastor, y juzgándolo por cosa de Dios, rezó la Ave María y otras oraciones que sabía, y luego con grande reverencia, cubriendo la santa imagen con ramas y otras cosas, que a mano pudo haber, ya que vino la noche, volvió con el ganado a su casa, Donde refiriendo el caso, y siendo después avisada la villa y regimiento de Oñate, con la justicia concurrió mucha gente del clero y pueblo, guiándolos el pastor, y con harto trabajo, llegados al lugar, hallaron la santa imagen, puesta en el espino verde. Entonces con grande hervor y devoción, hincándose todos de rodillas, dieron muchos loores y gracias al omnipotente Dios, y a la Virgen y Madre suya, porque con tan preciosa joya, y en semejante lugar puesta, que no carecía de grande misterio, los había querido visitar del cielo.»

 Este es el relato que hace Garibay de la misteriosa aparición o hallazgo de una imagen de la Virgen por el pastor Rodrigo de Balzátegui, sobre un espino, árbol que en vasco se llama arantza, de donde parece que vino el llamar a este santuario con el nombre de Aránzazu. Este mismo relato, más o menos exornado con detalles y aditamentos legendarios, ha sido ampliamente cantado y difundido por la poesía popular vasca de carácter oral.

 Cabe preguntarse si es todo historia o si hay mezcla de leyenda en este relato recogido a cien años de distancia de los sucesos. No deja de ser curioso —y ello más bien acredita su historicidad— que Garibay, después de habernos dado esta versión, nos dice que existen también otras variantes del relato. Dice, por ejemplo, que, según otros, la imagen fue hallada por una pastora, llamada María de Datuxtegui, de la misma vecindad de Uribarri, «y otros refieren otras cosas«; pero el concienzudo historiador da como única versión auténtica la arriba transcrita y dice haber sido testificado de ello «por hombres muy viejos y ancianos y fidedignos» «después de mucha diligencia«. Dice también que los primeros religiosos que habitaron el santuario «solían hacer muchas caricias y honra al Rodrigo, como a persona a quien la santa imagen fue revelada«. De hecho, hasta el día de hoy subsiste la casería de Balzátegui en el dicho barrio de Uribarri. Y el sagaz historiador de nuestros días, padre Adrián de Lizarralde, ha hallado entre los papeles del archivo de Oñate dos Rodrigos de Balzátegui, padre e hijo, que en 1489 dieron el uno treinta maravedíes y el otro dos maravedíes para ayudar a la reconstrucción de la rúa nueva de Oñate, que se había incendiado ese año. El primero de dichos Rodrigos muy bien puede ser el afortunado pastor que halló la imagen.

 El momento histórico en que tuvo lugar la misteriosa epifanía de la Virgen de Aránzazu queda harto insinuado con las palabras de Garbay «En estos tiempos de tanta calamidad y miseria». Es de sobra conocido el estado de Castilla, y de España en general, por los años de Enrique IV. Años de anarquía, turbulencias y feroces desórdenes. Eran los últimos coletazos de una nobleza de tipo feudal, levantisca, que se insolentaba ante un rey débil y tenía a la nación en perpetuo desasosiego y luchas intestinas. En las provincias vascongadas hallamos el mismo fenómeno: los llamados parientes mayores, especie de nobleza a imitación de la de Castilla, asolaban el país con sus luchas de banderizos. Con la subida de Isabel al trono de Castilla, todo esto acabará para siempre. Los municipios vascos se unen entre sí para defenderse contra las pretensiones de los caciques y consolidan su autonomía. Unicamente Oñate, feudo del conde de Guevara, conocerá aún, por excepción, una anacrónica prolongación y supervivencia del régimen de vasallaje, que duró hasta el siglo XIX.

 Cuando Garibay escribía, las luchas de bandos que habían ensangrentado el país a fines de la Edad Media ya habían pasado a la historia, pero su recuerdo estaba aún fresco y vivo, y Garibay relata con cierta delectación y morosidad muchos episodios de ellas, pues él mismo pertenecía a una de las más ilustres familias, que había tomado parte activa en aquellas luchas. Y no olvidemos que Ignacio de Loyola, el santo fundador de la Compañía, es otro vástago de aquellas familias rudas y altivas, que tanta guerra dieron con sus turbulencias.

 La manifestación de la Virgen de Aránzazu, coincide, pues, de hecho cronológicamente con la finalización de la luctuosa época de las guerras de bandos y con el inicio de una nueva era de paz y prosperidad bajo el signo de un más auténtico cristianismo. Y por esto, sin duda, la Virgen de Aránzazu ha sido considerada tradicionalmente como la pacificadora de los odios y discordias y el símbolo de la nueva época. El advenimiento de la Andra Mari de Aloña clausura la Edad Media con sus restos de paganismo y su secuela de odios y luchas fratricidas, y abre la puerta a la Edad Moderna, edad de paz, de prosperidad, de un robusto y acendrado cristianismo, la edad, en fin, de las grandes empresas en Europa y ultramar.

 En 1686 el padre Juan de Luzuriaga publicará en México la primera historia de la Virgen de Aránzazu con el pomposo título de Paraninfo celeste. Historia de la mística zarza, milagrosa imagen y prodigioso Santuario de Aránzazu. Cuatro años más tarde, o sea en 1690, la obra se reeditó en San Sebastián. Su autor, que era alavés, había vivido largos años como religioso del santuario. Desplazado luego a México, concentrados y avivados por la lejanía sus recuerdos, escribe y publica allí su historia. En su relación figuran ya muchas estructuras metahistóricas y en todo el libro se respira un pesado ambiente de maravillosismo y alegoría, muy del gusto de la época. Para el padre Luzuriaga es incontestable que la imagen de la Virgen de Aránzazu ha sido hecha por el mismo Dios; si ya no es que a sus palabras se deba dar el valor de un puro género literario. En realidad, la imagen de la Virgen de Aránzazu, según los entendidos, es del siglo XIII, y por su estilo, traza y características entra de lleno en el género de las llamadas imágenes góticas o Andra Maris, que el padre Lizarralde ha descrito conforme al consabido esquema. La Madre aparece sentada en su trono, con atuendo y diadema de Reina; su actitud, un tanto hierática, está dulcificada por la belleza y perfección de sus formas humanas. Sobre su rodilla y mano izquierda descansa el Niño, desnudo, y mucho más toscamente logrado que la Madre. En su mano derecha la Virgen ostenta una bola, que no se sabe si es símbolo del mundo o de la realeza, o una alusión a la manzana del paraíso. La efigie es sumamente diminuta, pues sólo mide 36 centímetros de largo. Otro detalle digno de mención es la materia de que está hecha, ya que la Virgen de Aránzazu es de piedra, cuando todas las otras tallas de alguna antigüedad en la región son de madera. Complemento esencial de la imagen de la Virgen de Aránzazu es la campana, a manera de grande cencerro, con que la halló el pastor. Ambas piezas, la imagen y la campana, se han conservado hasta el presente. Desde el siglo XVII la imagen se presenta a la veneración de los fieles revestida de mantos y telas que en realidad la ocultan y desfiguran su verdadera traza y proporciones reales.

 A todo esto, ya se sabe cuál es la primera pregunta que espontáneamente viene a los labios: ¿Quién puso la imagen en aquel abrupto lugar donde la halló Rodrigo y qué es lo que con ello pretendía? Vana pregunta, para la que no se halla respuesta. Se ha pensado en algún penitente que se habría retirado a aquellas soledades a llevar vida ermitaña y que sería el dueño de la imagen y de la campana, pero todo ello no pasa de ser una pura conjetura. Evidentemente los contemporáneos vieron algo de milagroso o de providencial en las circunstancias que rodearon al misterioso hallazgo. Considerando que era voluntad del cielo que la imagen fuera venerada allí mismo donde se había manifestado, se le construyó una humilde ermita en el lugar, y pronto empezaron a afluir los devotos y peregrinos. De nuevo es Garibay quien tiene la palabra:

 «Las villas más cercanas que este santo lugar tiene, siendo Oñate y Mondragón, no tardaron, unánimes ambos pueblos, en instituir una cofradía. Los benaqueros de Mondragón, que son gentes que por causa de su oficio (que es de sacar debajo de tierra metales de acero y hierro), son diestros en romper peñas y cosas fragosas, comenzaron, siendo ayudados de los tenaceros de la misma villa (que son los que labran el acero), a romper y allanar los caminos. En lo cual, siéndoles grande ayuda los de Oñate, trabajaron tanto, que no pararon hasta hacer senda y camino por toda aquella fragosidad y aspereza, de modo que los peregrinos pudiesen con menos trabajo andar.»

 Muy luego se pensó en traer a Aránzazu una comunidad de religiosos varones, que estuviesen al servicio de la imagen y de los peregrinos. Y vinieron, en efecto, los mercedarios, procedentes de Burceña (Vizcaya). Pero para cuando éstos llegaron había ya en el lugar unas piadosas mujeres o seroras. Y sea que éstas no quisieron ceder sus derechos sobre la ermita y la imagen, sea por otras causas, lo cierto es que los mercedarios abandonaron pronto el lugar. Tras los mercedarios surge, por una especie de generación espontánea, una comunidad de tercerones franciscanos, cuyo jefe, fray Pedro de Arriarán, había pertenecido a la comunidad de mercedarios y se había negado a seguir a éstos en su éxodo. Dicho fray Pedro era hijo de una de las beatas más principales y adictas a la Virgen de Aránzazu, llamada doña Juana de Arrarán. Cuando el cardenal Cisneros acometió la reforma de las Ordenes religiosas de España, y singularmente de la franciscana, los tercerones de Aránzazu se pasaron a los dominicos, y éstos se posesionaron del lugar. Después se siguió un pleito enojoso, que se substanció en la Rota Romana, entre la Orden dominicana y la franciscana, pues esta última reclamaba sus derechos sobre la casa de Aránzazu. El pleito se falló a favor de los franciscanos, quienes se posesionaron definitivamente del lugar en 1514.

 Siete años después subía a Aránzazu el peregrino más ilustre que el santuario ha conocido en su historia casi cinco veces secular: San Ignacio de Loyola. En 1520 los navarros se habían sublevado contra el rey de Castilla, ayudados de los franceses que penetraron en Navarra y coincidiendo con la revuelta de los Comuneros. Iñigo de Loyola voló a prestar sus servicios al rey de Castilla. Pero en la defensa de Pamplona cayó herido y la ciudadela hubo de capitular. Portado sobre parihuelas, el valiente capitán fue trasladado a su casa de Loyola. El itinerario más probable que la comitiva siguió, y que el padre Recondo, S. L, ha descrito en «Razón y Fe» (1956, tomo 153, p.205ss), pasa por el alto de San Juan de Artía, casi rasante con Aránzazu. Desde allí el enfermo pudo divisar, al entrar de Alava en su tierra nativa de Guipúzcoa, el aún reciente santuario, que ya gozaba de relativa celebridad en la región.

 Después de pasar largos meses en Loyola luchando entre la vida y la muerte, Iñigo es visitado por la gracia y decide trocar el servicio del rey temporal por otro más alto servicio a un más alto Rey. Y su primera salida de Loyola es para subir a postrarse a los pies de la Virgen de Aránzazu, ante cuya imagen veló una noche y probablemente hizo su voto de castidad. Después traspuso nuevamente el alto de San Juan de Artía y se dirigió a Navarrete a despedirse del duque de Nájera. De aquí se encaminó a Montserrat y a Manresa. La visita de San Ignacio a la Virgen de Aránzazu fue a principios de 1522. De ella habla el propio fundador de la Compañía en una carta dirigida a San Francisco de Borja y fechada en Roma en 1554.

 No vamos a seguir narrando las vicisitudes ulteriores del santuario mariano de Aránzazu: su vinculación con personajes célebres de Guipúzcoa, como Legazpi, el conquistador de las Filipinas; Elcano, primero que realizó el viaje de circunnavegación a través del globo; el almirante Oquendo, etc. Aunque el santuario de Aránzazu se halla metido tierra adentro, alejado de la costa, ya Garibay hacía notar que los más devotos de esta Virgen y los que más experimentan su protección eran los mareantes. Nada diremos tampoco del arraigo de la devoción a esta Virgen en toda la región vasco-navarra y su irradiación en ultramar. Ni de los tres incendios generales que el santuario ha padecido, uno en el siglo XVI, otro en el XVII y otro en el XIX, seguido este último de la exclaustración y supresión de los religiosos en España. Iniciada la restauración en el último cuarto del siglo pasado, a poco fue la Virgen de Aránzazu coronada canónicamente (1886), y en 1913 declarada Patrona de Guipúzcoa. Actualmente Aránzazu es el convento principal que posee la provincia franciscana de Cantabria, el lugar donde ella tiene instalado su Estudio de Teología y su Escuela Seráfica, vivero en que se forman las vocaciones franciscanas y plantel de futuros misioneros, que desde aquí parten a todos los territorios encomendados a dicha provincia: a Cuba, Paraguay, Uruguay, Argentina, Bolivia y —desde que el comunismo cerró las puertas de China— también al Japón.

 Para el pueblo fiel, Aránzazu sigue siendo lo que siempre fue: un lugar de peregrinación, un centro espiritual, adonde acude a renovarse espiritualmente mediante la recepción fructuosa de los sacramentos, de penitencia y comunión y la intensificación de su piedad mariana. En consonancia con esta finalidad de renovación espiritual, funciona desde hace algunos años una casa de ejercicios espirituales, por la que desfila toda clase de personas. En 1951 se inició la edificación de una nueva basílica, más capaz y más apta para las actuales necesidades. Esta valiente y austera construcción es obra de los señores arquitectos Saiz Oiza y Laorga, cuyo proyecto fue premiado en concurso nacional de Arquitectura previamente convocado al efecto. A la hora que esto se escribe la nueva basílica se halla ya concluida en su parte arquitectónica y habilitada al culto pero su decoración artística de pintura y escultura está aún por realizarse.

 En resumen, Aránzazu es un caso más, una cuenta del larguísimo e interminable rosario de santuarios marianos diseminados por toda la extensión de la cristiandad. Y ¿qué son los santuarios marianos, si atendemos a su sentido profundo? Otras tantas muestras fehacientes de que María no olvida la encomienda sagrada que le diera el Redentor, Desde que Jesús, moribundo, le dirigiera aquellas misteriosas palabras: He ahí a tu hijo, una llama inextinguible de amor materno hacia el género humano arde en sus entrañas, y nunca, a lo largo de todos los siglos y en todas las latitudes, ha cesado Ella de cumplir su misión de venir en ayuda del hombre caído para guiarle al logro de su destino eterno.

 LUIS DE VILLASANTE, O. F. M.

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