San Pedro Nezonzo, obispo de Compostela

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Hijo de su tiempo.— Tiempo de señores y de siervos, nació, con el signo de la servidumbre, en Curtis (Coruña), al pie del palacio en donde servían sus padres: Martín y Mustacia, allá por los años de 930.

Y vivió siempre bajo ese mismo signo de servidumbre; pues sirvió a sus amos, don Hermenegildo y doña Paterna, como «capellán»; sirvió a los monjes benedictinos en Mezonzo, Sobrado y Antealtares, como abad; sirvió a la diócesis compostelana como obispo, y sirvió a Dios como fiel cristiano.

Porque fue siervo toda su vida, terminó como terminan los humildes: señor de sí y de los demás: Santo.

Santo de su tiempo (930-1003).— Grabó en el recuerdo de sus coetáneos cuatro imágenes vivas de su figura santa: imagen de cortesano santo; imagen de monje santo; imagen de abad santo; imagen de obispo santo.

Imagen de cortesano santo.— Hasta los veintidós años vivió con los señores de sus padres. Y su fidelidad, su honradez y su piedad debieron ser muy acendradas, puesto que a sus dieciocho abriles los infantes le nombraron su «capellán» para que custodiase sus tesoros, y sus alhajas, y sus vasos sagrados, y sus vestiduras sacerdotales… En ese oficio de cortesano fiel mereció la gracia del llamamiento divino y puso los cimientos de su santidad monacal.

Imagen de monje santo.— Cuando don Hermenegildo y doña Paterna ingresaron en el monasterio de Sobrado, fundado por ellos, Pedro vistió la cogulla en Santa María de Mezonzo, a unas dos leguas de Curtis. Contaba entonces veintidós años. Lejos del ruido del mundo y de las comodidades de los castillos, se dedicó de lleno al estudio y a la oración. De su aprovechamiento en las letras y en las ciencias nos dejó constancia el Cronicón Iriense al llamarle: «Monasterii Mosonti sapientem monachum» (monje sabio del monasterio de Mezonzo). De su espíritu de oración nos habla el hecho de que el abad le eligiese para el presbiterado (el 9 de julio del 959 ya firma: «Petrus Presbyter»).

Imagen de abad santo.— A sus treinta y seis años empuñó el báculo abacial de Sobrado. El estudio y la oración de Mezonzo le habían hecho acreedor a tal dignidad. Y su gobierno no debió defraudar a los monjes, puesto que, a los pocos años, su fama le llevó a la abadía de Antealtares, el Montecasino medieval en el noroeste de España. En Antealtares fue confidente de San Rosendo, obispo de Compostela por aquel entonces. Y dirigido por él, se hizo un padre para los monjes, un maestro para los sabios y un modelo para todos.

Imagen de obispo santo.— Tenía cincuenta y cinco años cuando todos los «Seniores Loci Sancti» —canónigos de Santiago— le eligieron obispo. Fue el mejor elogio a su prelacía en Antealtares. Y el mejor acierto en aquellos días en que Compostela precisaba un obispo sabio, celoso y santo. De su episcopado nos quedan como recuerdo la salvación de las reliquias del Apóstol y del mobiliario litúrgico compostelano cuando la invasión de Almanzor, la edificación de la iglesia de San Martín Pinario, la reedificación de la de Curtis —su pueblo natal—, la restauración de la catedral y la paz que logró para Galicia entera con su oración, con su sacrificio y con su predicación.

Santo, con un estilo de santidad característico de su tiempo.— El temor: San Pedro de Mezonzo explicó su primera lección desde la Cátedra del Hijo del Trueno sobre el primero de los doce grados de humildad que San Benito exige a sus monjes: el temor de Dios. Lección verdaderamente oportuna. Pues los normandos amenazaban por el norte. Por el sur llegaban rumores de que los moros codiciaban las riquezas de la ciudad del Apóstol. Doctos e indoctos interpretaban falsamente el Evangelio, creyendo que el año 1000 acontecería el fin del mundo. Reinaba un pánico general. Un pánico terrorífico que despoblaba las ciudades y villas y abarrotaba los monasterios. Un pánico que multiplicaba los cilicios, y los sayales, y la ceniza… En ese medio ambiente se oyó la voz del nuevo obispo, recomendando y bendiciendo el temor, pero desaconsejando y condenando el miedo al castigo, presentando a Dios como un Padre que ama a sus hijos y quiere premiarlos, y del que sólo hay que temer la pérdida de su amor o la pérdida de sus premios; no como un juez vengador y sin entrañas que acecha a sus súbditos para castigarlos sin motivo.

Ese temor, alimentado por el deseo sincero de agradar a Dios, por la confianza filial de su paternidad y por la esperanza de la recompensa, fue el temor que animó a San Pedro de Mezonzo. El que le obligó a firmar sus órdenes y escrituras: «sub pondus timoris Dei» (bajo el peso del temor de Dios). El que le condujo a esa santidad que sancionó la opinión pública y que aprobó la Iglesia al inscribirle en el catálogo de los santos.

La tradición ha registrado dos pruebas fehacientes de lo reverencial, y de lo filial, y de lo confiado de su temor: la leyenda del monje solitario y la Salve.

La leyenda del monje solitario la relata así López Ferreiro en su Historia de la S. A. M. Iglesia de Santiago: «Los muslimes seguían avanzando, y el 10 ú 11 de agosto (del año de 997) dieron vista a los muros de Compostela. Se acercan cautelosos, pero advierten con sorpresa que las torres y las almenas se hallan desiertas, y que no ofrecen la menor señal de resistencia (San Pedro había juzgado más prudente evacuar la ciudad con todo cuanto de precioso y digno de estimación se encerraba en ella y guarecerse en el interior del país, al abrigo de una áspera sierra, en donde sería más fácil burlar al enemigo, gastar sus fuerzas, agotar sus recursos y obligarle a la retirada). Penetran en la ciudad y notan la misma quietud, la misma soledad, el mismo silencio. Se dirigen al templo del Apóstol, y lo ven también abierto y abandonado. Unicamente al pie de la tumba de Santiago hallan postrado a un anciano monje en actitud de orar.

—¿Qué haces aquí? —le interroga Almanzor.

—Estoy orando ante el sepulcro de Santiago —contestó el monje.

—Reza cuanto quieras —replicó Almanzor—. Y prohibió que nadie le molestase; y aún se añade que puso guardias cerca del sepulcro para impedir cualquier desmán y atropello».

Los comentarios huelgan. San Pedro no tiene miedo a enfrentarse con el Señor. En vez de escapar como todos, baja a la catedral, se pone en la presencia de Dios, le adora de rodillas, le cuenta su tragedia como a Padre, le pide remedio, pone por intercesor al Apóstol… y confía. Ese era su temor de Dios,

La otra prueba de la santidad de su temor es la Salve. Porque la Salve —esa oración mariana compuesta por San Pedro— es el canto del temor. Pero el canto del temor reverencial, del temor filial, del temor confiado… Del temor santo. Su autor se retrató en ella. Veámoslo.

La violencia furiosa y pagana de los normandos y la avaricia sanguinaria y antirreligiosa de los musulmanes obligaron a las gentes a buscar y esperar la tumba y la ultratumba entre las peñas de las montañas (temor servil). San Pedro, en vez del camino de la fuga, cogió el camino del altar de la Virgen. Y, ante él, la saludó: «Dios te salve». Reconoció su realeza y su poder: «Reina». Excluyó de Ella todo espíritu de castigo y de venganza: «Madre de misericordia». Le hizo una reverencia en tres tiempos y con tres piropos: «Vida, dulzura y esperanza nuestra». Y la volvió a saludar: «Dios te salve» (temor reverencial).

La peste, el hambre y la guerra que cundían por Europa, y el recuerdo de los desastres privados, familiares y sociales ocasionados por los normandos y los moros, condujeron a los gallegos al caos popular y al miedo a Dios (temor servil.) Sólo San Pedro no perdió el control de sus nervios y la serenidad de su espíritu. Oró a Dios cabe el sepulcro del Apóstol, como vimos arriba. Y expuso sus cuitas a la Madre de Dios, cabe su altar, de esta manera: «El arcángel nos arrojó del paraíso terrenal, al arrojar a nuestros primeros padres, Adán y Eva, y, errantes, andamos por el mundo: «A Tí llamamos los desterrados hijos de Eva». El mundo sólo nos brinda cardos y abrojos, trabajo y dolor: «A ti clamamos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas». Eres Reina y Madre de misericordia. Como Reina puedes poner remedio. Como Madre de misericordia quieres hacerlo: «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos» (temor filial).

La hecatombe del país, el relinchar de los caballos y el chirriar de los carros de batalla, los sueños con armas y el olor a muerto hicieron que la generalidad de los hombres viese anticristos por todas las esquinas, creyese encima el fin del mundo, desesperase de la salvación (temor servil). El obispo santo fue el único que no se dejó arrollar por las circunstancias. Al contrario, se aprovechó de esas mismas circunstancias para pedir a su «Esperanza»: «Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre» (temor confiado).

Ese fue San Pedro de Mezonzo. Un santo amante de su patria chica. Un santo defensor de su Patria grande.

Un santo religioso cien por cien. Un santo apóstol a lo Hijo del Trueno. Un santo con temple de su tiempo. Un santo, santo de verdad.

 CESÁREO GIL.

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