El cisma de Oriente de julio de 1054, por el que se desgajó de la catolicidad uno de los florones más hermosos de la Iglesia cristiana, es una llaga constantemente abierta en el Cuerpo místico.
Josafat de Polotsk, mártir de la restauración de la unión, que luchó y murió en su afán de conseguir la reconciliación de los rutenos separados de Roma, supo ser, al par que patriota, católico oriental de espíritu romano, sellando palmariamente con su sangre la catolicidad vertical de la Iglesia dentro de la unidad.
Juan Kuncewicz nació en Vlodimir (Volinia) el año 1580. Su padre, Gabriel, era cónsul de la ciudad, y su madre, Marina, hija de un ilustre ciudadano de Vlodimir. Recibió el santo bautismo en el día de la mártir Santa Parasceves. Como en el decurso del siglo xv Rusia y las regiones a ella sometidas fueron gradualmente adhiriéndose al cisma bizantino, nada tiene de extraño que la familia de Juan, aunque muy piadosa y cristiana, perteneciese jurídicamente a la ortodoxia separada de Roma. De Vlodimir pasó Juan a Vilna, donde debía aprender la profesión comercial.
La unión de los rutenos con Roma fue firmada a fines del siglo xvi (1595-1596), cuando Juan contaba unos quince años de edad. Aficionado a la lectura, se interesó preferentemente por los libros religiosos; vino así en conocimiento de la verdad católica, y valientemente se adhirió a ella, aunque en Vilna eran aún pocos los unidos a Roma. Su alma juvenil vislumbró la necesidad de que su pueblo abrazase la unión con Roma, heredera de la fe y la autoridad de Pedro, sobre la que Cristo asentó su Iglesia. En esta época frecuentaba ya la iglesia de la Santísima Trinidad de Vilna, donde asistía píamente a los divinos oficios.
Juan recordará siempre la veneración que entonces concibiera por los padres basilianos de la Santísima Trinidad y por aquellos padres jesuitas, que en Polonia y Rusia blanca sostenían la fe del pueblo contra los disidentes y defendían acérrimamente el Papado.
En esta atmósfera unionista, Juan, por inspiración del cielo, renunció al porvenir que la carrera comercial pudiera crearle, y, retirándose del mundo, vistió el hábito monacal en el pobre monasterio basiliano de Vilna. Siguiendo la tradición monacal del Oriente cristiano, Juan cambió su nombre de bautismo por el de Josafat, que comenzaba con la misma letra, y conservó en el ingreso a la Ordén basiliana su rito eslavo. Tenía por entonces unos veinte años. Terminado el período del noviciado, hizo su profesión en manos del arzobispo metropolitano Pociej.
Un compañero de Josafat, más tarde su superior en el mismo convento, José Velamín Rutsky, escribiendo sobre la vida y la muerte del Santo, elogia las magníficas cualidades de inteligencia, memoria y voluntad de Josafat lo mismo para las ciencias que para la virtud. Su progreso en ciencias y virtud iba armónicamente sincronizado, creando en él cada día más arraigado el ideal apostólico de consagrarse por completo a trabajar por la unión con los disidentes. Sus ayunos, cilicios, disciplinas y mortificaciones, sustentados por la vida de oración, eran ya notables durante el tiempo de sus estudios; y de éstos fue libando con preferencia lo que pudiera servirle para confutar los errores de herejes y cismáticos; en esto adquirió tanta pericia, que ni los teólogos más doctos podían compararse con él.
Ordenado diácono y sacerdote, comenzó a desplegar su celo apostólico. Tal fue la eficacia de la labor inicial en el terreno de la unión, que los católicos le llamaban «azote de herejes y cismáticos», y éstos «raptor de almas». Su actividad era incesante. Se levantaba sobre las dos de la madrugada, comenzaba el día con una disciplina sangrienta, despertaba luego a sus hermanos para el oficio divino y después trabajaba todo el día sin descanso hasta la noche. El celo devoraba su corazón y aprovechaba toda ocasión para hacer bien al prójimo, lo mismo dentro del monasterio que en la calle y en los viajes.
Estos triunfos suscitaron, como era de suponer, el odio de los disidentes fanáticos, que comenzaron a urdir conjura tras conjura, capitaneados por el clero disidente de Vilna. En cierta ocasión, rabiosos de que no cayera en sus redes, le abofetearon, cosa que Josafat sufrió tan humilde y calladamente, que sólo tres años después se tuvo noticia de ello. En medio de la tormenta practicaba el Santo la caridad más exquisita con sus mismos enemigos, consciente de que ella es el arma más eficaz en el apostolado de la unión.
Dios lo confortaba en sus penitencias y trabajos con consuelos y favores espirituales. Los buenos le profesaban inmenso amor, y sus superiores, haciendo confianza de él, lo destinaron sucesivamente a diversas poblaciones, como Zyrowiecz, Byten y Pinsk, donde en íntima colaboración con sus monjes reanimó las casas de la Orden y dejó sólidamente establecidos los conventos de los padres y los monasterios de las religiosas basilianas.
Cuando en 1614 fue nombrado metropolita de Kiev el archimandrita de la Santísima Trinidad de Vilna, Velamín Rutsky, Josafat pasó a ocupar el puesto vacante. El nuevo archimandrita encarnaba en sí, a imitación de su padre San Basilio, toda la tradición monástica de la ascesis oriental. Pletórico de vida espiritual y dinámico en sus actividades, dicen sus biógrafos que no sólo se limitaba al buen gobierno del monasterio, sino que desempeñaba a la vez, ante la escasez de vocaciones religiosas, el cargo de predicador, confesor, salmista en los divinos oficios, ecónomo y visitador de religiosas.
Josafat conservó inviolable la flor de su castidad, arremetiendo enérgicamente en cierta ocasión contra una joven lasciva que se acercó a tentarle al monasterio. Desde su más tierna edad ofrendó su pureza a la Santísima Virgen.
Celoso de su Orden y de su regla basiliana, fomentaba entre los jóvenes el ideal de la vida monacal. Logró conquistar vocaciones, levantando así moral y espiritualmente el humilde monasterio vilnense. A los monjes jóvenes inculcaba el ideal unionista, preparando así una falange de monjes santos y batalladores con la mira puesta en conquistar para la Iglesia católica las regiones cismáticas de Rusia.
En el oír confesiones era incansable. Había días en que confesaba, sin levantarse, seis horas seguidas, y su predilección la constituían las confesiones de los hombres. Era dadivoso con los indigentes, dando cuanto le permitían sus módicas disponibilidades monacales. Afabilísimo con los de dentro y con los de fuera del monasterio, era, sin embargo, intransigente con el error y con el cisma.
Durante un viaje a Kiev acompañando a su metropolita Rutsky, supo que había allí un monasterio cismático muy mal dispuesto hacia Roma. Josafat no duda en presentarse en él; fue hostilmente recibido por superiores y súbditos: pero Josafat, suplicando le escuchasen, habló con tanto fervor y ciencia a los monjes rebeldes sobre la unión con Roma, que el adversario, deponiendo su terquedad antirromana, se trocó en amigo. Lo que más admiró a los monjes disidentes era la maestría con que manejaba la patrística, la liturgia oriental, los libros paleoslavos y los anales rutenos.
Dios bendecía copiosamente sus campañas unionistas, y pudo así incorporar a la Iglesia católica multitud de cismáticos de toda condición, contando entre ellos monjes, sacerdotes, nobles y plebeyos.
Cargado de méritos ante Dios y ante la Iglesia, la santidad de Pablo V le obligó, contra su voluntad, a través de su metropolita Rutsky, a aceptar el nombramiento de coadjutor con derecho de sucesión del arzobispo de Polotsk, Gedeón Brolnycky; murió éste un año más tarde y Josafat quedó constituido en arzobispo de Polotsk. El arzobispado de Polostk forma parte de Rusia Blanca, en los confines de Moscú; arzobispado y no metrópoli, ya que no contaba diócesis sufragáneas, pero ostentaba ese rango por ser el primero después del metropolitano de Kiev. Polotsk era una vasta archidiócesis, que contaba con importantes ciudades, entre las que sobresalían la capital Polotsk, Vitebsk y Mstislavia.
Josafat encontró la archidiócesis infestada por el cisma. Su ánimo apostólico se crece ante la necesidad; insiste en prolongada oración, en pureza de vida, en abstinencias y mortificaciones; a pesar de ser la primera autoridad religiosa, sobresale en la pobreza monacal, y se cuenta que en cierta ocasión, no teniendo cómo socorrer a una viuda necesitada, llegó hasta hipotecar su manto episcopal. El efecto de esta vida austera fue admirable; al poco tiempo habían casi desaparecido los cismáticos de la ciudad de Polotsk.
Ocupado en su oficio pastoral rehuye el inmiscuirse en política, a pesar de haber sido incitado varias veces a ello. Reformó el clero, restauró la iglesia catedral, edificó iglesias, erigió monasterios, defendió el patrimonio de la Iglesia. Publicó abundantes escritos acomodados al genio popular para ilustrar sobre todo el primado de Pedro y de los romanos pontífices, el bautismo de San Vladimir o de Kiev y temas similares, negados o discutidos por los disidentes separados de Roma.
Durante todo el tiempo que fue arzobispo de Polotsk, arreciaron contra él las calumnias de los cismáticos, con amenazas de muerte. No podían tolerar el exterminio del cisma y el rejuvenecimiento de la Iglesia católica en Rusia Blanca. Pero de todo salía siempre airoso con la ayuda de Dios. En su odio contra él, llegaron los disidentes hasta nombrar un obispo cismático en Polotsk frente al prelado católico. Teófanes, patriarca disidente de Jerusalén, de vuelta’ de Moscú, se detuvo en Kiev y consagró clandestinamente obispos cismáticos para ocupar las sillas rutenas unidas ya a Roma; a Polotsk le tocó un tal Melecio Smotricio, expresamente encargado de liquidar la obra unionista de Josafat. Este no se arredra, antes por el contrario, presenta batalla al intruso arzobispo con las armas de su humildad, de su caridad sin límites y de renovado celo. Recorre las ciudades, alienta a los pusilánimes, deshace con su elocuencia los argumentos de Melecio, frena los ímpetus de sus adversarios y limita el mal a la ciudad de Polotsk. En el fragor de esta lucha a vida o muerte por la Iglesia católica, el santo arzobispo intensifica sus visitas pastorales, y marcha primeramente a la ciudad de Vitebsk.
Aquí se dan cita grupos de eclesiásticos vendidos al cisma de Melecio, que tienen por misión amotinar la plebe contra Josafat. Presintiendo su martirio, predica así valientemente a sus enemigos: «Me buscáis para matarme; en los ríos, en los puentes, en los caminos, en las ciudades, me ponéis asechanzas. He venido espontáneamente a vosotros para que sepáis que soy vuestro pastor, y ojalá el Señor me conceda el poder entregar mi alma por la santa unión, por la Sede de Pedro y sus sucesores los pontífices de Roma».
Un tal Elías, sacerdote cismático, fue elegido para tramar y poner en ejecución la conjura contra el arzobispo católico. El plan consistiría primeramente en vejar a los servidores de Josafat, en la creencia de que éstos se vengarían en la persona de Elías y darían aparente motivo para asaltar el palacio episcopal. Hicieron vela, en espera de poder perpetrar su crimen, toda la noche del sábado al domingo 12 de noviembre, en que Josafat debía celebrar de pontifical. Por la mañana temprano, cuando ya el prelado marchaba a la iglesia para el oficio de maitines, Elías se acerca a la casa del arzobispo y comienza a gritar escandalosamente contra él y la servidumbre; éstos callaron momentáneamente, pero, no pudiendo tolerar más las injurias contra el santo prelado, terminaron por capturarlo y encerrarlo en la cocina de la casa. Era el momento buscado por los cismáticos. Echan a vuelo las campanas, como señal de sedición y tumulto popular; los forajidos irrumpen en la residencia de Josafat, hieren y asesinan a parte de la servidumbre. Sabedor el arzobispo, que oraba en la iglesia, de la captura del sacerdote disidente Elías, ordena su inmediata liberación, pasa sin que lo toquen por medio de sus enemigos y dentro ya de la casa abre libremente sus habitaciones e increpa sereno a los sicarios: «Hijitos, ¿por qué matáis a la servidumbre inocente? Si queréis mi vida, aquí me tenéis». Impresionados por la entereza del santo pastor, permanecieron inmóviles; pero dos de ellos, abriéndose camino por entre la turba, a los gritos de «¡Muera el papista, muera el latino!», se abalanzan sobre él, lo hieren primeramente con un látigo debajo del ojo hasta dejarlo sin sentido, y luego lo derriban en tierra con un hachazo; ya en el suelo, de tal forma lo destrozaron con palos y puñales, que apenas se podía reconocer su figura humana, y para ensañarse aún más en el santo arzobispo, descuartizaron el perro de la casa y mezclaron sus pedazos con la carne maltrecha del cuerpo episcopal. Agonizante ya, levanta su mano el mártir Josafat para bendecir a los parricidas, pronunciado la jaculatoria: «¡Oh Dios mío!», con la que selló, inmerso en sangre, su vida terrenal.
No terminó aquí la saña de los verdugos. Sacando el sagrado cuerpo a la calle, le asestaron aún dos tiros de bombarda en la cabeza y lo dejaron expuesto al ludibrio de la plebe. Los hombres, ebrios de vino y de furor; las mujerzuelas y niños impíos, tras despojar el cadáver de sus vestiduras episcopales, lo escupieron, lo pisotearon, le arrancaron los cabellos, le mesaron la barba y organizaron en su derredor danzas macabras. Se dice que una nube negra, subiendo del pequeño río Vidbla, cubrió el cuerpo del santo mártir, y que en medio de ella, por donde estaba el cadáver, surgió un rayo luminoso; fue ésta la primera señal maravillosa en torno al cuerpo de San Josafat. Mientras unos se arrepentían y estremecidos confesaban su pecado, otros arrastraron los despojos del santo arzobispo por las calles y plazas de la ciudad hasta el punto más alto de ella; desde allí, después de insultos y de befas, lo bajaron al río Duna, que es una de las mayores arterias fluviales de Rusia Blanca, y, atándole piedras a los pies y a la cabeza, lo arrojaron a la corriente.
Dios veló por su sepultura. Los magistrados y las personas buenas de la ciudad buscaron afanosos el santo cuerpo durante cinco días enteros. En lo humano el hallazgo era imposible, pues se ignoraba dónde lo habían arrojado los verdugos. Pero al sexto día una luz y en forma de rayo descubrió el sitio; los cismáticos quedaron confusos; los católicos exultaron de alegría, y, sacando las reliquias del santo mártir, las colocaron en la iglesia de la fortaleza de la ciudad. Ocho días más tarde, el clero catedralicio de la archidiócesis de Polotsk y la nobleza, acompañados de ingente multitud de hombres, entre los que iban algunos de los mismos sicarios, condujeron el sagrado cadáver a la capital de la archidiócesis. Cortejo fúnebre y procesión de triunfo, ya que, lo que el santo arzobispo no consiguió en vida, lo recababa ahora con la efusión de su sangre por sus hermanos. Los primeros en reconocer su error fueron los ministros calvinistas, que acompañaron el cadáver desde la iglesia hasta el navío fúnebre; los judíos manifestaron juntamente su condolencia y condenaban el crimen de los cristianos; los cismáticos empezaron a sentir honda compunción. Los contemporáneos se hacen eco de innumerables sucesos sobrenaturales ocurridos con ocasión del martirio; milagros físicos y de orden moral.
Entre los milagros morales está la conversión de sus verdugos; algunos escribieron más tarde a la Congregación de Propaganda confesando su participación en el martirio de su pastor y declarándose dispuestos a dar su sangre y su vida por la confesión de la fe romana. El mismo Melecio, arzobispo rival de Josafat en Polotsk, tras buscar refugio en las sedes patriarcales disidentes de Jerusalén y Constantinopla, viajó a Roma, donde a los pies del Romano Pontífice hizo profesión de fe católica el día 23 de febrero de 1627, convirtiéndose desde entonces, como otro Saulo, de enemigo, en fervoroso propulsor de la unión y ganando para la causa católica a muchos cismáticos.
Superaron en número los milagros físicos que obraba el santor mártir Josafat a raíz de su muerte. En las actas del proceso de beatificación y canonización y en las deposiciones de los testigos se halla una sucinta enumeración de muchos de ellos. El procónsul de la ciudad de Polotsk, que de resultas de una enfermedad había perdido la vista, se aplicó a los ojos las reliquias del mártir y paulatinamente fue curando hasta ver completamente como antes; de la misma forma sanó de la ceguera una señora de la ciudad. Una mujer que yacía catorce años paralítica en un hospital regentado por los jesuitas en Polotsk, encomendándose a San Josafat recobró el movimiento de las piernas, y una monja del convento de San Basilio imposibilitada hacía años comenzó a caminar por intervención del mártir. El superior del monasterio basiliano, paralítico durante tres años, hizo voto de hacer una visita a la sepultura de San Josafat si el Santo le devolvía la salud; así fue, y el religioso pudo celebrar una misa de acción de gracias en el altar de las reliquias del Santo. Por esos días el fuego comenzó a devorar el colegio de la Compañía de Jesús de Polotsk, amenazando arrasar no solamente el colegio, sino toda la ciudad; congregado el pueblo en la iglesia, y entre clamores al Santo y promesa de exvotos de plata, cesó repentinamente el fuego, como si una mano misteriosa lo hubiera sofocado. Uno de los testigos del proceso cuenta cómo el Santo mártir sanó a muchos de hemorragias, de calenturas, de heridas mortales, de diversas enfermedades y hasta salvó de la muerte a varios desahuciados y agonizantes. En el mismo año 1627 los suecos amenazaron, después de apoderarse de las provincias de Livonia y Curlandia, asediar y exterminar la ciudad de Polotsk; pero los habitantes de ésta corrieron a la sepultura del siervo de Dios Josafat a implorar la derrota de los suecos; intimidados éstos sobrenaturalmente, abandonaron el asedio y se retiraron.
Los funerales por la muerte del arzobispo mártir no se celebraron hasta un año después. Durante todo ese tiempo, su sepulcro fue cátedra de unión con Roma. El Santo seguía predicando muerto la austeridad de vida, el fervor de la religión y, sobre todo, la reconciliación de los disidentes con la Iglesia católica. Terminados los funerales, las sagradas reliquias de San Josafat continuaban obrando innumerables milagros físicos y morales. Ello movió a las autoridades eclesiásticas a introducir en Roma el proceso de sus virtudes heroicas, de su beatificación y canonización. Urbano VIII lo beatificó, Pío IX lo elevó al honor de los santos. El 27 de junio de 1867 León XIII extendió su culto a la Iglesia universal. Pío XI, con motivo del tercer centenario de su muerte, publicó en 1923 una encíclica ponderando la heroicidad de sus virtudes y la trascendencia de su intercesión, a la vez que lo brindaba como ejemplo a las Iglesias orientales y como modelo a cuantos se esfuerzan por conseguir la unión a Roma de las iglesias separadas.
Cerrado el proceso canónico. el santo mártir Josafat no cesa de obrar innumerables milagros, que los biógrafos recogen en su vida.
En las circunstancias actuales, cuando el furor comunista arrecia en la persecución contra la Iglesia católica y contra Roma en las regiones de Rusia y Rusia Blanca, los ruteros y los ucranianos, dentro y fuera del país, son el puntal más firme de la Iglesia católica oriental unida a Roma y la mejor esperanza del retorno a la santa unión.
SANTIAGO MORILLO, S. I.