«Fue así que, impelido y forzado de divino impulso, se levantó como en sueños, y, despavorido, se fue al aposento de Raimundo, que estaba contiguo al suyo, y con voces desmedidas y alteradas, que no parecían de su ordinaria modestia, se despertó diciendo: «Santo, Padre, vamos a la guerra contra lo moros.» El santo viejo, admirado de lo que miraba, como quien conocía la religión, quietud y discreción de fray Diego, le despidió con amor y con blandura. Mandóle se volviese a su aposento, diciéndole: Que la verdadera guerra del monje había de ser la quietud y soledad, hacer penitencia y llorar sus culpas y las del pueblo.»
Esto ocurría en Toledo, en una noche de enero de 1158. Y es que la tarde anterior, fray Diego Velázquez, hombre de ilustre linaje, burgalés de Bureba, amado del rey emperador, muerto poco ha, había escuchado del rey don Sancho III, su amigo de infancia, el gran peligro que corría la plaza de Calatrava, llave estratégica de Toledo y, por tanto, en aquel entonces, de la cristiandad de la península Ibérica. Sentía en sus venas el fuego del caballero de antaño, hoy escondido tras los pliegues del hábito monacal, y la pesadilla durante el sueño era la congoja del antiguo soldado. Raimundo Abad lo había llevado consigo a Toledo, desde el monasterio de Santa María de Fitero, entonces tierra de Castilla, para tener más fácil acceso ante el rey, quien había convocado Cortes en dicha ciudad imperial, al heredar de su padre Alfonso VII el reino y la corona, Era necesario confirmar los privilegios y concesiones que Raimundo en sus años de abad había conseguido para su monasterio en tiempos del emperador.
Raimundo, cuya cuna se disputan, aun hoy día, y ya quizá hasta el fin de los tiempos, San Gaudencio de Francia, Tarazona de Aragón, así como Tarragona y Barcelona, fue, desde sus más tiernos años, «en las costumbres compuesto, en el hablar parco, en las palabras grave, en las acciones modesto. Con los mayores reverente, con los iguales benévolo, con los inferiores apacible. Y en suma, por aquellas pueriles disciplinas, abrió bien a prisa camino a una gran perfección, y en aquel primer bosquejo dio bien claro indicio de la belleza de la imagen que había de representar por el tiempo adelante». Sujeto de tales prendas, era natural que su destino fuera para el santuario.
Bien pudiera ser que fuese hijo de alguno de los gloriosos conquistadores de Tarazona, ganada a los moros en 1120. Y así lo vemos canónigo de aquella iglesia, como lo atestiguará más tarde su primer obispo, don Miguel, monje benedictino, quien en escritura de donación, fechada en 1148, decía: «Hago esta donación a ti, Raimundo, venerable y religioso varón, antiguamente hijo de Nuestra Iglesia, mas ahora mudado para mejor orden y mejor hábito, abad de Nienzabas». El trato con su obispo, monje benedictino, y la fama de santidad de la Orden del Cister, ¿influyeron en la vocación monacal de Raimundo? Bien pudiera ser. Lo cierto es que de canónigo de Tarazona pasa a monje del monasterio de Nuestra Señora de Scala Dei, fundado en la provincia de Gascuña.
Su virtud, con la consecuente reputación, le traicionaba, y a pesar de su humildad, los ojos de los monjes, y más los de los superiores, se clavaban en él. Por eso, cuando el abad de Scala Dei, que se llamaba don Bernardo, quiso fundar en España, eligió como abad del nuevo monasterio al piadoso Durando, y como prior del mismo al santo Raimundo.
Con los brazos abiertos los recibió el rey emperador, quien los envió a llamar, aunque no pudo despacharse a su gusto, porque andaba en guerras con el de Navarra. Por orden del rey Alfonso VII, hicieron primer asiento en un monte llamado Yerga, donde, ya de tiempos antiguos, existía una ermita dedicada a la Santísima Virgen. Pero al año siguiente, que era el de 1140, les donó el rey una villa arruinada por los moros, y que se llamaba Nienzabas. A los cuatro años, y muerto el abad Durando, fue elegido Raimundo, cuya fama de santo y taumaturgo se extendía por todos los alrededores. Abad de Nienzabas, aparece ya en la escritura de 1146 en que el rey emperador donaba al monasterio la Serna de Cervera y los Baños de Tudesón, los actuales Balnearios de Fitero.
Como tal abad, asistió Raimundo, con los otros abades de la Orden, al capítulo general del Cister. Allí se encontraba el Sumo Pontífice, monje de igual hábito, Eugenio III. A música suave sonaría en los oídos de Raimundo, y dulce miel gustarían sus labios, el oír y leer el gran privilegio de amparo que el Pontífice concedió en esta ocasión para el monasterio de Nienzabas: «Eugenio, obispo siervo de los Siervos de Dios, a los amados hijos Raimundo, abad de Santa María de Nienzabas, y a sus monjes, así presentes como futuros… Le recibimos debajo de la potestad del bienaventurado San Pedro y nuestra… A los quince de las Kalendas de octubre, año de la Encarnación del Señor, de mil y ciento y cuarenta y ocho, de nuestro Pontificado en el tercero.»
En este mismo año, y mejorando notablemente, trasladó el monasterio a Castejón, lugar más acomodado que todos los anteriores. Como abad de Santa María de Castejón, aparece en la donación que, aún en vida de su padre el emperador, hizo el futuro rey Sancho III, del castillo de Tulungen y asimismo, con igual título, en la concesión de otras mercedes, hechas por el rey don Sancho el Sabio, de Navarra. Pero Castejón tampoco fue el sitio definitivo.
Ignorado el lugar del nacimiento de nuestro santo abad, daría, empero, Raimundo existencia y vida, renombre y gloria, a una heredad, llamada Fitero (por el nombre de un montículo denominado Hitero —hito o mojón— que hoy conserva su nombre Piedrahitero) donada en 1150 por don Pedro Tizón y su mujer doña Toda, de Tudela, abuelos del gran arzobispo, navarro de nacimiento, don Rodrigo Jiménez de Rada. Allí se fundó el monasterio de Santa María de Fitero, cuyo grandioso templo de piedra, con sus tres amplias naves, sería más tarde construido, casi en su totalidad, por el antedicho arzobispo don Rodrigo. De este monasterio de Santa María de Fitero, fue primer abad San Raimundo, que, con Durando, primer fundador en España, llegarán a setenta y seis, hasta fray Bartolomé Oteyza, bajo cuyo gobierno fue suprimido en 1834. Así podrá afirmarse siempre que la mayor gloria de Fitero es su abad San Raimundo. Al que dejaron perplejo las voces de su fidelísimo monje, fray Diego, en aquella noche de enero de 1158.
¡Calatrava! También quedaría inmortalizado este nombre, más que por el santo monje Raimundo, eso lo fue Fitero, por el guerrero valiente, invicto soldado, fundador de la orden militar. ¿Mitad monje, mitad soldado? ¡Monje de cuerpo entero, soldado de pelo en pecho!
Si tranquilo quedó fray Diego con el mandato del abad, preocupado quedó Raimundo, quien, puesto en oración, comprendió que Dios le pedía el hacerse cargo de la defensa de Calatrava. Y el abad Raimundo y fray Diego Velázquez, se presentaron al rey, caballeros andantes de páginas de leyenda, pidiéndole la defensa de la plaza de Calatrava, entregada al soberano por los caballeros templarios, defensores de la misma desde la conquista por Alfonso VII en 1147, pero temerosos ahora, 1158, ante los formidables preparativos que hacían los enemigos del nombre cristiano. La santidad del abad y el recuerdo del valor guerrero de fray Diego, movieron a Sancho III a escribir lo siguiente en Almazán: «Yo, el rey Don Sancho, por la gracia de Dios, hijo del ilustre emperador de las Españas de buena memoria, por inspiración divina, hago carta de donación y texto de escritura para siempre, valedero a Dios, y a la bienaventurada Virgen María, y a la Santa Congregación del Cister, y a vos dom Raimundo, abad de Santa María de Fitero, y a todos vuestros frailes, así presentes como futuros, de la villa que se llama Calatrava, para que la tengáis y poseáis, libre y pacífica, por juro de heredad, de ahora para siempre, y la defendáis de los paganos enemigos de la Cruz de Cristo, con su favor y nuestro… Fecha la carta en Almazán en la era de mil y ciento y noventa y seis (año 1158), en el mes de enero del año en que murió el famosísimo señor don Alfonso emperador de las Españas. Yo, el rey Don Sancho, rubrico y confirmo con mi propio sello esta carta, que yo mandé escribir.»
Asegurada la defensa de Calatrava, Raimundo volvió a Fitero, y con su «Dios lo quiere» enardecido, regresó a la plaza al frente de veinte mil hombres —monjes, labradores y artesanos— a Ios cuales estableció en sus nuevos dominios entre campos y aldeas, alrededor de la fortaleza, convirtiendo en posición inexpugnable, lo que hasta entonces, había sido temor y angustia insuperables.
Con esto quedó de hecho trasladada la abadía de Fitero a Calatrava, aunque no quedó la primera vacía y abandonada, ya que el abad de Scala Dei, que llevó muy a mal la obra de Raimundo por haberse hecho sin tomar su parecer, envió monjes en número suficiente Para continuar la vida monacal, como hasta entonces, ejemplar y edificante.
Una tradición secular afirma que el santo abad aprovechó esta oportunidad para pedir y obtener del rey el regalo de una preciosa imagen de la Santísima Virgen, que, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Remedios, se veneraba en Toledo y a la que San Raimundo profesaba especial devoción. Enviada al monasterio de Fitero, es desde tiempo inmemorial la patrona del pueblo con el poético título de la Virgen de la Barda (barda o zarza sin espinas), y cuya fiesta se celebra el domingo inmediato posterior al 8 de septiembre. Así lo cree, así lo reza y así lo canta Fitero en su estrofa y estribillo: En Toledo venerada—fuiste algún tiempo Señora—y en Fitero sois ahora—de todos Madre aclamada. Pues sois imán verdadero—que roba los corazones—colmadnos de bendiciones—¡oh Patrona de Fitero!
Raimundo creyó llegado el momento de organizar aquella muchedumbre, que le seguía entusiasmada, al estilo de las órdenes militares, que tantos laureles obtuvieron peleando en distintos lugares de la cristiandad, y fundó en ese mismo año 1158 la orden militar religiosa de Calatrava, la más antigua de las españolas, cuya constitución fue aprobada por Alejandro III en bula de 25 de septiembre de 1164, y que tanta gloria daría a España en el transcurso de los siglos. Monjes y caballeros, bajo el manto del santo abad, según la regla de San Benito y constituciones del Cister.
El rey don Sancho fue testigo de la vida de aquellos monjes-soldados, de aquellos soldados-monjes. «Hallóse en Calatrava un día que se ofreció rebato de moros. Vio la prisa y ánimo con que los monjes y caballeros salían al enemigo, y vio a los mismos, después de recogidos, en el coro a completas, las manos cruzadas, los ojos en tierra, cantando las divinas alabanzas con notable espíritu. Admirado de tal mudanza, dijo al abad: Paréceme, padre, que el son de las trompetas hace a vuestros súbditos lobos, y el de las campanas corderos. Será, respondió el santo abad, porque aquéllas los llaman para resistir a los enemigos de Cristo y vuestros, y éstas para alabarle y rogar por vos.»
Pero quien mejor refleja lo que era la vida de aquellos calatravos es el mismo arzobispo don Rodrigo, cuando años más tarde escribía: «Su multiplicación es la corona del príncipe. Los que alaban al Señor con salmos se ciñeron espada, y orando gemían para la defensa de la patria. Su pasto es una comida tenue y ligera: su vestido la aspereza de la lana. La continua disciplina los prueba, la guarda del silencio los acompaña, el frecuente arrodillarse los humilla, la vigilia de noche los quebranta, la oración devota los enseña, y el continuo trabajo los ejercita.»
Esta era la obra del santo abad, porque Raimundo era así. Podía entonar el Nunc dimittis, y exclamar con San Pablo: Cursum consummavi. En efecto, pasados cinco años de abad de Calatrava, «haciendo igual guerra a los enemigos de la cruz, a los demonios cantando en el coro, y a los infieles peleando en el campo», lo encontramos en Ciruelos, donde, adornado de múltiples laureles, obtuvo en 1163 la victoria definitiva, corona de santo monje, palma de caballero militar fundador, que el justo juez colocó sobre su cabeza y puso en sus manos.
En Ciruelos fue enterrado su cuerpo, hasta que en 1471 fue trasladado al monasterio de Monte Sión de Toledo, quedando definitivamente en sepulcro rico y curioso, mandado construir en 1570 por el abad de Fitero, venerable fray Marcos de Villalba. En él se lee esta inscripción: «Aquí yace el bienaventurado fray Raimundo, monje de esta orden, primer abad de Fitero, por quien Dios ha hecho muchos milagros; el cual, de licencia del rey Sancho el Deseado, defendió a Calatrava de los moros, e instituyó en ella el orden militar de Calatrava. Murió año de mil y ciento y sesenta y tres: trasladóse aquí, año de mil y quinientos y noventa». Hoy día, y desde el siglo pasado con motivo de la exclaustración, las reliquias del santo abad de Fitero se encuentran en la catedral de Toledo, encerradas en preciosa urna, sobre la que campea victoriosa la cruz de Calatrava. La fiesta de San Raimundo se celebra el 15 de marzo.
¿Anacrónica esta vida? ¿Trasnochada esta historia? ¿Fuera de lugar en páginas de actual «Año Cristiano? Hermano lector, nuestra vida es lucha, combate y pelea, como dice el Espíritu Santo. Nuestra alma tiene sus tres grandes enemigos. También ella constituye para nosotros el gran castillo interior, la Calatrava de nuestro espíritu. Hay que defenderla sin tregua ni cuartel. Se nos dice que debemos ser mitad monjes, mitad soldados. Está bien. Pero, en este combate espiritual, donde la oración es el arma principal y donde la cooperación a la gracia debe ser generosa, mejor será imitar a San Raimundo, modelo para todas las épocas, siendo como él: «Monjes de cuerpo entero, soldados de pelo en pecho». Que él así nos lo alcance.
JOSÉ M.ª GARCÍA LAHIGUERA