San Braulio de Zaragoza, padre de la Iglesia hispánica

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Hacia el penúltimo decenio del siglo VI nace Braulio, quien más tarde habría de ser obispo de Zaragoza y el más ilustre prelado, después de San Isidoro, en la primera mitad del siglo VII de la España visigótica.

Aunque ignoramos el nombre de la madre y el del lugar de su nacimiento, ciertos indicios y alusiones de sus cartas parecen apuntar hacia Gerona, en tanto que otros orientan hacia Zaragoza nos es conocido, por San Eugenio de Toledo, el de su padre, Gregorio; y por San Ildefonso y el mismo Braulio, el de otro hermano suyo mayor, Juan, que habría de ser su predecesor en la sede zaragozana. El propio Braulio nos habla, además, en la dedicatoria de la Vida de San Millán, de otro hermano, Frunimiano, abad de cierto monasterio; y en sus cartas, de dos hermanas: Pomponia, abadesa, y Basila, acogida en la flor de su juventud y temprana viudez al mismo monasterio de Pomponia, superando así, como dice el ya citado San Eugenio, con el brillo de sus méritos el lustre de su linaje.

Los nombres de los miembros todos de la familia revelan claramente el origen hispano-romano de ésta; y como el mismo padre, Gregorio, terminó siendo obispo, según parece indicarlo un himno de San Eugenio, de una diócesis no identificada —¿tal vez de Osma?—, se nos ofrece aquí un ejemplar no raro en aquella época —baste recordar el del mismo San Isidoro, con dos hermanos obispos, Leandro y Fulgencio, y una hermana abadesa, Florentina— de una familia ilustre, de probada ortodoxia y religiosidad, con fácil y casi hereditario acceso a las altas jerarquías eclesiásticas.

La primera formación piadosa y cultural la recibió Braulio de su hermano mayor, Juan, a quien llama su maestro en la vida común, en la piedad y en la doctrina; verosimilmente, en la escuela aneja al monasterio de Santa Engracia, en la misma Zaragoza, del que debió de ser abad dicho Juan, antes de su promoción al episcopado.

De otro pasaje de las cartas de San Braulio parece deducirse que tampoco fue ajeno a aquella formación su hermano Frunimiano.

San Ildefonso nos habla del docto magisterio de Juan en las sagradas letras y de su pericia en el cómputo eclesiástico y en la liturgia, para la que hubo de componer algunos himnos y otras piezas elegantes; y San Eugenio lo celebra como distinguido en toda clase de disciplinas, y a quien la misma Grecia se inclina; frase esta última que parece aludir a su formación humanística.

Con tan competente maestro logró Braulio adquirir aquella perfecta y amplia formación, de la que tan gallarda muestra nos dejó particularmente en su epistolario, no sólo en todo el ámbito entonces explorado de las ciencias eclesiásticas, sino también en las letras clásicas y aun en la poesía y la música, ya que también Braulio, como su maestro Juan y su discípulo Eugenio, llegará a componer la letra y la melodía de himnos sagrados, que fueron incorporados a la liturgia de la iglesia visigótica.

Pero la plenitud y madurez de esta formación hubo de cuajar en la escuela y al lado del gran San Isidoro de Sevilla. Empujado por la sed, nunca apagada, de aprender y atraído por el prestigio de este gran doctor de la iglesia española, se traslada Braulio a Sevilla, donde sin que podamos precisar fechas, debió de hacer prolongada estancia o pasar parte de su juventud.

De esta permanencia de Braulio al lado de Isidoro, más aún que en plan de discípulo y maestro en plan de compañerismo íntimo y aun; de colaboración, data aquella profunda, tierna y nunca entibiada amistad entre ambos hombres de cultura y siervos de Dios, teñida, en todo caso, por un discreto matiz de protección paternal de parte del anciano y renombrado arzobispo hacia el joven arcediano y mas tarde obispo de Zaragoza, que tan deliciosamente se revela en la mutua correspondencia.

De regreso ya Braulio en Zaragoza y nombrado arcediano de la misma, probablemente al ser promovido el año 619 a la sede episcopal su hermano Juan, le escribe Isidoro llamándole carísimo y dilectísimo hermano. Señor en Cristo y amadísimo hijo; le manda algún libro y le pide otro; le ofrece como obsequio y signo de amistad un anillo y un manto; y hace votos por volver a verle alguna vez, para que, al que contristaste alejándote, de nuevo le alegres presentándote. Corresponde Braulio con grandes demostraciones de cariño y admiración al que llama el más grande de los obispos y el más excelso de los hombres, luminar esplendoroso e inextinguible; expresa, a su vez, vehementes anhelos de volver a encontrarse; le pide las actas de cierto sínodo y, sobre todo, le ruega con insistencia el envío del libro de las Etimologías, al que se cree con especial derecho, por la promesa que Isidoro le tiene hecha, y por haber sido escrito a ruegos del mismo Braulio.

Promovido éste, por muerte de su hermano Juan, el año 631, a la sede episcopal de Zaragoza, de nuevo escribe al arzobispo de Sevilla una larga carta, llena de elegancia y de humor, en la que simulando unas veces enfados, otras quejas doloridas, ya actitudes agresivas, ya súplicas rendidas y humildes, trata con todo ello de obtener el envío tan deseado y aún no conseguido, del libro de las Etimologías.

Esta vez el insaciable bibliófilo obtiene su ferviente aspiración, puesto que recibe de Isidoro, junto con otros códices, los de las Etimologías; aunque no como él los deseaba y había pedido íntegros, enmendados y bien dispuestos, sino, precisamente, para que llevase a cabo la enmienda —y ello es prueba del concepto que Braulio merecía a Isidoro—, que el propio autor, por falta de salud, dice no poder terminar. En toda esta correspondencia entre ambos siervos de Dios se advierte como una puja de mutua estima y de deferencias, de respetos y de confianzas, de caridad y de humildad, de piadosa devoción y de anhelos sobrenaturales, que encanta y edifica.

La presencia de ambos en el IV Concilio de Toledo, del anciano Isidoro en el cenit de su prestigio y autoridad, como presidente de la asamblea, y del recién nombrado y aún poco conocido obispo de Zaragoza —apenas si llevaría dos años en tal puesto—, debió de ser el último encuentro de los dos grandes amigos. Pero al fallecer, tres años más tarde, el arzobispo de Sevilla, Braulio viene a recoger, como por natural sucesión, la herencia moral y el prestigio de aquél, y a constituirse la primera figura de la iglesia española.

Ya en el Concilio V de Toledo, tres meses apenas de la muerte de San Isidoro, parece haber sido nuestro Santo quien dirige las deliberaciones y redacta los cánones, ordenados casi exclusivamente a la elección pacífica y seguridad de los reyes. Pero es, sobre todo, en el concilio siguiente, el VI de Toledo, donde el prestigio del obispo de Zaragoza se impone y resplandece. Sin ser él metropolitano, y a pesar de hallarse presentes cinco de éstos: el de Narbona, el de Braga, el de Toledo, el de Sevilla y el de Tarragona, San Braulio es el comisionado para contestar, en nombre de la asamblea que reunía obispos, como rezan las Actas, de las Españas y de las Galias, a la queja del papa Honorio I contra los obispos españoles, por supuesta negligencia o sobrada lenidad en la defensa de la fe.

Esta queja del Papa, motivada al parecer por una defectuosa información, tal vez por una interpretación inexacta del canon LVII del Concilio IV de Toledo, en el que se censuraban las conversiones de los judíos obtenidas por la coacción, es rechazada por el portavoz de los obispos, con gran decisión y apostólica libertad, a la vez que con respetuosa y filial veneración al Pontífice, e inequívoco reconocimiento del primado de la cátedra romana. Por causas que ignoramos, San Braulio no asistió al Concilio VII de Toledo, que fue presidido por su antiguo discípulo y arcediano, ahora arzobispo de la sede primada, Eugenio, de quien él había hecho un teólogo, un poeta y un santo. Las señaladas posición e influencia preeminentes de San Braulio en la iglesia visigótica española perdurarán ya hasta su muerte. A él acudirán de todas partes y personalidades las más ilustres en busca de consuelo o de consejo y en demanda de soluciones para sus dudas o cuestiones teológicas, escriturarias, canónicas o litúrgicas.

Entre otros: San Eugenio de Toledo, discípulo y arcediano que había sido, como ya hemos dicho, de San Braulio, y a quien éste, que tal vez le preparaba para sucesor suyo, cediera para la sede primada, forzado tan sólo por las presiones del rey Chindasvinto; y San Fructuoso, el legislador del monacato en la España visigótica y promovido más tarde a la sede metropolitana de Braga. Por una frase de San Braulio, respondiendo a éste, se ha querido deducir una relación de parentesco entre ambos. Si ello fuera verdad, tendríamos a San Braulio emparentado con la familia que dio un rey, Sisenando, al trono de Toledo. Los mismos reyes, como Chindasvinto y Recesvinto, reciben de nuestro Santo consejo o lo solicitan en asuntos de Estado los más importantes. Al primero le sugiere San Braulio la conveniencia, para prevenir posibles perturbaciones en la elección de un sucesor en la corona, de asociar ya en vida, como así se hizo, en el trono a su hijo Recesvinto. Este, más tarde, le encarga con insistencia la revisión de un códice —probablemente el proyecto del Fuero Juzgo, presentado en su día al Concilio VIII de Toledo— en el que el rey tenía gran interés, y de cuya laboriosa corrección por el prelado zaragozano le queda muy agradecido.

Para satisfacer a toda esta correspondencia y al intercambio y copia de códices, a cuya búsqueda y adquisición, por donde quiera que averiguase o sospechase su existencia, se dedicó toda su vida con verdadera pasión de bibliófilo, hubo de organizar nuestro Santo un escritorio, en el que, a veces, como él mismo dice, escaseaban los materiales o pergaminos.

Ejemplo de esa pasión bibliófila es su correspondencia con el célebre abad Tajón, quien habría de sucederle en la sede zaragozana. Este, que había acudido también a Braulio con una consulta teológica, y dejó escrito del mismo: ¿Hay en nuestra época hombre más elocuente, más sabio, más familiarizado con los secretos de la ciencia?, había logrado traer de Roma algunos escritos de San Gregorio Magno, aún no conocidos en España, y nuestro Santo se apresura a rogarle, con gran encarecimiento, se los deje para copiarlos. Por cierto que aquí hubo de echar en olvido, y aun compensar con las más deferentes y afectuosas expresiones, las un tanto agrias con que, tiempo atrás, se había visto obligado a responder a alguna intemperancia del mismo Tajón, y de las que pueden ser muestra las siguientes líneas, en las que se revela la cultura clásica del obispo de Zaragoza: «También yo, si quisiera, podría replicar; …que también yo, como dice Flaco, aprendí letras, y tuve que sustraer con frecuencia la palma al azote de la férula; y también a mí se podría aplicar lo de: huye lejos que lleva heno en el cuerno; y aun aquello de Virgilio: también nosotros, padre, manejamos con diestra fuerte los dardos y el hierro, y también de las heridas que hacemos brota sangre… Pero soy siervo del amor y no quiero perder el tuyo, ni quiero poner en mis palabras cosa de burla o desagradable, como aconseja Ovidio, ni hacer, como dice Apio, alarde de facundia canina; …antes, imitando la humildad del Maestro y Señor Cristo, queremos seguir a aquel que dice: ofrecí mi espalda a los azotes y mis mejillas a las bofetadas…»

Siempre en la correspondencia del Santo aparece, por encima de todo, la más exquisita cortesía, la delicadeza, la humildad —el encabezamiento ordinario de sus cartas es el de: Braulio, siervo inútil de los santos de Dios—, la caridad, la bondad servicial, un gran sentido de humanismo indulgente y un equilibrio ejemplar de consejo y de conducta.

La carta que cierra el epistolario es la dirigida al abad San Fructuoso, en respuesta a las cuestiones escriturísticas que éste le había propuesto, y viene a ser como un pequeño tratado de exégesis bíblica, en el que se pone de manifiesto el gran conocimiento en nuestro Santo de la patrística, del texto griego y de la verdad hebraica. Hacia el final de esta carta, se lee como una especie de presentimiento de su cercana muerte.

Ya en sus últimas cartas anteriores venía hablando con frecuencia el obispo de Zaragoza de la debilidad de sus fuerzas, de su inutilidad, de sus preocupaciones y contrariedades, compañeras inseparables del cargo pastoral, pero que se hacen más sensibles cuando las energías corporales van perdiendo su poder de resistencia, de sus achaques, en especial de su falta de vista, cansada, sin duda, en la lectura asidua de códices enrevesados y de letra difícil; pero en la última carta nos dice algo más concreto: esperando estoy cada día el fin de mi doliente condición mortal.

Y este presentimiento, que para el Santo era una esperanza, se cumplió el mismo año de 651, fecha de la muerte de San Braulio.

Su mejor elogio fúnebre pudo ser el que en su carta le dirigía el mismo San Fructuoso, y que no era sino la expresión del común sentir de la iglesia visigótica contemporánea: «Damos gracias incesantes a nuestro Creador y Señor, que en estos últimos tiempos ha hecho que seáis tal y tan grande pontífice, que en el mérito de la vida y el don de la doctrina sigáis en todo los ejemplos apostólicos, digno de alcanzar la inefable gloria de la patria suprema, junto con aquellos cuya vida incontaminada imitáis en este tempestuoso mundo.»

FIDEL GARCÍA MARTÍNEZ

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