A mediados del siglo XVII el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial: «Este último día de diciembre de 1640, hacia la media noche, ha muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo seis días, el reverendo padre Juan Francisco de Regis, jesuita del Puy”.
Efectivamente, seis días antes, el 26 de diciembre, aquel hombre, hasta entonces aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le apretujaban esperando a que los confesase. Toda la mañana la había pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas.
A las dos les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer desmayado.
Este accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que «el padre santo» no era un ángel, sino un hombre como ellos, a pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver realizar a aquel religioso grandote y flaco. Así sucumbía a sus cuarenta y tres años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa, afirmaría: «Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Juan Francisco de Regis».
Los primeros años de la vida de nuestro “Santo» no tienen especial relieve. Nace el 31 de enero de 1597 en Foncouverte, pueblecillo situado entre Narbonne y Carcasonne, en el seno de una acomodada familia campesina, y en el colegio es un chico, como tantos otros, que juega y estudia. Treinta años antes las guerras de religión habían asolado el país. Los hugonotes habían asesinado a los sacerdotes, destrozado las imágenes, a la vez que robaban y profanaban los templos, cuando no los destruían. A las persecuciones se siguió un ambiente de profunda renovación católica, marcadamente en la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, que influyó para siempre en Juan Francisco de Regis.
A los diecinueve años aquel joven alegremente equilibrado y querido de todos por su encanto natural fuera de lo corriente, empieza a no sentirse a gusto. Nota aversión por las cosas del mundo. Y súbitamente cae en la cuenta de que la santidad, para él, no será accesible viviendo en el ambiente mundano. El sendero de su vocación religiosa comienza a deslindarse. Siente la llamada a alabar a Dios, pero no en una abadía cercana, muchas veces visitada y en la que no pocos monjes son parientes suyos. En su entrega, ahora como después, no busca facilidades personales. Su vocación le impulsa a la Compañía de Jesús, y su alabanza a Dios será ganando almas en el apostolado directo.
Pasan los años de noviciado y estudios, oscuros al exterior, pero luminosos para su alma. Su entrega a la gracia es generosa. En ese ambiente de oración, penitencias y humillaciones voluntarias, su alma de apóstol se va perfilando con pequeños escarceos de catequesis y sermones. Al tiempo de comenzar su teología en Toulouse, 1628, la peste se apodera de la ciudad. Hay que acogerse a la campiña. Y allí, en una casa de campo convertida en escolasticado, es en donde Juan Francisco comienza a sentirse devorado por la prisa en llenar su tarea apostólica.
Varios jesuitas son destinados a atender a los apestados, nuestro estudiante reclama con insistencia ese puesto para él. Pero siempre recibe igual respuesta: «El ministerio de cuidar de los apestados es sólo para los sacerdotes, que pueden mejor que los otros, cuidando los cuerpos, sanar las almas». La peste sigue haciendo estragos entre enfermos y enfermeros. En tres años morirán víctimas de la caridad, por atender a los apestados, 87 jesuitas. Su deseo persiste más intenso a la vez que una paz inmensa llena su alma. El fogonazo de su prisa lo va madurando ante el sagrario. La explosión llega el día en que ingenuamente manifiesta que «se siente culpable, no de haber concebido unas aspiraciones excesivas, sino de haber sido demasiado lento en engendrarlas y harto cobarde en procurar su cumplimiento”. Puesto que para atender a los apestados es preciso ser sacerdote, conjura a su superior para que se le ordene cuanto antes, y con toda sencillez le ofrece en recompensa aplicar por él treinta misas, “por considerarle uno de sus mayores bienhechores».
Las filas de los sacerdotes se han aclarado mucho con la epidemia. Urge el enviar refuerzos a esas regiones arrasadas antes por los hugonotes y ahora por la peste. Los superiores acceden, Pero al mismo tiempo le señalan que la posibilidad de alcanzar la profesión solemne de cuatro votos quedará seriamente comprometida al alternar los estudios con un apostolado prematuro. Para Regis no era despreciable la profesión solemne; pero en la balanza de valores, su anhelo por hacer venir a Dios a la tierra, en sus manos, cada día, y su prisa por enviarle al cielo las almas que le pusiera en su camino, pesaba incomparablemente más. En la fiesta de la Santísima Trinidad, a los treinta y tres años de edad, decía su primera misa. Terminada su formación, pasa nueve meses en un diminuto colegio supliendo a un profesor enfermo. En adelante, los ocho años que aún le quedan de vida será catequista y misionero rural.
Los caminos que nos llevan a Dios son tan numerosos y variados como lo somos las personas que los recorremos. En estos caminos se da la misma diversidad física y moral que existe entre unos hombres y otros. Los hombres ignoramos si Dios marca igual «distancia» a recorrer, igual “cima» a escalar para todos, porque no lo podemos medir. En cambio, lo que sí podemos apreciar es que en la carrera de la santidad hay “velocidades» y tensiones diferentes. En este aspecto diremos que Juan Francisco de Regis llevaba el «motor» muy revolucionado. El fervor de su espíritu había encontrado un cuerpo fuerte, que lo podía secundar. Sus contemporáneos afirman con toda seriedad que “realizaba él solo el trabajo de diez buenos operarios“. En cuarenta y tres años de vida, veinticuatro como religioso, diez como sacerdote y ocho como catequista y misionero, logró que la voz popular le calificara unánimemente con el nombre de «santo”. Y tanto mereció en ese corto espacio de tiempo a los ojos de Dios, que el abogado de su causa de beatificación, refiriéndose a las declaraciones de sus contemporáneos, pudo afirmar: «Todos estos testimonios deben tener tanto mayor peso para la Sagrada Congregación cuanto que los franceses, nadie lo ignora, no pecan, de ordinario, en estas materias por exceso de credulidad. Es por lo que, ante tantos prodigios y milagros evidentes, una especie de soplo divino y nacional parece levantarlos para proclamar la gloria de Dios y la santidad de su servidor».
Comienza a misionar la región de Montpellier y Sommiéres, espiritualmente destrozada por el calvinismo. En seguida su predicación llama la atención. No dice sólo lo que sabe, sino que lo que dice parece que lo ve, aunque se trate de los más profundos misterios. Al oírle, al mirarle predicar, los corazones se sentían tocados, y las lágrimas de los más recalcitrantes corrían. No obstante, su oratoria no era florida. Un predicador de fama, Guillermo Pascal, que le oyó, nos declara: «¡Cuán vanas son nuestras preocupaciones en pulir y adornar nuestros discursos! Las muchedumbres corren a escuchar las simples catequesis de este hombre y las conversiones se producen, mientras que nuestra esmerada elocuencia no obtiene ningún resultado o es de escasa duración».
Esta atracción extraordinaria por escucharle nunca decayó. Años más tarde, en Puy, sus catequesis serán sonadas de verdad. En el proceso de beatificación afirmaron sus promotores que «el milagro está en que en una gran ciudad un hombre de aspecto miserable, siempre vestido de remiendos, sin ningún talento oratorio, que no decía nada fuera de lo ordinario, de un estilo mediocre y grosero, manifestara un tal soplo del espíritu divino, que arrastrase a Dios todas las almas», No faltaron oradores «de fama” que, movidos por la celotipia, avisasen a su padre provincial de que «el padre Regis, por santo que fuera, deshonraba a su ministerio por las inconveniencias y trivialidades de su lenguaje. El púlpito cristiano exige una mayor dignidad». Al día siguiente acusador y provincial fueron a escucharle mezclados entre la masa. El superior quedó impresionado, declarando al acusador simplemente: “Quiera el cielo que todos los sermones fueran impregnados de esta unción. El dedo de Dios está ahí. Si yo habitase aquí, no perdería ninguno de sus sermones”.
Sus servicios como misionero son reclamados más al norte, en el Vivarais, región montañosa y refugio casi inexpugnable de la herejía. Desde hace más de un siglo la diócesis de Viviers rara vez había tenido obispo, y, si lo tuvo, no pudo visitar su diócesis a causa de las guerras religiosas. Todos los beneficios estaban en poder de los hugonotes, y del conjunto de las iglesias diocesanas sólo tres quedaban en pie. Sólo había veinte sacerdotes para toda la diócesis, con una formación teológica reducidísima, ya que para ordenarlos sólo se exigía entonces tres meses de seminario antes de cada orden mayor. Como cabe suponer, la corrupción de costumbres era espantosa. Los ministros de Dios, en lugar de remediarlo, lo fomentaban con su vida libertina y los seglares que se decían católicos no tenían de ello más que el nombre.
Fue aquella una misión de desbroce para preparar la visita del obispo. La confirmación no se daba sólo a los niños, sino a gentes de todas las edades. El poder de seducción sobrenatural del padre Regis comienza a manifestarse entonces. Fue famosa la conversión de una célebre mujer hugonote, irreducible hasta entonces a todos los intentos. Bastó con que el padre le dijera al verla: «Bueno, amiga mía, ¿no quiere usted convertirse?», para que ella respondiera con agrado: «Me lo pide usted con tanta gracia… «
La atención de nuestro misionero se fijó, ante todo, en convertir y santificar a los sacerdotes. El celibato eclesiástico dejaba en muchos casos bastante que desear. A los que vivían según los deberes de su estado, los reforzaba en su virtud y los elogiaba delante del obispo. A los otros trataba de convertirlos humilde y respetuosamente siempre en privado. Si, pasado un tiempo, ni con ruegos ni amenazas venían a mandamiento, los abandonaba a la justa severidad del prelado.
La sanción de alejar a los viciosos produjo cierto descontento, que se tradujo en acusaciones sobre que su predicación estaba llena de sátiras e invectivas sangrantes, que sembraban el desorden en las parroquias. Esto último era cierto. Venía a romper “el orden establecido» malamente.
Monseñor De Suze tenía el temperamento fuerte. Hijo de noble familia de militares, «estaba mejor constituido para mandar un ejército que para dirigir una diócesis». Juan Francisco no se defiende de las acusaciones. Recuerda que su regla le invita, por amor a Cristo, a sufrir como oprobios, falsos testimonios e injurias sin haber dado ocasión para ello. Se contenta con manifestarle que «dadas sus pocas luces, no duda de que se le habrán escapado muchas faltas». Las controversias entre los obispos de Francia y los religiosos en general habían llegado en esta época al paroxismo. Las quejas calumniosas que llegan hasta Roma afectan vivamente al padre Vitelleschi, entonces padre general de la Compañía de Jesús, a causa de esa situación difícil. La conducta de Juan Francisco fue calificada de indiscreta, con muestras de simplicidad, e indicándose a su superior que no bastaba con apartarle de aquella misión, sino que debía ser castigado en proporción a su falta.
El vicario general de la diócesis hizo ver su error al obispo; este, impulsivo, pero recto, hizo llamar inmediatamente al padre, y en público le dio grandes muestras de aprecio, «exhortándole a combatir siempre el vicio con igual discreción». Espontáneamente volvió a escribir al padre general, pero esta vez para hacerle grandes alabanzas del celo, prudencia e inmensa caridad de su súbdito, al que sólo reprochaba el prelado el prodigar su salud, sin preocuparse de los avisos. Dios permitió la humillación de su siervo por la calumnia, pero para dejar mas patente su virtud ante los superiores al no haber querido defenderse. Su fama había sido públicamente restablecida, pero su humildad le mantenía en la convicción del fracaso. Se le había aconsejado tanto la discreción y la prudencia para lo sucesivo, que cualquiera que no fuese tonto comprendería que se le consideraba desprovisto de tales virtudes. Su carácter fogoso y noble se acomodaba mal con esa prudencia humana, hija de una sociedad avejentada.
Sus ideales de apóstol se fijan ahora en el entonces Canadá francés. El evangelizar a los algonquinos, iroqueses y hurones resultaba tremendamente duro y heroico, debido a la pobreza de la misión, inclemencias del país, falto de civilización, y a la posibilidad próxima del martirio; pero allí todo era nuevo, sin límites ni celotipias. Después de mucho orar y de convencerse de que no es el despecho del fracaso, sino el deseo del martirio, lo que le impulsa, pidió ese destino. Las respuestas a sus sucesivas instancias fueron siempre esperanzadoras; pero, a pesar de los deseos del padre general de enviarle, la misión era muy pobre para poder mantener a más misioneros. Cinco años más tarde morirá Juan Francisco, y su «Canadá» serán las montañas del Vivarais, y sus verdugos su propio celo y su ilimitada caridad.
Y comienza la época cumbre de Regis. Con el ideal puesto en la esperanza de ir pronto a romperse en el Canadá y a morir allí mártir, empieza a misionar las aldeas perdidas entre picachos y nieves. De tal manera se entregó sin reservas, que pronto aquellos rudos aldeanos le apellidaron unánimemente «el santo». Pecadores endurecidos que lloran públicamente sus pecados, enemistades ancestrales que desaparecen, libertinajes que se suprimen, fervores que renacen, ésa es la estela que señala su paso en medio de masas de montañeses que recorren muchas millas para venir a escucharle y a confesarse con «el padre santo”. Las facilidades del apostolado no las buscaba para su persona, sino en orden a sus prójimos. Sus catequesis sorprendentes en Puy y sus audaces obras sociales en la ciudad las realizaba en los hermosos días de primavera y verano. Entonces el recorrer las montañas no hubiera dejado de tener su encanto para él, nacido en el campo. Pero era ésa la época de cosechar las reservas para los crudos días invernales.
En la ciudad sus catequesis congregan de ordinario a cinco mil personas, que invaden hasta los altares laterales de la iglesia más capaz para escucharle. A la predicación une las obras de caridad. Pronto se le llama «el padre de los pobres». Organiza la caridad, pero él mismo mendiga de puerta en puerta. Las chabolas le son familiares y corren de boca en boca curaciones y prodigios realizados en favor de los pobres. Lucha sin descanso contra la prostitución y los seductores, y no sin dificultades funda un asilo de arrepentidas. Cada una de ellas es una conquista que resuena en la ciudad, mezclándose en el relato los insultos, bofetadas y bastonazos que el padre ha recibido por su rescate. Pero la cruz más pesada de esta época tal vez sea la obediencia a su rector, hombre pusilánime, que, asustado por los comentarios de “Ios prudentes”, restringe el celo y regula estrechamente la caridad del padre. La obediencia es perfecta; pero a veces la lucha interna le causa fiebre. Tras la prueba, Dios le da otro rector que le apoya en sus santas “locuras».
No nos ha dejado ningún escrito sobre su vida interior este auténtico contemplativo en la acción. Hombre de gran austeridad y penitencia, que pasaba gran parte de la noche en oración, tras de jornadas inverosímiles de viajes a pie, predicando y confesando de continuo, sin reparar en la comida o el descanso. Hombre endiosado que “no tenía más que a Dios en la boca, a Dios en el corazón, a Dios delante de los ojos», «que veía a Dios en todas las cosas», «que predicaba, no lo que sabía, sino lo que veía». Hombre de una fe extraordinaria, capaz de provocar los milagros hasta lo increíble. Y hombre, en fin, que supo dejar hacer a Dios en él maravillas. Ante un hombre tan grande nos quedamos un poco descorazonados para imitarle; pero pensemos que esas maravillas no las hizo él. Estoy cierto de que el más asombrado era el propio Juan Francisco de Regis al contemplar la grandeza de Dios al trasluz de su miseria humana.
JOSÉ ANTONIO MATEO, S. I.