San Benito abad, padre de la Iglesia

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«Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre.» Y fue Benito, el de Nursia. Ha tenido por biógrafo al papa San Gregorio Magno. Pero Benito escribió la Regla de los monasterios, y en ella tenemos retratado su propio vivir cotidiano, observando ya el mismo San Gregorio que Benito, consecuente con su doctrina, fue el primero en observar la norma de vida perfecta que él mismo dictó para monjes observantes, muy distintos de los sarabaítas y giróvagos, plaga de aquellos tiempos.

Nace Benito por los años de 480 en la provincia de Nursia, en los montes Sabinos, no lejos de Roma. Nace en una familia acomodada y tiene, por lo menos, una hermana, por nombre Escolástica.

Ya adolescente, sus padres quieren hacer de él un letrado, un orador, para lo cual le colocan en Roma, asistido en la gran urbe decadente por el aya, que suple las veces de una madre solícita y cariñosa.

Quizá no tiene ya madre en la tierra.

Benito asiste a las aulas de algún rétor y se entrena en la retórica, saliendo discípulo aventajado, como lo demostrará el estilo pulido de su futura Regla, sometido al ritmo o cursus de la elegante prosa entonces en boga.

Pero el joven Benito es un austero montañés, mal avenido con la corrupción de la corte, con el pensar y el vivir de gran parte de la estudiantina, en su mayoría aún pagana. Medita dejar aquel ambiente fétido y malsano, y un buen día sale de la ciudad con dirección a su tierra natal, aunque seguido por su aya, entristecida y alarmada. Se detiene en Afide, parando allí unos meses, conquistándose la simpatía del vecindario, especialmente de su párroco, quien ve en Benito un clérigo ideal, Corre un día la voz de haber recompuesto por arte de milagro un harnero prestado de frágil arcilla.

El que antes desdeñó ser un día gramático o rétor y conseguir con ello un brillante porvenir mundano, huye ahora de la aureola de taumaturgo, buscando un escondido paraje en los cercanos montes, en la cuenca del Anio, hallándolo precisamente junto a unos viejos y desmoronados edificios que habían contemplado las crápulas de la corte neroniana.

Hay allí un embalse artificial y por eso la rocosa cueva por él recogida para mansión se llama cueva de Subiaco (sub-lago).

Enterrado en vida, no habla el intrépido solitario de unos veinte años sino con las alimañas y las aves; de vez en cuando con algún pastor de ovejas y cabras que penetran en la espesura. Un compasivo monje, Román, le viste el hábito monacal y, a hurtadillas de su abad, le propina el necesario alimento, quitándolo de su propia boca.

Ya empieza, contra el todavía imberbe, pero bravo mancebo solitario, la guerra del enemigo malo, rompiéndole a pedradas la esquila que le avisa cuando Román le descuelga por el peñasco la cestilla de pobres provisiones.

Y luego, una ruda tentación carnal, de la que Benito sale triunfador, lanzándose desnudo en el próximo zarzal. Escarmentada la carne, no volverá a rebelarse contra el espíritu.

Ahora le espera al asceta otro género de palestra. Ha visto los peligros de la completa soledad, y, cuando monjes del cenobio de Vicovaro le proponen salir de su retiro y ser su abad, Benito lo consiente, bien que temeroso de su edad y quizá también de un posible fracaso, pareciéndole difícil enderezar a hombres avezados a la indisciplina.

El que hasta entonces había vivido «solo consigo, a la vista del Supremo Inspector», vivirá en adelante con otros en la vida cenobítica o de comunidad, que él considera como la más fuerte y más segura.

Y funda en las cercanías doce conventos con doce monjes cada uno, por el patrón de los monasterios pacomianos del Egipto, en los que oración y trabajo manual están sabiamente organizados.

El abad Benito admite en su convento a gentes de toda edad y condición, a ricos y a pobres, a bárbaros y a romanos, a esclavos y a libres y libertos, con un admirable sentido de cristiana igualdad, porque —dice— «en Cristo todos somos uno y servimos en una misma milicia».

Admite incluso niños, esos pueri oblati, las luego célebres Escuelas monacales, seminario de sabios y de santos.

Entre esos niños ofrecidos por sus padres como ofrenda a Dios con una oblación ritual, están los hijos de dos patricios romanos, Plácido y Mauro, los benjamines de la familia monacal. Con ellos sale cierto día y hace manar copiosa fuente, muy necesaria, dentro del cerco de piedras colocadas por ellos, y entre Mauro y Benito, éste que manda, aquél que obedece, extraen del fondo del lago a Plácido, tragado por las aguas, caminando Mauro a pie, enjuto, sobre el líquido cristal azulado hasta asirlo por el largo cabello.

Pasan días y años en la paz benedictina, entre el ora et labora, dos alas que sostienen al alma en su vuelo. Pero el enemigo, que nunca duerme, concita los ánimos de ciertos monjes revoltosos contra su joven abad, mal avenido con toda liviandad, y quizá demasiado recto para ellos. Murmuran, forcejean, y, al fin, intentan envenenarle con el vino. Mas, ¡oh prodigio! al bendecirlo en el refectorio, quiébrase el vaso. Como el presbítero Florencio, hombre influyente y disoluto, atenta también contra su vida, Benito, siempre sereno, reunida la comunidad, se despide de ella y camina hacia el sur con algunos hermanos adictos a su persona y a la Regla. Entre éstos se cuenta el obediente Mauro, está también el cariñoso cuervo, que grazna y revolotea en torno de la comitiva, cual celoso can, fiel guardador de su amo.

Y llegan juntos a la lejana villa de Cassino, ascendiendo al castro romano que domina el fértil y sonriente valle. Destruidos los simulacros de las divinidades gentiles, los monjes peregrinos establecen allí la vida monástica, aprovechando los muros de antiguos templos y fortaleza. Montecassino será en adelante un místico castillo, una atalaya desde donde los monjes oteen al mundo y calen las nubes en la oración, aunque bajen a librar las batallas del Señor cuando el interés del prójimo así lo demanda.

El monasterio de Benito, «escuela práctica del divino servicio», estará desde ahora constituido por el patrón del cenobio basiliano. En él madura sus experiencias anteriores. Si desde su infancia demostró cierta madurez de anciano, cor gerens senile, podía adiestrarse más y más, y perder quizás algún resabio de aquella nursina durities, característica de su tierra natal. Nadie ya osa envenenar al «venerable varón de Dios, lleno del espíritu de todos los justos».

Quien no le deja en paz es su eterno émulo, Satán, contra cuya picaresca y furia tiene siempre el recurso de la oración y el signo de la santa cruz. A veces bástale el desprecio para fugarlo, cuando le molesta con ruidos, cuando le llama: Maledicte! al no contestarle si le dice: Benedicte!

Y es natural que el diablo le persiga cuando también Benito le persigue él mismo y sus monjes, quemando sus simulacros y derribando sus aras, levantando un bastión espiritual inexpugnable. En él se libran batallas y se adiestran los soldados de Cristo «verdadero Rey, empleando, ante todo, las preclaras y fortísimas armas de la santa obediencia, amando y sirviendo a ese magno Rey que ni muere ni es infiel a sus promesas».

El asedio diabólico llega a ser tan rabioso, que le mata un joven monje, de noble familia, derribando cierto día la pared en construcción. Pero Benito abad arrebata su presa a la muerte voraz. La guerra contra Benito no difiere mucho de las célebres tentaciones del abad Antonio, patriarca de monjes en Egipto. Menos importancia tuvo el imaginario incendio de la cocina monasterial. Menos también el caso de aquella piedra que, con no ser muy pesada, no pueden moverla entre todos los monjes canteros. Pero no la mueven con palanca, la levantan como una plumilla cuando Benito conjura al diablo en ella asentado. De ahí la medalla y la llamada cruz de San Benito, tan buscada por los fieles.

Otro día lo lanza del cuerpo de un monje, obseso por el maligno, quien le mueve a salirse en seguida de la oración común y aun del monasterio. Entonces el conjuro eficaz es un sonoro bofetón y el monje permanece con los demás en el coro.

Se precisa un instrumento eficaz para que la obra emprendida quede consolidada y perdure hasta el fin de los tiempos; una Regla que resuma la evangélica perfección y recoja el espíritu y la experiencia monástica de Oriente y Occidente.

De ahí la Regla benedictina, la Regla maestra, la Santa Regla, la más sabia y prudente de las Reglas (San Gregorio M.), el código que figurará sobre el altar, junto a la Biblia, en algunos concilios de la Iglesia.

El abad Benito, buen romano, que sabe dictar leyes, pero también cumplirlas, es el primero en el coro a las dos de la mañana, cuando comienza el canto de las divinas alabanzas. El es el más asiduo en la «lección divina» diurna y nocturna, en el trabajo de manos, que ocupa al monje varias horas. No come carne de cuadrúpedos, como tampoco sus monjes, pero sí bebe una discreta hemina o módica ración del generoso vino de la soleada Campania, tan regustado por Horacio.

En el régimen abacial, como «padre que es del monasterio», procura a cada cual lo necesario, sin atender a las envidias, pero también sin demostrar injustas y odiosas preferencias, «amando más, únicamente, al que halla más aventajado en la obediencia», que todo lo resume.

Mira con especial solicitud de padre a los monjes enfermos, enfermos del cuerpo o del alma, viendo en ellos, muy especialmente, a Cristo, como también en los huéspedes.

Redacta un código penal, moderado cual ninguno en aquel tiempo, y antes de acudir al cuchillo de la separación con la oveja obstinada en perderse, discurre su caridad mil ingeniosos ardides, mil remedios de prudente médico y de avisado pedagogo. Aunque no transige en punto a los principios básicos, si alguno delinque descubre el delito con su admirable discreción de los espíritus y reprende en forma severa al par que paternal.

Todo el secreto de la evangélica perfección lo cifra en el complejo que llama humildad. Por los doce grados de ésta el alma llega infaliblemente a la celsitud de la perfección, a la unión de caridad más íntima con Dios, la cual fuga el imperfecto temor. Por eso reprende ásperamente a cierto monje joven y noble, alumbrándole él mismo en la comida, para con ello confundir su secreta y mal dominada soberbia.

Quiere con inflexible lógica que todo sea lo que se dice ser. Así el oratorio ha de servir para orar, no para charlar; el abad, que se llama padre, ha de serlo con todas sus consecuencias. Ha de hacer dulce la vida a sus monjes, como también éstos la del abad, y todo, principalmente, por honor y amor a Cristo.

El mayordomo, que comparte algo de la cura abacial, ha de participar asimismo del espíritu de paternidad con los monjes. No son súbditos de un señor y miembros de una sociedad religiosa, sino miembros de una familia; porque en el monasterio ha de haber cálidas relaciones familiares, Entre hermanos de toda edad, condición y temperamento, débense evitar roces dolorosos y hacer del cenobio una antesala del cielo.

El trato mutuo habrá de ser, no sólo correcto, sino de, licado y exquisito. Ni el tuteo está permitido al monje, porque el amor fraterno no excluye el respeto. Benito guarda siempre un continente noble y señorial, propio de su distinguida cuna. Considera que el monje, quizá de villana extracción, elevado ya por su total entrega a Cristo, adquiere una dignidad que le prohibe todo lo rústico y lo vulgar. Ha aprendido en San Ambrosio que «nobleza es virtud», todavía más que herencia de sangre, quizá viciada y corruptible si no corrompida por el vicio, tan general entre ricos y potentados.

Pero si el padre Benito es un asceta contemplativo y mira al cielo desde la torretta de Montecassino, no por eso desdeña la acción de caridad y de apostolado con aquellos que se debaten en lo bajo del valle contra el pecado y la adversidad.

Desciende con frecuencia, requerido por los grandes o por los humildes. Un día será un clérigo que pide aceite para un remedio urgente; otro día vendrá un pobre aldeano acosado por su brutal acreedor; otro día resucitará al niño de cierto labrador que se lo pide con sencilla fe; una vez recibe en audiencia al bárbaro rey Totila, despidiéndole corregido después de anunciarle que, tras de conquistar Roma, pasará a Sicilia, y al nono año morirá.

Pero, si toda humana desgracia conmueve su corazón, aféctale muy especialmente la ceguera de los que no conocen a Dios ni viven como para gozarle para siempre. Y por eso, aun renunciando al propio gusto, pero sin perder por ello la presencia divina, deja con frecuencia su amada soledad claustral, atendiendo a la salud espiritual de los pueblos comarcanos e iniciando así la labor misionera que luego sus monjes habrán de proseguir y ampliar por todo el Occidente, mereciendo con esto el título de padre de Europa que Dom Guéranger y finalmente el papa Pío XII atribuyeron.

El diálogo con los hombres no impide su dialogar con Dios, pues al que «ve al Creador se le hace angosta toda criatura». De donde él saca mayor luz y fuerza es de su trato con la Divinidad en los divinos misterios, el Opus Dei, la obra de Dios por excelencia, a la que nada se debe anteponer, según él enseña, por ser ellos la fuente de toda santidad, ocupación y obra principal del monje, como de todo buen cristiano.

El abad oficia, sin duda, siquiera en los días solemnes del año litúrgico. Es el primer liturgo de la casa y bien se nota que Benito tiene de Roma la confianza e incluso los poderes sacerdotales, requeridos para ciertos actos, como son la excomunión de unas beatas insolentes con su buen capellán,

En el último decenio de su vivir terreno ve Benito extinguirse algunos luceros de la Iglesia, amigos suyos: el gran Cesáreo de Arlés, como él legislador monástico. Luego el sabio abad de Vivario, Casiodoro, mentor de reyes. Una estrellada noche ha contemplado subir a los cielos, en globo, como de fuego, el alma santa de su buen amigo el obispo de Capua, Germán. Pero más aún le afecta el vuelo de paloma al seno del Esposo de su entrañable hermana, la virgen Escolástica, que ante Dios todavía ha podido mas que el, consiguiendo una furiosa tempestad para alargar unas horas la postrera despedida.

Todo esto le va despegando más y más de todo lo transitorio y apegando a lo eterno, afligiéndole asimismo la precaria situación de la patria y de la Iglesia, mal dirigida por el papa Vigilio, a quien el clero romano tilda de perjuro al credo de Calcedonia. Presiente además, nuevas invasiones y saqueos, el incendio y destrucción de su propio monasterio, salvas únicamente las vidas de sus monjes, y todo junto abate al anciano y facilita su vuelo a las altas esferas, donde se alaba a Dios y se le canta el Aleluya sin cansancio.

Quizá las nieblas invernales impresionan también su salud. Resiste la Cuaresma del 547, pero el Jueves Santo, 21 de marzo, asistiendo a los divinos misterios, siéntese morir y quiere hacerlo de pie, como lo deseaba Vespasiano.

Efectivamente; el bravo atleta de Cristo, de pie, envía su espíritu al Creador, nutrido del cuerpo y sangre de Cristo y oleado, sostenido por sus hijos, que celebran entre alegres y tristes el tránsito, la Pascua de su abad, que les había enseñado a «desear con toda concupiscencia espiritual la vida perdurable y con gozo, la santa Pascua».

Unos monjes, más favorecidos, contemplan su alma voladora subiendo sobre alfombras y entre mágicas luminarias, hasta posarse en el trono prometido a cuantos lo dejaron todo por seguir a Cristo.

Y la luminosa estela que tras él queda en el mundo, no se acaba de borrar. Benito, el Pater, Dux et Magister Benedictus, como dice San Bernardo, apacienta todavía con su doctrina, su vida, su intercesión, a cuantos se cobijan entre los pliegues de su amplia cogulla.

GERMÁN PRADO, O. S. B.

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