En la semblanza literaria de San Nicolás de Tolentino han influido las dos corrientes espirituales que dieron fisonomía a la Orden agustiniana, de que fue miembro la eremítica y la apostólica.
Muchos panegiristas le pintan como puro contemplativo, terrible flagelador de la carne, sin gurruminerías con la naturaleza lapsa, como amigo de la soledad al escucho de las palabras interiores. Con todo, los testigos más antiguos, es decir, los que hablan en su proceso de canonización, descubierto modernamente, nos dan un santo más humano y social, en diálogo vivo con el mundo de las almas. No hay que decir que nuestras simpatías se van por esta estampa hagiográfica, más acorde con nuestra sensibilidad moderna y la historia. Nos place saber que San Nicolás se tomaba tres vasitos de vino muchos días, aunque desvirtuándolo con un poco de agua. Y más que el enfermo inflexible, que para no romper su propósito de abstinencia de carne, contra la prescripción del médico y el mandato del superior, con una bendición hizo volar del plato la perdiz asada que le presentaron, nos atrae el religioso dócil, que gusta un trocito del ave, y el resto lo pasa a otros enfermos del convento.
La Marca de Ancona, bella región de Italia, asomada al Adriático y oreada con las bendiciones de la Virgen de Loreto, conserva las huellas de la existencia terrena de nuestro Santo. En Castel Santángelo, dos cónyuges, Compañón y Amada, aureoladas en el citado proceso con alabanzas de vida muy ejemplar, lamentaban el vacío de su hogar. «Sábete, Berardo, que mi padre y madre no eran personas de prestigio ni ricas. Pero deseaban tener prole.» Esta confidencia hizo el mismo Santo al amigo que declaró en el proceso. E invocaban con ardor al gran taumaturgo, muy venerado en la región, a cuya tumba peregrinaron juntos: San Nicolás de Bari. «Si nos das un varón, lo haremos religioso: si nos das una hija, ella será monja.» Y vino el varón de los deseos, y el hijo del milagro, a quien pusieron el nombre de su bienhechor. La nueva criatura fue el ángel del hogar. «Yo conocí a fray Nicolás durante doce años, y cuando estaba junto a él me parecía un ángel», declara una testigo, por nombre Giovannina.
Aunque nos atraen mucho los santos humanos, no se puede negar la existencia de criaturas muy angelicales, como el niño Nicolás. Su primer biógrafo, fray Pedro de Monterubiano, que le conoció en vida, nos conserva esta noticia: «Yo mismo he oído al enfermero que le asistía lo siguiente: Un día nuestra conversación recayó sobre la inocencia de los niños y fray Nicolás me dijo: Hermano mío, la inocencia, de que hablarnos, se pierde con los años. En verdad, yo que soy un pecador, a quien tú bien conoces, en aquella inocente edad, asistiendo al sacrificio de la misa, veía con estos mis ojos un Niño todo vestido de blanco, lleno de resplandor, que a la elevación de la hostia me decía: Los inocentes y los buenos me son muy queridos. Con los años, quedé privado de aquella visión». Podemos pues hablar de la belleza angelical de la niñez de Nicolás. Y aunque se ocultó el Niño blanco de la Eucaristía, no perdió el ampo de su candor. Por eso a los diez o doce años, oyendo predicar a fray Reginaldo de Monterubiano, sintióse atraído por el hábito y la vida de los hijos de San Agustín.
Después de cinco años, preparación literaria y moral, hizo probablemente el noviciado en el convento de San Ginés, y al año siguiente la profesión. El estudio, el coro, el trabajo manual eran las ocupaciones ordinarias de los frailes de aquel tiempo. Sobre sus aptitudes mentales nada dicen los testigos del proceso. Mencionan su diligencia: «No perdía un momento de tiempo», asegura un testigo. Los mandatos de los superiores los acogía con esta frase: Libenter faciam: lo haré con gusto. Se hacen lenguas de la mortificación y abstinencia de la mesa, donde prefería los alimentos vegetales. En los conventos de San Ginés, de Cingoli y de Tolentino hizo, seguramente, los estudios, y al fin recibió las órdenes sagradas de manos del obispo de Osimo, tal vez en el año 1269.
En los seis primeros años de su sacerdocio fue conventual en Valmanente, Recanati, Montegiorgio, Plaiolino, Treia, Montolmo y Fermo. Tal vez sus buenas prendas de predicador fueron la causa de sus viajes y cambios, según opina el padre Concetti. Estando en Valmanente tuvo una visión que da particular color a su fisonomía espiritual. Una noche le despertaron las voces lastimeras de un alma del purgatorio: la de su pariente fray Peregrino de Osimo. «Te pido por favor que celebres la misa de difuntos para que me vea libre de las penas que padezco.» Excusóse fray Nicolás, por ser a la sazón hebdomadario, encargado de la misa conventual, que debe celebrarse según el rito de cada día.
Y entonces fray Peregrino le invitó a dirigir la mirada a la gran llanura que daba a la ciudad de Pésaro, toda ella rebosante de almas en pena que le pedían misericordia. Fray Nicolás tuvo lástima de aquellas pobres almas, y obtenido el conveniente permiso, celebró un septenario de Misas por los difuntos, añadiendo grandes penitencias y ayunos en sufragio de las ánimas. Al séptimo día, con nueva aparición, fray Peregrino le alegró con la gran noticia: él y toda la multitud paciente, que había visto, gozaban de la eterna gloria. Tal es el origen del septenario de misas de San Nicolás aprobado por la Santa Sede, en sufragio de las ánimas del purgatorio.
Sin duda la celebración del sacrificio del altar fue el centro espiritual de fray Nicolás. El padre Natimbene declaró con juramento: «Estuviese enfermo o sano, fray Nicolás todos los días celebraba la misa, a no ser que una extraña debilidad le imposibilitase a tenerse en pie. Antes de celebrarla, solía confesarse siempre y en la misa derramaba lágrimas. Lo vi yo y muchísimas veces estuve presente y con frecuencia se confesaba conmigo». Un testigo seglar dice: «Conocí a fray Nicolás durante diez años antes de su muerte. Cuando iba a oír misa a la iglesia, lo veía entre los frailes con la capucha calada hasta los ojos. Con muy suaves modales decía todos los días misa, y cuando le aquejaba alguna enfermedad, salía al altar apoyado en un bastón. Muchas veces le vi y oí su misa, en la que lloraba».
En el año 1275, a los treinta años de su edad, se estableció para siempre en Tolentino.
En el Sumario de los procesos, apurando la esencia de todos los testimonios, se hace el siguiente retrato: Nicolás era puro, modesto, sin ambición, afable, comunicativo, tranquilo, enemigo de la envidia y del escándalo, moderado, recto, sabio, prudente, discreto, despreciador de la avaricia, diligente, atento para sus dependientes, hombre de buen sentido, leal, humilde, cortés, y aunque pálido, de una hermosura angelical, que resplandecía más en contraste con la negrura del hábito, que llevaba con decoro. Era tenido comúnmente como santo y respetado y venerado.
Dormía sobre una yacija de paja, sirviéndole el manto de cubierta. Tenía en la celda un saquito de habas, sobre el cual solía arrodillarse para orar. Lo guardaba escondido, para que no se lo vieran los frailes, pero no pasó desapercibido a la curiosidad de fray Mancino de Forte, como lo declaró en el proceso. Ayunó con mucho rigor durante su vida, según se lo permitían las enfermedades. Con agua fría desaboraba las legumbres y verduras cocidas.
Flagelaba su carne con ásperos instrumentos. El doctor Berardo Apillaterra, notario de Tolentino, confiesa: «Cuando lavaron su cadáver, yo me hallaba presente. Y le vi en la espalda unas manchas lívidas, y preguntando a los frailes la causa del fenómeno, me dijeron que eran efecto de las flagelaciones». Iba modestamente por la calle, con la capucha calada, de modo que era difícil verle bien el rostro.
Fray Nicolás fue predicador de mucha reputación y guía de almas muy estimado. Conocía a fray Nicolás —dice Aldisia Giacomucci, devota suya— más de diez años. Era sumamente atrayente para los penitentes, a quienes instruía y daba consejos para evitar los pecados, ofreciéndose a hacer penitencia por ellos. Lo sé esto porque muchas veces me confesé con él, y me lo han contado las personas vecinas que también le confesaban sus pecados.» Nina Jocarelli, otra penitente suya, declara también: «Con frecuencia me confesé con fray Nicolás. Por lo que yo podía comprender, me parecía un santo, de muy buenos modales, humilde y cortés. Siempre que me confesaba con él y recibía su bendición, volvía a casa llena de consuelo, y me parecía haber recobrado la agilidad de un pájaro». Imponía ligeras penitencias, porque él mismo se ofrecía a satisfacer por los penitentes. Por eso, según atestigua fray Ventura, «comúnmente los hombres y mujeres de Tolentino, así como los forasteros, corrían al confesonario de fray Nicolás, así como él era llamado particularmente al lecho de los moribundos». Según testimonio de otra devota, toda la población de Tolentino se confesaba con el, porque le tenían por un santo.
También alimentó mucho al pueblo con la doctrina evangélica, porque fray Nicolás fue predicador. Mas toda su vida era una predicación ejemplar. Como colector de limosna, llegaba a todas las casas el buen olor de su vida.
«Cuando yo era fraile menor, dice el padre Pedro, obispo de Macerata, muchas veces vi a fray Nicolás pidiendo pan por las calles de Tolentino. Iba bajito y humilde. Su colecta era copiosa y con ella proveía también a muchos pobres de la ciudad. A los más indigentes iban sus mejores atenciones y socorros.
Ya se puede conjeturar que la vida de oración sostuvo a este gran contemplativo en sus muchos trabajos, penitencias, combates de espíritu y enfermedades corporales. Lo mismo que al Cura de Ars, el demonio le maltrató muchísimo, apaleándole y causándole graves heridas, hasta dejarle cojo.
«Yo mismo le vi aquella herida grande y molesta», dice Nuccio de Rogerio, de la que tuvo en la pierna. Veinte días de cama tuvo que guardar en cierta ocasión, por los malos tratos del demonio. Su enfermero, fray Giovannino, observó lívidos rosetones en la cara, en los brazos y espalda.
Los últimos cinco años de su vida fueron de mucho trabajo y sufrimiento, si bien no dejó el apostolado. Sus devotos le regalaban pan fresco, y algunos manjares de alivio, pero todo iba a las manos de los pobres. Aun estando mal, un día, apoyado en un bastón y sostenido por un fraile, consoló y curó con una bendición, de su parálisis, a Hugo Corradi de Tolentino. En los postreros días le recreó la visión de la estrella, que se ha hecho emblema de su santidad. Un meteoro luminoso, moviéndose desde Castel Santángelo, iba a posarse en el oratorio donde solía orar y decir la misa, bañando de claridad a Tolentino. Apenas cerraba los ojos, para dormir, volvía a lucir la estrella, anunciando la futura gloria del siervo de Dios y de la ciudad, que vio sus fatigas y heroísmos.
Ocho días antes de morir le consoló igualmente la vista y contemplación de una imagen de la Virgen, que pidió llevaran a su cuarto.
El día 10 de septiembre de 1305, a los sesenta años, confortado con la absolución general y el viático, murió santamente, mientras fray Giovannino le repetía al oído el verso del salmo preferido del moribundo: Me ofrezco en sacrificio de alabanza a Vos, Señor.
Su cuerpo ostentaba las huellas de los malos tratos del demonio. Una devota suya y penitente le lavó los pies y manos y recogió y guardó el agua en una garrafa, donde se conservó limpia y milagrosa por muchos años. Al poco tiempo comenzaron los milagros y romerías a Tolentino, atraídos por el olor del Santo. Fue de mucha fama la resurrección de una muchacha de Fermo, de doce años, llamada Filipina. En los frescos del siglo XIV que adornan la capilla donde estuvo enterrado, se celebran estos y otros milagros, que le merecieron el título de taumaturgo. Se instruyó el proceso para su beatificación durante el pontificado de Juan XXII en el año 1327, a los veintidós de su muerte, incluyéndose en él 300 milagros, si bien por causas no puestas en claro aún, se retrasó un siglo la canonización, hasta que Eugenio IV, en 1446, le declaró Santo. Es célebre su reliquia del brazo, que ha sangrado más de veinticuatro veces, y su cuerpo se conserva en Tolentino, en la iglesia de los agustinos, donde tanto predicó, confesó y lloró, celebrando la misa. En el día de su fiesta se bendicen los llamados panecillos de San Nicolás.
Los grandes artistas italianos, el Perugino, Antoniazzo Romano, B. Loschi, V. Tamagni, A. Nucci y otros, le consagraron obras que se admiran en los museos de Italia, dándole por emblemas una azucena por la pureza de su vida, un libro por sus méritos de predicador, y un crucifijo por su amor a Cristo y a la penitencia. Es abogado de las almas del purgatorio, protector de la Iglesia, a la que amparó en grandes calamidades históricas, haciendo decir al papa Alejandro VII: Verbi Dei sanguine praedicamus sanctam esse constructam Ecclesiam et sanguine Sancti Nicolai esse protectam: Pregonamos que la Iglesia fue fundada con la sangre del Verbo de Dios, y amparada con la sangre de San Nicolás. Alude con estas palabras a las diversas efusiones de sangre del brazo, con que anunció tribulaciones y males que amenazaban a la Iglesia.
VICTORINO CAPÁNAGA, O. R. S. A.