Mereció el título de «Doctor Universal” por la profundidad de sus conocimientos y por la extraordinaria amplitud de su ciencia en todos los campos. Fue maestro de Santo Tomás de Aquino, el más importante de los teólogos de todos los tiempos. Su fiesta la celebra la Iglesia universal el 15 de noviembre de cada año.
De origen suabo, de la familia Bollstädt; nació en el castillo de Lauingen, a orillas del Danubio, en 1206. En la Universidad de Padua, donde estudió, encontró al Beato Jordán de Sajonia, sucesor de Santo Domingo, quién lo encaminó a la vida religiosa y lo comunicó a la Beata Diana D´Andalo, que estaba en Bolonia, anunciándole que había admitido en la orden a diez postulantes, «dos de ellos hijos de condes alemanes». Uno era Alberto. Pero cuando el conde de Bollstädt se enteró de que su hijo había vestido el hábito de fraile, se enfureció y quiso sacarlo de la orden, lo que no ocurrió porque lo trasladaron al convento de Colonia, la escuela más importante de la orden. Alberto enseñó en Colonia en 1228 para pasar después a prefecto de estudios y profesor en Hildesheim, en Friburgo de Brisgovia y en Estrasburgo.
Cuando volvió a Colonia, era ya famoso en toda la provincia alemana. Como París era entonces el centro intelectual de Europa, Alberto pasó allí algunos años hasta que obtuvo el grado de profesor. La concurrencia de estudiantes a sus clases fue tan grande que tuvo que enseñar en la plaza pública, que lleva su nombre, la Plaza Maubert, «Magnus Albert». Elegido provincial de Alemania, dejó la cátedra de París para dedicarse al cuidado de las comunidades que presidía, recorriendo la región a pie, mendigando por el camino el alimento y el hospedaje para la noche. En 1248, los dominicos abrieron una nueva Universidad en Colonia y nombraron rector a San Alberto. Allí tuvo entre sus discípulos a Tomás de Aquino. Después hablaremos más ampliamente de los dos.
La Tierra es redonda
En su tiempo, la filosofía comprendía las principales ramas del saber humano: la lógica, la metafísica, las matemáticas, la ética y las ciencias naturales. Sus treinta y ocho volúmenes, incluyen todas esas materias, sin contar los sermones y los tratados bíblicos y teológicos. San Alberto y Rogelio Bacon se destacan en el campo de las ciencias naturales, que «investigan las causas que actúan en la naturaleza». En sus tratados de botánica y fisiología animal, su capacidad de observación le permitió disipar leyendas como la del águila, que, según Plinio, envolvía sus huevos en una piel de zorra y los ponía a incubar al sol. Puntualizó datos geográficos en sus mapas de las cadenas montañosas de Europa, explicó la influencia de la latitud sobre el clima y, en su descripción física de la tierra demostró que ésta es redonda. Pero el principal mérito científico de San Alberto reside en que, al caer en la cuenta de la autonomía de la filosofía y del uso que se podía hacer de la filosofía aristotélica para ordenar la teología, re-escribió las obras del filósofo para conseguir que los cristianos las aceptaran y utilizaran. Además, aplicó el método y los principios aristotélicos al estudio de la teología, con lo que se convirtió en el iniciador del sistema escolástico, que su discípulo Tomás de Aquino había de perfeccionar, de manera semejante a lo que ocurrió con Copérnico, quien habiendo corregido la teoría de Ptolomeo que enseñaba la inmovilidad de la Tierra, sobre la que giraban el Sol y los planetas, y afirmado que es el Sol el que ocupa el centro y la Tierra y los demás astros giran alrededor del sol, teoría heliocéntrica, que supondrá una revolución no sólo en el campo de la astronomía sino también en la propia mentalidad y visión del mundo, fueron Kepler y Galileo los que gozaron del hallazgo. De una manera semejante fue Alberto quien reunió y seleccionó los materiales y echó los fundamentos y Santo Tomás el que construyó el edificio.
Alberto, creador del «sistema predilecto»
Como cristianizador de Aristóteles, es el principal creador del «sistema seguido por la Iglesia». Con lo que su discípulo, el buey mudo de su clase, el Doctor Angélico, se convirtió entre los teólogos del siglo XIII, en el gran adalid del progreso, con lo que los mugidos de ese buey han resonado en el mundo entero, como Alberto había profetizado. En efecto, la teología tradicional, heredada del siglo XII y codificada en el libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, era hostil al uso de la razón en la explicación de los dogmas y se limitaba a coleccionar y ordenar los argumentos de los Padres, especialmente del mayor de todos, San Agustín. Los excesos de Roscelín, de Gilberto de la Porrée y de Abelardo les habían prevenido contra el uso de la Dialéctica, que consideraban como una especie de racionalismo y la sustituían por un misticismo piadoso y contemplativo, derivado de San Bernardo y cultivado con brillantez por Ricardo y por Hugo de San Víctor.
Los teólogos por un lado, y los filósofos, abusando de la autoridad de Aristóteles con sus adherencias árabes y judías por otro, abrían cada vez más hondo el foso que iba separando y oponiendo la Teología a la Filosofía, por no tener la perspicacia para descubrir, como ocurre también hoy, que no hay contradicción entre la Teología y las ciencias humanas, sino diferentes metodologías. Lo que es la causa, como afirmó Pablo VI de que: «la separación entre el Evangelio y la cultura es dañino en nuestro tiempo como lo fue en otras épocas» (EN 20). Por eso llegó a tiempo San Alberto Magno para advertir la necesidad de revisar las mutuas posturas, tratando de armonizar en la Filosofía a Platón con Aristóteles, con lo cual unía a San Agustín, representante del platonismo, con Aristóteles. También la Teología debía utilizar los servicios de la Filosofía, aunque permaneciendo ésta como «ancilla Teologiae».
Alberto Magno, tenía más erudición que originalidad, más curiosidad que penetración, y no logró dominar plenamente los vastísimos materiales que con su estudio e investigación había acumulado; le faltó la crítica y no consiguió evitar un cierto eclecticismo. Su espíritu compilador no pudo lograr la síntesis. Y dejaría la culminación de esta empresa colosal a su discípulo predilecto, Tomás de Aquino. Este, con la aprobación de la Santa Sede, trabajó sobre una traducción directa de Aristóteles, y un estudio profundo sobre el Estagirita y sobre San Agustín le descubrió que el espíritu de ambos no era divergente y podía ser armonizado. Con una síntesis propia y personal hizo suyo el espíritu de ambos, y situó en la base la experiencia y la técnica aristotélicas y en el vértice las geniales intuiciones agustinianas, enriquecidas con sus agudas aportaciones personales. Este trabajo y agudeza determinará que, a partir de él, la Teología se convierta, sin perder nada de su altura y afectividad, en verdadera ciencia. Ya no será puramente mística y subjetiva, sino también científica y objetiva. En adelante, va a ser más difícil su estudio, pero en compensación, resultará más rica y fecunda. Por eso con Santo Tomás comienza una época nueva para la Teología y para la Filosofía. Fue un cambio profundo y gigantesco.
La colaboración de la fe y la razón, augurada por Alberto, aseguraba a la Teología fundamento inconmovible, como afirma Santiago Ramírez, en su Introducción a la Suma, donde dice que: «Santo Tomás se sumerge hasta lo más hondo de los problemas, buceando sus reconditeces más ocultas con una facilidad y agilidad pasmosa. Nada de titubeos, nada de saltos en el vacío, nada de pasos atrás. Montado sobre principios indiscutibles y evidentes, puestos al principio de cada tratado…, se lanza imperturbable al sondeo de las conclusiones más recónditas, avanza con paso firme, explora con ojos de lince, recoge solícito las conclusiones anudándolas fuertemente a sus principios, y sobre ellos vuelve a emerger, exhibiendo su presa a la luz del día, en un lenguaje todo sencillez y transparencia», mientras Alberto se mantenía humilde y rezaba: «Señor Jesús, pedimos tu ayuda para no dejarnos seducir de las vanas palabras tentadoras sobre la nobleza de la familia, sobre el prestigio de la Orden, sobre lo que la ciencia tiene de atractivo».
Escribe y enseña
San Alberto escribió durante sus largos años de enseñanza y no dejó de hacerlo cuando se dedicó a otras actividades. Como rector del «studium» de Colonia, se distinguió por su talento práctico, por lo que de todas partes le llamaban a arreglar las dificultades administrativas y de otro orden. En 1254, fue nombrado provincial en Alemania. Asistió al capítulo general de la orden en París. Su prestigio había provocado la envidia de los profesores laicos contra los dominicos. Lo que costó a Santo Tomás y a San Buenaventura un retraso en la obtención del doctorado. Alberto defendió en Italia las órdenes mendicantes atacadas en París y en otras ciudades de cuyos ataques había participado Guillermo de Saint-Amour con su panfleto «Sobre los peligros de la época actual». En Roma, San Alberto fue maestro del sacro palacio, lo que hoy sería teólogo y canonista personal del Papa. Y también predicó en las diversas iglesias de la ciudad.
Obispo de Regensburgo
En 1260, el Papa le consagró obispo de Regensburgo, cuando se había convertido en «un caos en lo espiritual y en lo material». Allí permaneció dos años, porque el Papa Urbano IV aceptó su renuncia, para regresar a la vida de comunidad en el convento de Würzburg y a enseñar en Colonia. Pero en ese breve período hizo mucho por remediar los problemas de su diócesis. Su humildad y pobreza eran ejemplares. La aceptación de su reenuncia por el Papa cusó gran gozo en el maestro general de los dominicos, Beato Humberto de Romanos, que ya quiso impedir que fuera consagrado obispo. Alberto volvió al «studium» de Colonia, hasta que recibió la orden de colaborar en la predicación de la Cruzada en Alemania con el franciscano Bertoldo de Ratisbona. Vuelto a Colonia, se dedicó a escribir y enseñar hasta 1274, en que se le mandó asistir al Concilio Ecuménico de Lyon. La víspera de partir, conoció la muerte de su querido discípulo, Santo Tomás de Aquino. A pesar de de su avanzada edad, Alberto tomó parte muy activa en el Concilio, y junto con el Beato Pedro de Tarantaise, futuro Inocencio X y Guillermo de Moerbeke, trabajó por la reunión de los griegos, y apoyó la causa de la paz y de la reconciliación. Defendió la obra de Santo Tomás cuando el obispo de París, Esteban Tempier, y otros personajes, atacaron violentamente los escritos de Santo Tomás.
La Virgen le concedio el talento y la memoria
Dictando una clase, súbitamente le falló la memoria y perdió la agudeza de entendimiento. Alberto refería que, de joven, le costaban los estudios y por eso una noche intentó huir del colegio donde estudiaba. Pero al subir por una escalera se encontró con la Virgen María que le dijo: «Alberto, ¿por qué en vez de huir del colegio, no me rezas a mí que soy ‘Causa de la Sabiduría’? Si me tienes fe y confianza, yo te daré una memoria prodigiosa. Y para que sepas que fui yo quien te la concedí, cuando te vayas a morir, olvidarás todo lo que sabías». Lo que sucedió como la Virgen le dijo.
Su ocaso
A los 74 años murió apaciblemente en Colonia, mientras conversaba con sus hermanos. Era el 15 de noviembre de 1280. Se había hecho construir su propia tumba, donde todos los días a rezaba el Oficio de Difuntos. Fue beatificado en 1622, y canonizado en 1872 y en 1931, Pío XI, en una carta decretal, lo proclamó Doctor de la Iglesia e impuso a toda la Iglesia de occidente la obligación de celebrar su fiesta. San Alberto, dijo el sumo Pontífice, poseyó en el más alto grado el don raro y divino del espíritu científico. El puede inspirar a nuestra época, que tiene tanta esperanza en sus descubrimientos científicos. San Alberto es también patrono de los estudiantes de ciencias naturales.
Fuente: http://www.jmarti.ciberia.es/hagiograficos/SAN_ALBERTO_MAGNO.htm
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De origen suabo, de la familia Bollstädt; nació en el castillo de Lauingen, a orillas del Danubio, en 1206. En la Universidad de Padua, donde estudió, encontró al Beato Jordán de Sajonia, sucesor de Santo Domingo, quién lo encaminó a la vida religiosa y lo comunicó a la Beata Diana D´Andalo, que estaba en Bolonia, anunciándole que había admitido en la orden a diez postulantes, «dos de ellos hijos de condes alemanes». Uno era Alberto. Pero cuando el conde de Bollstädt se enteró de que su hijo había vestido el hábito de fraile, se enfureció y quiso sacarlo de la orden, lo que no ocurrió porque lo trasladaron al convento de Colonia, la escuela más importante de la orden. Alberto enseñó en Colonia en 1228 para pasar después a prefecto de estudios y profesor en Hildesheim, en Friburgo de Brisgovia y en Estrasburgo.
Cuando volvió a Colonia, era ya famoso en toda la provincia alemana. Como París era entonces el centro intelectual de Europa, Alberto pasó allí algunos años hasta que obtuvo el grado de profesor. La concurrencia de estudiantes a sus clases fue tan grande que tuvo que enseñar en la plaza pública, que lleva su nombre, la Plaza Maubert, «Magnus Albert». Elegido provincial de Alemania, dejó la cátedra de París para dedicarse al cuidado de las comunidades que presidía, recorriendo la región a pie, mendigando por el camino el alimento y el hospedaje para la noche. En 1248, los dominicos abrieron una nueva Universidad en Colonia y nombraron rector a San Alberto. Allí tuvo entre sus discípulos a Tomás de Aquino. Después hablaremos más ampliamente de los dos.
La Tierra es redonda
aEn su tiempo, la filosofía comprendía las principales ramas del saber humano: la lógica, la metafísica, las matemáticas, la ética y las ciencias naturales. Sus treinta y ocho volúmenes, incluyen todas esas materias, sin contar los sermones y los tratados bíblicos y teológicos. San Alberto y Rogelio Bacon se destacan en el campo de las ciencias naturales, que «investigan las causas que actúan en la naturaleza». En sus tratados de botánica y fisiología animal, su capacidad de observación le permitió disipar leyendas como la del águila, que, según Plinio, envolvía sus huevos en una piel de zorra y los ponía a incubar al sol. Puntualizó datos geográficos en sus mapas de las cadenas montañosas de Europa, explicó la influencia de la latitud sobre el clima y, en su descripción física de la tierra demostró que ésta es redonda. Pero el principal mérito científico de San Alberto reside en que, al caer en la cuenta de la autonomía de la filosofía y del uso que se podía hacer de la filosofía aristotélica para ordenar la teología, re-escribió las obras del filósofo para conseguir que los cristianos las aceptaran y utilizaran. Además, aplicó el método y los principios aristotélicos al estudio de la teología, con lo que se convirtió en el iniciador del sistema escolástico, que su discípulo Tomás de Aquino había de perfeccionar, de manera semejante a lo que ocurrió con Copérnico, quien habiendo corregido la teoría de Ptolomeo que enseñaba la inmovilidad de la Tierra, sobre la que giraban el Sol y los planetas, y afirmado que es el Sol el que ocupa el centro y la Tierra y los demás astros giran alrededor del sol, teoría heliocéntrica, que supondrá una revolución no sólo en el campo de la astronomía sino también en la propia mentalidad y visión del mundo, fueron Kepler y Galileo los que gozaron del hallazgo. De una manera semejante fue Alberto quien reunió y seleccionó los materiales y echó los fundamentos y Santo Tomás el que construyó el edificio.
Alberto, creador del «sistema predilecto»
Como cristianizador de Aristóteles, es el principal creador del «sistema seguido por la Iglesia». Con lo que su discípulo, el buey mudo de su clase, el Doctor Angélico, se convirtió entre los teólogos del siglo XIII, en el gran adalid del progreso, con lo que los mugidos de ese buey han resonado en el mundo entero, como Alberto había profetizado. En efecto, la teología tradicional, heredada del siglo XII y codificada en el libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, era hostil al uso de la razón en la explicación de los dogmas y se limitaba a coleccionar y ordenar los argumentos de los Padres, especialmente del mayor de todos, San Agustín. Los excesos de Roscelín, de Gilberto de la Porrée y de Abelardo les habían prevenido contra el uso de la Dialéctica, que consideraban como una especie de racionalismo y la sustituían por un misticismo piadoso y contemplativo, derivado de San Bernardo y cultivado con brillantez por Ricardo y por Hugo de San Víctor.
Los teólogos por un lado, y los filósofos, abusando de la autoridad de Aristóteles con sus adherencias árabes y judías por otro, abrían cada vez más hondo el foso que iba separando y oponiendo la Teología a la Filosofía, por no tener la perspicacia para descubrir, como ocurre también hoy, que no hay contradicción entre la Teología y las ciencias humanas, sino diferentes metodologías. Lo que es la causa, como afirmó Pablo VI de que: «la separación entre el Evangelio y la cultura es dañino en nuestro tiempo como lo fue en otras épocas» (EN 20). Por eso llegó a tiempo San Alberto Magno para advertir la necesidad de revisar las mutuas posturas, tratando de armonizar en la Filosofía a Platón con Aristóteles, con lo cual unía a San Agustín, representante del platonismo, con Aristóteles. También la Teología debía utilizar los servicios de la Filosofía, aunque permaneciendo ésta como «ancilla Teologiae».
Alberto Magno, tenía más erudición que originalidad, más curiosidad que penetración, y no logró dominar plenamente los vastísimos materiales que con su estudio e investigación había acumulado; le faltó la crítica y no consiguió evitar un cierto eclecticismo. Su espíritu compilador no pudo lograr la síntesis. Y dejaría la culminación de esta empresa colosal a su discípulo predilecto, Tomás de Aquino. Este, con la aprobación de la Santa Sede, trabajó sobre una traducción directa de Aristóteles, y un estudio profundo sobre el Estagirita y sobre San Agustín le descubrió que el espíritu de ambos no era divergente y podía ser armonizado. Con una síntesis propia y personal hizo suyo el espíritu de ambos, y situó en la base la experiencia y la técnica aristotélicas y en el vértice las geniales intuiciones agustinianas, enriquecidas con sus agudas aportaciones personales. Este trabajo y agudeza determinará que, a partir de él, la Teología se convierta, sin perder nada de su altura y afectividad, en verdadera ciencia. Ya no será puramente mística y subjetiva, sino también científica y objetiva. En adelante, va a ser más difícil su estudio, pero en compensación, resultará más rica y fecunda. Por eso con Santo Tomás comienza una época nueva para la Teología y para la Filosofía. Fue un cambio profundo y gigantesco.
La colaboración de la fe y la razón, augurada por Alberto, aseguraba a la Teología fundamento inconmovible, como afirma Santiago Ramírez, en su Introducción a la Suma, donde dice que: «Santo Tomás se sumerge hasta lo más hondo de los problemas, buceando sus reconditeces más ocultas con una facilidad y agilidad pasmosa. Nada de titubeos, nada de saltos en el vacío, nada de pasos atrás. Montado sobre principios indiscutibles y evidentes, puestos al principio de cada tratado…, se lanza imperturbable al sondeo de las conclusiones más recónditas, avanza con paso firme, explora con ojos de lince, recoge solícito las conclusiones anudándolas fuertemente a sus principios, y sobre ellos vuelve a emerger, exhibiendo su presa a la luz del día, en un lenguaje todo sencillez y transparencia», mientras Alberto se mantenía humilde y rezaba: «Señor Jesús, pedimos tu ayuda para no dejarnos seducir de las vanas palabras tentadoras sobre la nobleza de la familia, sobre el prestigio de la Orden, sobre lo que la ciencia tiene de atractivo».
Escribe y enseña
San Alberto escribió durante sus largos años de enseñanza y no dejó de hacerlo cuando se dedicó a otras actividades. Como rector del «studium» de Colonia, se distinguió por su talento práctico, por lo que de todas partes le llamaban a arreglar las dificultades administrativas y de otro orden. En 1254, fue nombrado provincial en Alemania. Asistió al capítulo general de la orden en París. Su prestigio había provocado la envidia de los profesores laicos contra los dominicos. Lo que costó a Santo Tomás y a San Buenaventura un retraso en la obtención del doctorado. Alberto defendió en Italia las órdenes mendicantes atacadas en París y en otras ciudades de cuyos ataques había participado Guillermo de Saint-Amour con su panfleto «Sobre los peligros de la época actual». En Roma, San Alberto fue maestro del sacro palacio, lo que hoy sería teólogo y canonista personal del Papa. Y también predicó en las diversas iglesias de la ciudad.
Obispo de Regensburgo
En 1260, el Papa le consagró obispo de Regensburgo, cuando se había convertido en «un caos en lo espiritual y en lo material». Allí permaneció dos años, porque el Papa Urbano IV aceptó su renuncia, para regresar a la vida de comunidad en el convento de Würzburg y a enseñar en Colonia. Pero en ese breve período hizo mucho por remediar los problemas de su diócesis. Su humildad y pobreza eran ejemplares. La aceptación de su reenuncia por el Papa cusó gran gozo en el maestro general de los dominicos, Beato Humberto de Romanos, que ya quiso impedir que fuera consagrado obispo. Alberto volvió al «studium» de Colonia, hasta que recibió la orden de colaborar en la predicación de la Cruzada en Alemania con el franciscano Bertoldo de Ratisbona. Vuelto a Colonia, se dedicó a escribir y enseñar hasta 1274, en que se le mandó asistir al Concilio Ecuménico de Lyon. La víspera de partir, conoció la muerte de su querido discípulo, Santo Tomás de Aquino. A pesar de de su avanzada edad, Alberto tomó parte muy activa en el Concilio, y junto con el Beato Pedro de Tarantaise, futuro Inocencio X y Guillermo de Moerbeke, trabajó por la reunión de los griegos, y apoyó la causa de la paz y de la reconciliación. Defendió la obra de Santo Tomás cuando el obispo de París, Esteban Tempier, y otros personajes, atacaron violentamente los escritos de Santo Tomás.
La Virgen le concedio el talento y la memoria
Dictando una clase, súbitamente le falló la memoria y perdió la agudeza de entendimiento. Alberto refería que, de joven, le costaban los estudios y por eso una noche intentó huir del colegio donde estudiaba. Pero al subir por una escalera se encontró con la Virgen María que le dijo: «Alberto, ¿por qué en vez de huir del colegio, no me rezas a mí que soy ‘Causa de la Sabiduría’? Si me tienes fe y confianza, yo te daré una memoria prodigiosa. Y para que sepas que fui yo quien te la concedí, cuando te vayas a morir, olvidarás todo lo que sabías». Lo que sucedió como la Virgen le dijo.
Su ocaso
A los 74 años murió apaciblemente en Colonia, mientras conversaba con sus hermanos. Era el 15 de noviembre de 1280. Se había hecho construir su propia tumba, donde todos los días a rezaba el Oficio de Difuntos. Fue beatificado en 1622, y canonizado en 1872 y en 1931, Pío XI, en una carta decretal, lo proclamó Doctor de la Iglesia e impuso a toda la Iglesia de occidente la obligación de celebrar su fiesta. San Alberto, dijo el sumo Pontífice, poseyó en el más alto grado el don raro y divino del espíritu científico. El puede inspirar a nuestra época, que tiene tanta esperanza en sus descubrimientos científicos. San Alberto es también patrono de los estudiantes de ciencias naturales.
Fuente: http://www.jmarti.ciberia.es/hagiograficos/SAN_ALBERTO_MAGNO.htm
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Alberto Magno, el científico y el santo
Catequesis de SS Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles 24 de marzo de 2010.
Queridos hermanos y hermanas:
Uno de los más grandes maestros de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de “grande” (magnus), con el que ha pasado a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que él asoció a la santidad de la vida. Pero ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió «asombro y milagro de nuestra época».
Nació en Alemania a principio del siglo XIII, y aún muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de las más famosas universidades de la Edad Media. Se dedicó al estudio de las llamadas “artes liberales”: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general, manifestando ese típico interés por las ciencias naturales, que se convertiría bien pronto en el campo predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los cuales se unió después con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró gradualmente esta decisión. La relación intensa con Dios, el ejemplo de santidad de los Frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en la guía de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que le ayudaron a superar toda duda, venciendo también resistencias familiares. A menudo, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal nutrida por la Palabra del Señor, la frecuencia de los sacramentos y la guía espiritual de hombres iluminados son los medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso del beato Jordán de Sajonia.
Tras la ordenación sacerdotal, los Superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros d estudios teológicos anexos a los conventos de los Padres dominicos. Las brillantes cualidades intelectuales le permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió esa extraordinaria actividad de escritor, que habría proseguido durante toda la vida.
Le fueron asignadas tareas prestigiosas. En 1248 fue encargado de abrir un estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en muchas ocasiones y que se convirtió en su ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para nutrir profunda admiración hacia san Alberto. Entre estos dos teólogos se estableció una relación de estima y amistad recíproca, actitudes humanas que ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido Provincial de la Provincia Teutoniae –teutónica– de los Padres dominicos, que comprendía comunidades difundidas en un vasto territorio del Centro y del Norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció este ministerio, visitando las comunidades y recordando constantemente a los hermanos la fidelidad a las enseñanzas y al ejemplo de santo Domingo.
aSus dotes no se le escaparon al papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso a Alberto durante un cierto tiempo junto a sí en Anagni – donde los papas residían con frecuencia – en la misma Roma y en Viterbo, para valerse de sus asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una diócesis grande y famosa que se encontraba, sin embargo, en un momento difícil. Entre 1260 y 1262 Alberto llevó a cabo ese ministerio con dedicación incansable, consiguiendo llevar paz y concordia a la ciudad, reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas.
En los años 1263-1264, Alberto predicaba en Alemania y en Bohemia, encargado por el papa Urbano IV, para volver después a Colonia y retomar su misión de profesor, de investigador y de escritor. Siendo hombre de oración, de ciencia y de caridad, gozaba de gran autoridad en sus intervenciones, en varias circunstancias de la Iglesia y de la sociedad de la época: fue sobre todo hombre de reconciliación y de paz en Colonia, donde el arzobispo había entrado en dura confrontación con las instituciones ciudadanas; se prodigó durante el desarrollo del Concilio de Lyon, en 1274, convocado por el papa Gregorio X para favorecer la unión entre la Iglesia latina y la griega, tras la separación del gran cisma de Oriente de 1054; aclaró el pensamiento de Tomás de Aquino, que había sido objeto de objeciones e incluso de condenas del todo injustificadas.
Murió en la celda de su convento de la Santa Cruz en Colonia en 1280, y bien pronto fue venerado por sus hermanos. La Iglesia lo propuso al culto de los fieles con la beatificación, en 1622, y con la canonización, en 1931, cuando el papa Pío XI lo proclamó Doctor de la Iglesia. Se trataba de un reconocimiento sin duda apropiado para este gran hombre de Dios e insigne investigador, no sólo de las verdades de la fe, sino de muchísimos otros sectores del saber; de hecho, echando una mirada a los títulos de sus numerosísimas obras, se da uno cuenta de que su cultura tiene algo de prodigioso, y que sus intereses enciclopédicos le llevaron a ocuparse no sólo de filosofía y de teología, como otros contemporáneos, sino también de toda otra disciplina entonces conocida, de la física a la química, de la astronomía a la mineralogía, de la botánica a la zoología. Por este motivo el papa Pío XII lo nombró patrono de quienes cultivan las ciencias naturales, y se le llama también Doctor universalis, precisamente por la vastedad de sus intereses y de su saber.
Ciertamente, los métodos científicos utilizados por san Alberto Magno no son los que se afirmarían en los siglos sucesivos. Su método consistía simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación de los fenómenos estudiados, pero así abrió la puerta a trabajos futuros.
Él tiene mucho que enseñarnos aún. Sobre todo, san Alberto muestra que entre fe y ciencia no hay oposición, a pesar de algunos episodios de incomprensión que se han registrado en la historia. Un hombre de fe y de oración, como fue san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de las ciencias naturales y progresar en el conocimiento del micro y del macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia, ya que todo esto concurre a alimentar la sed y el amor de Dios. La Biblia nos habla de la creación como del primer lenguaje a través del cual Dios – que es suma inteligencia, que es Logos – nos revela algo de sí mismo. El libro de la Sabiduría, por ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y de belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos conocer al Autor de la creación (cfr Sb. 13,5). Con una similitud clásica en la Edad Media y en el Renacimiento se puede comparar el mundo natural a un libro escrito por Dios, que nosotros leemos en base a las diversas aproximaciones de las ciencias (cfr Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, 31 de octubre de 2008). ¡Cuántos científicos, de hecho, tras las huellas de san Alberto Magno, han llevado adelante sus investigaciones inspirados por el asombro y la gratitud frente al mundo que, a sus ojos de investigadores y de creyentes, aparecía y aparece como obra buena de un Creador sabio y amoroso! El estudio científico se transforma entonces en un himno de alabanza. Lo había comprendido bien un gran astrofísico de nuestros tiempos, del que se ha iniciado la causa de beatificación, Enrico Medi, el cual escribió: “Oh, vosotras, misteriosas galaxias …, yo os veo, os calculo, os entiendo, os estudio y os descubro, os penetro y os recojo. De vosotras tomo la luz y hago ciencia de ella, tomo el movimiento y lo hago sabiduría, tomo las chispas de colores y las hago poesía; os tomo, estrellas, en mis manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo sobre vosotras mismas, y en oración os pongo ante el Creador, a quien sólo por mi medio vosotras estrellas podéis adorar» (Le opere. Inno alla creazione).
San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe hay amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, a través de su vocación al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante recorrido de santidad.
Su extraordinaria apertura de mente se revela también en una operación cultural que él emprendió con éxito, es decir, en la acogida y en la valoración del pensamiento de Aristóteles. En los tiempos de san Alberto, de hecho, se estaba difundiendo el conocimiento de numerosas obras de este gran filósofo griego vivido en el siglo IV antes de Cristo, sobre todo en el ámbito de la ética y de la metafísica. Estas demostraban la fuerza de la razón, explicaban con lucidez y claridad el sentido y la estructura de la realidad, su inteligibilidad, el valor y el fin de las acciones humanas. San Alberto Magno abrió la puerta a la recepción completa de la filosofía de Aristóteles en la filosofía y teología medieval, una recepción elaborada después de modo definitivo por santo Tomás. Esta recepción de una filosofía, digamos, pagana pre-cristiana fue una auténtica revolución cultural para aquel tiempo. Y sin embargo, muchos pensadores cristianos temían a la filosofía de Aristóteles, la filosofía no cristiana, sobre todo porque ésta, presentada por sus comentaristas árabes, había sido interpretada de modo que aparecía, al menos en algunos puntos, como irreconciliable con la fe cristiana. Se planteaba entonces un dilema: fe y razón, ¿se contradicen entre ellas o no?
Aquí está uno de los grandes méritos de san Alberto: con rigor científico estudió las obras de Aristóteles, convencido de que todo lo que es realmente racional es compatible con la fe revelada en las Sagradas Escrituras. En otras palabras, san Alberto Magno contribuyó así a la formación de una filosofía autónoma, distinta de la teología y unida con ella sólo por la unidad de la verdad. Así nació en el siglo XIII una clara distinción entre estos dos saberes, filosofía y teología, que, dialogando entre sí, cooperan armoniosamente al descubrimiento de la autentica vocación del hombre, sediento de verdad y de felicidad: es sobre todo la teología, definida por san Alberto como “ciencia afectiva”, la que indica al hombre su llamada a la alegría eterna, una alegría que brota de la plena adhesión a la verdad.
San Alberto Magno fu capaz de comunicar estos conceptos de modo sencillo y comprensible. Auténtico hijo de santo Domingo, predicaba de buen grado al pueblo de Dios, que quedaba prendado de su palabra y del ejemplo de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, oremos al Señor para que no falten nunca en la santa Iglesia teólogos doctos, píos y sabios como san Alberto Magno y que nos ayude a cada uno de nosotros a hacer propia la «fórmula de la santidad» que él siguió en su vida: “Querer todo lo que yo quiero para gloria de Dios, como Dios quiere para su gloria todo lo que él quiere”, es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para querer y hacer sólo y siempre para su gloria.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Libreria Editrice Vaticana]