Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir

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Los hombres no nacen santos. Ni santificados. Excepción hecha de la Virgen nuestra Madre, por sin igual privilegio concebida sin mancha, y de Juan Bautista, santificado en el seno de su madre, todos los mortales, después de Adán, arribamos a la vida por el puerto del pecado. De ahí que la historia de los santos ha descuidado con frecuencia la conservación de esta fecha. Los santorales, las monografías de los héroes del cristianismo cuando éste empezaba a ser, suelen consignar el año de su nacimiento seguido de un interrogante de duda, cuando no lo silencian por completo. Y si lo consignan con certeza, son todas las circunstancias que nos han guardado este dato, que en ningún caso (exceptuado Cristo) tiene razón de acontecimiento para la historia.

Todos los hombres nacemos, y el nacimiento no nos diferencia ni nos condiciona sin remedio. Los santos se han hecho y se hacen en una época, en un ambiente, en una familia que pueden haber facilitado su santificación, en muchos casos a pesar y precisamente por las dificultades que la época, el ambiente o la familia le brindaran.

Por el mero hecho de haber nacido, Dios nos llama a la santidad. Nos toca colaborar en el perfeccionamiento de nuestro ser en todas sus dimensiones.

De Catalina (en latín Catharina; Aecatharina en griego) no sabemos la fecha exacta de su nacimiento. Pero, a lo largo de los siglos, la leyenda se ha encargado de llenar piadosamente las lagunas de la historia.

A una de las desembocaduras del fertilizante Nilo, cuna de la historia, llegó un día vestido de laurel el poderoso dominador Alejandro Magno. Venía satisfecho de sus correrías triunfales por Siria y Palestina. Traía el recuerdo vivo de la majestuosa ciudad judía con el fastuoso templo de Yahvé. El brillo deslumbrante de los rabinos que enseñaban en las sinagogas, sólo comparable con la sabiduría abstracta de los filósofos atenienses, que la prodigaban en el Partenón y en las ágoras, le hizo concebir la idea de fundar una nueva ciudad—ángulo entre Atenas y Jerusalén—que perpetuara su nombre en el mundo de las letras: Alejandría, 332 antes de J. C.

Pocos años más tarde Tolomeo I Soter trasladará allí la capital del país y empezará a ser sede de las viejas culturas, «foco principal de la ciencia y del comercio de todo el Mediterráneo», lo mismo que Egipto (allí está emplazada) lo es de todas las civilizaciones: bastarían los 700.000 volúmenes de su biblioteca y sus 14.000 estudiantes simultáneos para justificar el renombre de su famosa Universidad (Museum en sus días y en los nuestros).

Atraídos por su doble fama: Puerto y Museum sobre un suelo fecundo, no tardaron en establecerse allí los nómadas de todos los pueblos. Los judíos, linces en la especulación y avaros de la ciencia, no fueron los últimos en llegar. Colonias de la Diáspora esparcidas por toda la nación, que habían quedado de los distintos cautiverios, fijaron aquí su residencia. Fieles a sus tradiciones y lectores asiduos de los Libros Sagrados, tenían en sus manos los elementos más puros de la verdadera filosofía. En esta tierra de momias y de pirámides, eminentemente religiosa, que cae de rodillas ante Osiris, dios de los muertos, y que presiente la inmortalidad de las almas; donde Jehová hablara a Moisés y condujera a su pueblo a través del desierto, no le sería difícil a los judíos ganar numerosos prosélitos.

Simpatizante al menos llegó a ser Tolomeo II, que hizo florecer el reino, influenciado desde sus principios por el pensamiento helenista, y mandó que setenta intérpretes tradujeran el Antiguo Testamento.

Aquí surgieron los auténticos representantes de la filosofía grecojudaica: Aristóbulo y Filón, empeñados en concordar la filosofía pagana con el Antiguo Testamento, presumieron ver en éste «la única fuente primordial de la ciencia y mitología griegas».

Por aquí pasó el neoplatónico Plotino con «su fuego de espiritualismo, sus concepciones abstrusas y su panteísmo emanatista». El que en frase de Fouillé «describe su Trinidad como si hubiera vivido en el cielo».

Esta es la patria histórica de Catalina. Este el origen sucesivo de Alejandría, rica y bella ciudad, faro potente y hermoso del Mediterráneo.

El año 30 antes de J. C., con el Imperio más poderoso que han conocido los siglos, pasa Egipto, como tantos otros pueblos, a ser provincia romana.

Y provincia romana seguía siendo cuando a finales del siglo III de la era cristiana paseaba sus calles abiertas una joven elegante, de sangre azul.

Estirpe real. La historia, la tradición, el arte y la leyenda están de acuerdo en transmitirnos este dato, como lo están en silenciar el nombre de sus progenitores.

Catalina frecuenta el Didascaleo, digno sucesor del antiguo Museum. Bebe allí las páginas eruditas de los viejos pergaminos. Aristóbulo, Filón, Plotino, son admirables y es elogioso su intento. No le convencen.

Ahora Alejandría está imbuida de cristianismo. No sabemos quién fuera su primer evangelizador. Según una tradición antigua, la Iglesia de Alejandría fue fundada por San Marcos.

Clemente presidió el Didascaleo, la escuela catequística más importante desde finales del siglo II. En el mismo Didascaleo sentó cátedra el polígrafo Orígenes, «el hombre de diamante con siete taquígrafos», según frase, de Eusebio. Clemente y Orígenes habían proseguido la trayectoria tradicional de Alejandría: armonizar. Ahora armonizar el cristianismo con la filosofía clásica, procurando dar a la doctrina de la Iglesia una base científica.

La rudimentaria escuela de catecúmenos se había convertido en una verdadera escuela de teología cuando tomara la dirección de ella San Panteno.

San Dionisio de Alejandría había dado un carácter de palestra abierta al Didascaleo con sus actividades y discusiones públicas y sus luchas intelectuales frente a las persecuciones de Decio y Valeriano, que tanto le hicieron sufrir.

En este ambiente se desenvuelve la vida breve, pero pletórica de ilusión, de Catalina. Ella reflexiona, medita, compara, discute y se ilumina. Osiris y el buey Apis, toda la legendaria mitología egipcia arranca de sus labios sonrisas compasivas, cuando no irónicas, las más de las veces tristes. No puede creer en las almas muertas pegadas a cuerpos momificados. ¿Dónde está el poder de aquellos dioses, tan multiplicados como las aberraciones humanas y reducidos a simples figuras de piedra o a elementos sin vida de la naturaleza? ¿Dónde su fuerza y su virtud?

Le fascinan las ideas elevadas de Platón, que analiza a la luz de la razón en su inteligencia penetrante. No le satisfacen. Catalina es cristiana de corazón antes de recibir el bautismo. Tal vez está fresca todavía la impresión causada por Atanasio en el sínodo de la ciudad. En la escuela catequética oye las enseñanzas del obispo Pedro. Rechaza de plano la amarga ideología pagana. El Sermón de la Montaña cautiva su corazón delirado. Las parábolas del Evangelio son el encanto de su lozana juventud. Los milagros de Jesús y su testimonio incomparable la enardecen y entusiasman. Venera el ejemplo y heroísmo de los mártires del cristianismo, que fecunda y fertiliza la Iglesia viva de sus días y de todos los días. Y pese a la amenaza cobarde de emperadores lascivos y gobernantes verdugos, Catalina se hace bautizar.

Están en boga todavía las debatidas cuestiones escriturísticas, y litúrgicas planteadas por Anmonio de Sacas y Anatalio, obispo de Laodicea. Célebres son las controversias alejandrinas. Catalina, asidua discípula y maestra en ciernes, se permite sin duda opinar sobre las cuestiones que están en el tablero de los cristianos:

«¿En qué días se debe celebrar la Pascua? ¿Cuánto debe durar el ayuno pascual? ¿La conmemoración de la muerte de Cristo ha de ser motivo de duelo o de regocijo? ¿Comió Jesucristo el cordero pascual el 14 de Nisán, como todos los demás judíos, o el 13 por anticipación? ¿Qué día y a qué hora resucitó el Señor?»

Algunas de estas preguntas no han recibido todavía más que respuestas de opinión.

La ciencia, cuando lo es de verdad, no conoce la hora del exhibicionismo, ni los sabios tienen su tiempo para eso, sino para saber y para que los demás vivan de su ciencia. ¿Qué le importa a Catalina ni su fascinadora belleza física, ni su juventud deslumbrante, ni el oro de que se viste, ni la aristocracia regia de que puede presumir, ni siquiera su profunda filosofía, si no es para vencerse a sí misma y convencer a los que la halagan o persiguen? Ella no pretende ser otra cosa más que un resumen, una síntesis, una personificación de todas las armonías. Para eso se conserva virgen, con todas las renuncias que ello supone. Por eso y para eso renuncia a todas las satisfacciones que en bandeja de plata le brinda su sociedad y su alcurnia. Por eso y para eso renunciará si es preciso hasta al placer de vivir. ¿Pero es que acaso Cristo, Maestro y Esposo virginal, pudo hacer cosa más sublime que armonizar lo humano y lo divino? ¿Y no es precisamente Él la armonía más perfecta y más armónica del Universo? Y esto a golpes de la más absoluta renuncia.

La política de todos los tiempos siempre estuvo en desacuerdo con la política de todos los santos. Máxime entonces, edad fastuosa y apoteósica de Roma, con emperadores brutales, dominadores por la fuerza, creadora de leyes absurdas. Hombres voluptuosos, sentinas de la lujuria más descarada al amparo del oro, que ciega corazones, y de la espada, que rinde voluntades.

Al ocupar la silla imperial Diocleciano, amante de la «filosofía» y más amante de la comodidad, concibió la idea de desmembrar el Imperio: Oriente y Occidente, para aumentar su esplendor. En teoría más fácil de gobernar. A la larga una de las causas indiscutibles del derrumbamiento de Roma. Como coemperador con dominio en Occidente, tomó por socio a Maximiano. Constituía a la vez un doble jefe de Gobierno (en terminología actual): Galerio para Oriente a su lado. Constancio Cloro para Occidente. Ambos con el título de César. La autoridad quedaba prácticamente cuatripartida. Dos emperadores augustos, que por ser dos dejaban de serlo, y dos césares asociados.

Los primeros días fueron un respiro de paz para la Iglesia después de la larga época aciaga de sucesivas persecuciones. El veneno anticristiano había contagiado también a Galerio, y Galerio convenció a Diocleciano con argumentos sofísticos y pruebas falsificadas del mal que los cristianos ocasionaban a la unidad del Imperio. Galerio publica sucesivamente sus edictos de persecución (303-304), que exigen desde la entrega de libros sagrados, negación de derechos civiles a los cristianos y persecución del clero, hasta la condenación de todos los que no se postren ante los ídolos.

Así las cosas, Catalina anima, asiste, fortalece, conforta a los hermanos en la fe. Defiende en público y en privado la doctrina que profesa, envidia a los que han sido hallados dignos de padecer por Cristo y se siente orgullosa de llamarse y de ser cristiana.

Triunfaban entonces la virgen Inés, Marceliano y el papa Marcelino, y a su lado el artífice de su conversión, Pedro de Alejandría.

También España daba frutos sazonados. Bajo la mano extendida de Maximiano se doblaban—espigas maduras—el soldado Marcelo, Emeterio y Celedonio, Vicente, Fructuoso de Calahorra y Eulalia de Mérida.

Diocleciano y Maximiano abdican al mismo tiempo. Corre el año 305 y la sangre no ha dejado de correr. Maximino Daia gobierna ahora Siria y Egipto con los honores de César. Más tarde (308) ostentará los de Augusto.

Daia es una bestia cebada. Mujeres y sangre es su lema. Con tal de profanar doncellas no repara en crueldades. Corta orejas, narices, manos y otros miembros, y hasta saca los ojos.

Obispos, anacoretas, funcionarios públicos y sobre todo vírgenes son sus víctimas de cada hora.

El padre Urbel dice de él que «era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente».

No se le podía definir con más exactitud. Según Lactancio, el mundo era para él un juguete. Encaprichado en que todos sus súbditos sacrificaran a los ídolos, y todas las vírgenes y nobles matronas se rindieran a sus torpes pretensiones, abusa de los tormentos más crueles y refinados para salir con su empeño. Unos son arrojados al fuego devorador, otros sujetos con clavos que taladran y desgarran; quiénes se ven obligados a resistir las acometidas de las fieras hambrientas; algunos son violentamente precipitados al mar; muchos terminan en los calabozos, después de ser bárbaramente mutilados: Cyr, médico de Alejandría; Juan, soldado de Edesa; Atanasia con sus tres hijos: Teotiste, Teodosia y Eudoxia, trascienden las puertas celestiales ostentando la palma de la victoria.

Solamente Dorotea (algunos la han identificado con Catalina) supo resistir y superar el doble fuego de la brutalidad de Maximino. Cobarde en su excéntrica crueldad, ebrio de lascivia, le arrebata sus bienes y la condena al destierro.

Catalina, testigo mudo de tan sanguinaria iniquidad, no puede aguantar más. Ha ofrecido mil veces su sangre al Crucificado y no teme presentarse—carne limpia—ante la bestia devoradora. Tal vez ella, modesta y estudiosa, ha pasado desapercibida a las miradas lascivas del arrogante césar. Tal vez éste se ha visto derrotado por el porte noble y el aire aristocrático de la doncella. Acaso la fama de filósofo que aureola a Catalina haya contenido los ímpetus groseros del vampiro Daia.

Lo cierto es que, en un gesto victorioso de superación cristiana, Catalina se ha enfrentado con el césar, no sin antes invocar a la Reina de las vírgenes, paloma blanca de sus ensueños. Las puertas de palacio se abren a la que es descendiente de reyes. ¿Qué pasó allí?

Sin duda le puso en evidencia con argumentos claros de sana filosofía la falsedad de sus ídolos inconsistentes. Sin duda también le echó en cara la injusticia manifiesta de sus crímenes absurdos.

Maximino escucha sin palabras la elocuencia concentrada de Catalina, que se hace lenguas sobre la verdad única del único cristianismo.

Por primera vez ha bajado la vista humillada y ha refrenado sus garras la pantera indómita del imperio oriental. Las razones obvias, contundentes, la majestuosidad impávida de la filósofo, han derrocado su ignorante altanería.

«Me gustaría ver cómo te defiendes ante los sabios imperiales.»

Catalina estaba preparada para el combate y acepta imperturbable el reto del césar. De sobra conocía ella la superficialidad de sus contrincantes, las sutilezas de sus argumentos, la inconsistencia del «Logos» de Filón y las falacias del seudomisticismo de Porfirio. Una leyenda piadosa refiere que un ángel la anima a discutir. Uno a uno, derrota a los cincuenta filósofos de la corte, deshace sus sofismas. Ellos, más elocuentes que su señor, se rinden a la evidencia luminosa de las pruebas irrefutables que presenta Catalina y se convierten unánimes al cristianismo.

Las actas de los mártires nos la presentan desde este momento en el calabozo. Dios endureció el corazón de Maximino, si es que aún podía endurecerse. Según una tradición reproducida en unas tablas de la escuela de Valladolid, del siglo vi, Catalina sale de la cárcel y comparece ante el juez, con quien disputa sobre la unidad y trinidad en Dios.

Comprobada la invencible consistencia de sus fundamentadas convicciones, es condenada al suplicio de una rueda de cuchillos. Inútilmente. La fuerza inquebrantable de la fe hace saltar en pedazos las afiladas navajas, que hieren de muerte a los propios verdugos. Atestigua la tradición que la misma emperatriz, seguida de Porfirio, coronel del ejército, y de doscientos soldados, abrazaba entonces la fe para morir al filo de la espada.

El instinto brutal y ciego de Daia se desorbita. No tolera la existencia de su serena vencedora.

Un hachazo de rabia secciona la cerviz de la filósofo. Catalina recaba definitivamente la victoria.

No falta la leyenda que haga fluir leche de su cabeza en lugar de sangre. El amor no entiende de colores.

El artista de Valladolid en el magnífico retablo de Palencia de Negrilla (Salamanca) hace bajar a la Virgen para velar su cadáver.

Sus restos se guardan y veneran en el monte Sinay. El martirologio romano refiere que fueron los ángeles quienes la llevaron en triunfo.

Oriente y Occidente invocan su valiosa protección. Los aficionados a saber la aclaman como patrona. Bélgica le levanta templos y le dedica altares. También España venera su imagen.

Artículo original de Joaquín González Villanueva en mercaba.org.

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Otras fuentes en la red

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Oración a Santa Catalina de Alejandría

Pedido de una buena muerte

Bendita y amada del Señor

y gloriosa Santa Catalina,

por aquella felicidad que recibisteis

de poder uniros a Dios y preparaos

para una santa muerte,

alcanzadme de su divina Majestad

la gracia de que purificando mi conciencia

con los sufrimientos de la enfermedad

y con la confesión de mis pecados,

merezca disponer mi alma,

confortarla con el viático santísimo

del cuerpo de Jesucristo

a fin de asegurar

el trance terrible de la muerte

y poder volar por ella

a la eterna bienaventuranza de la gloria.

Amén

 

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