La progresiva ausencia del Padre en la familia
En un breve excursus histórico vamos a ver algunas de las causas que han contribuido a una progresiva ausencia del padre en la familia.
En el libro «IL Padre, l’assente inaccettabile» Claudio Risè [1], psicoanalista, católico cercano a Don Giussani, escribe:
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La revolución francesa
Cuando los revolucionarios franceses, después de haber decapitado en la catedral de Notre Dame las estatuas de los reyes de Judá y de Israel, y haber reventado las tumbas de la abadía de Saínt-Denis para recoger el oro de los dientes y de los anillos de los reyes y de los obispos, cortaron y quemaron la cabeza de la estatua milagrosa de Notre Dame sous-Terre, en la catedral de Chartres (uno de los mayores símbolos de la espiritualidad cristiana), lo que es llamado proceso de secularización, es decir, la expulsión de la experiencia religiosa o de lo sagrado de la vida cotidiana en Europa, se encontraba ya buen punto. Todas las campanas de la abadía de Mont-Saint-Michel fueron fundidas y su bronce entregado al ejército revolucionario para que hiciese armas contra los países que todavía se declaraban católicos.
El «proceso de secularización»
Lo «Sagrado», la experiencia religiosa cristiana y sus símbolos, que habían marcado la civilización europea, habían quedado ahora en fuera de juego, por lo menos así lo creían los jacobinos, socialistas y liberales. La vida del hombre se desarrollaría por fin en el ámbito «secular», mundano, de las cosas y de la materia, sin el estorbo de creencias trascendentes.
Para ambos fenómenos, sin embargo, declive del padre y separación de Dios (secularización), el derribo revolucionario de las imágenes sagradas de los reyes de Judá y de Israel no hace sino continuar, aunque acelerándolo dramáticamente, un proceso iniciado mucho tiempo antes.
Lutero, la Reforma y el eclipse del padre
La Reforma, en efecto, ha desempeñado un papel determinante en la promoción de ambos. Rompiendo la unidad de la experiencia humana en Reino de Cristo y reino del mundo, y trasladando en el segundo la experiencia del matrimonio, instituto que él consideraba perteneciente al orden terreno [2],
Lutero seculariza el matrimonio y la familia [3].
Según apunta el antropólogo Dieter Lenzen: «Se puede afirmar que la doctrina de Lutero sobre el matrimonio abrió la puerta a la sucesiva estatalización de la paternidad [4]. Quita, pues, a la figura del padre aquel reflejo de figura del Padre divino, que le confería enormes responsabilidades, pero de donde derivaba su específico significado en el orden simbólico, trastocado precisamente por la secularización».
Consecuencia de esta afirmación es que el divorcio desde entonces no concierne más a la Iglesia, sino al Estado.
En efecto, dice el reformador: «las cuestiones relativas al matrimonio y al divorcio han de ser dejadas en manos de los juristas y colocadas dentro del orden mundano. Puesto que el matrimonio es algo mundano, exterior, así como lo son la mujer, los hijos, la casa… este pertenece al orden de la autoridad secular, está sometido a la razón» [5].
Como observa Lenzen [6]: «Las consecuencias de la doctrina matrimonial de Lutero en el plano jurídico, variamente diferenciadas a escala regional, en algunos casos fueron individuadas solo después de 250 años o más».
Es todavía con Lutero, que comienza el proceso de transferencia de las responsabilidades de la educación del padre (que a partir de allí se convertirá en una figura de relieve esencialmente económico) a la mujer madre y a la educadora.
Cuatro siglos después de Lutero: la pérdida de la noción de paternidad
Cuatro siglos después, en la mitad del Novecientos, por el impulso de las sociedades protestantes, la casi totalidad de sus papeles educativos y de juzgar será confiada a las mujeres, y la figura del padre será a estas alturas físicamente ausente de la casa en un relevante número de casos.
Se llegará a ver, entonces, como a la pérdida de la noción de paternidad en Occidente se le acompañe la pérdida de la transmisión de la identidad, y, por ende, de la misma masculinidad a nivel psicológico y simbólico.
A partir de entonces, y con la brusca aceleración sucesiva a las revoluciones burguesas y a la revolución industrial, el padre de la modernidad occidental ya no es el custodio familiar por cuenta del orden natural y simbólico divino, y tampoco es el representante de la Ley del Padre.
Efectivamente, según la observación hecha por el arzobispo de Milán, Dionigi Tettamanzi, en su carta pastoral «Familia, ¿dónde estás?», en los tiempos modernos la cultura dominante «tiende a desposeer a la familia de su valor fundamental o, más bien, fundador: el valor religioso de la relación con Dios. Mellada por el secularismo del laicismo, la familia se interpreta a sí misma como una realidad exclusivamente humana y totalmente autónoma: la familia, en su mismo ser y vivir, prescinde de Dios».
Pero ¿qué puede ser el padre de semejante familia? Era inevitable que, llegados a este punto, él se convirtiera sencillamente en un administrador, un procurador de renta (provider), para el núcleo de la familia «restringida» o «pequeña», que sustituye gradualmente a la familia «grande» (incluyendo aquí a todos aquellos que podían tener necesidad de la familia y de sus sustancias), de la que se encargaba el padre antes de esta reducción.
El fin de la familia «patriarcal» y la secularización del padre coinciden, en efecto, con la afirmación del modelo de «intimidad doméstica» que lleva a la familia nuclear actual.
Reducción del papel del padre: el que procura la renta a la familia
A partir de la Reforma y durante la modernidad, marcada por la época de las dos revoluciones: la francesa y la industrial, el padre se convierte cada vez más en una figura dominada por motivaciones egoístas y hedonistas. Sus finalidades son cada vez más práctico-económicas, en el mejor de los casos de gratificación «sexual-sentimental». Se trata de un personaje que se ha auto-reducido «secularmente» al mundo de las cosas: del dinero, del sexo y de una afectividad contratada, medida en los objetos, en el dinero y ninguna otra cosa más.
Además de la Reforma Protestante, de la revolución francesa e industrial, también corrientes y personalidades influyentes han contribuido a la progresiva muerte del padre. Giulia Paola di Nicola y Attilio Danese en el libro «En el seno del padre» escriben:
Influjo de Nietzsche y de Freud
En la historia del pensamiento, la revuelta contra el padre ha evidenciado el paralelismo entre autoridad paterna y autoritarismo institucional y estatal. Así es para Martín Lutero, que asocia el imperativo de la obediencia a la autoridad paterna y al poder político; para Jean Bodin que, siempre en la estela del concepto de familia como «prototipo de la sociedad política», recalca la analogía entre soberanía paterna y estatal; para Thomas Hobbes, para Jacques-Benigne [7], Bossuet, autores que remachan el paralelo entre el absolutismo monárquico y el absolutismo paterno.
Sobre estas premisas teóricas se basa el pensamiento nietzchiano de la muerte del padre y de la «muerte de Dios», anunciada por el profeta Zaratustra (anuncio opuesto al kerygma cristiano). Así que, cuando Freud interpreta la relación padre-hijos en términos de conflictividad, hasta hablar de la necesaria occisión del padre, no hace sino exasperar las premisas culturales precedentes.
En su pensamiento, el padre primordial, este prototipo de la figura paterna, es expresión culmen del despotismo, que defiende celosamente su poder obstaculizando el bienestar de los hijos. Él es un legislador injusto y egoísta, que quiere reservar solo para sí mismo la «posesión de la mujer» (el «placer») e impide a los demás el acceso al mismo.
La ley, el orden social, la moral aparecen como el baluarte de este egoísmo despótico.
Un semejante perfil de paternidad es, evidentemente, el exacto contrario del Padre evangélico.
Despotismo, egoísmo, moralismo, placer, resultan ser, pues, los estímulos principales de la actuación paterna en la cultura del Novecientos y están en contra de la libertad, la autonomía y la realización de sí mismo.
La revolución del 68
También después de Freud la figura del padre opresor domina la interpretación filosófica, por lo menos hasta la escuela de Francfort, a la que hace referencia la revolución del 68 cuando se hace evidente cómo la muerte del padre, que inevitablemente implica también a la madre, significa la muerte de la familia, del Estado (burgués), de Dios. El poder político y el religioso se consideran como enemigos de la libertad precisamente en cuanto que son extensión analógica de la autoridad paterna (cf. Habermas, Adorno, Horkheimer, Marcuse, Fromm).
Se siente gravitar todavía el peso de los prejuicios ideológicos difundidos en el Novecientos, siglo del «parricidio»: es necesario «matar al padre» para poder librarse de los complejos de dependencia, de celos, de subordinación, para sentirse libres de quien nos ha precedido y, por consiguiente, del condicionamiento de la memoria histórica [8].
El 68 ha marcado una verdadera y propia revolución cultural, de la que todavía hoy cargamos con sus consecuencias. Se ponen en discusión las bases que han sostenido la cultura occidental surgida del judeocristianismo. Junto con la pérdida del sentido de Dios y, consecuentemente, del sentido del padre, se pone en discusión tanto la autoridad civil como la eclesiástica, se proclama la libertad sexual, se exalta la autonomía moral, se des-estructura la familia. Conceptos que han hecho mella en la misma Iglesia, sobre todo en las familias religiosas, en las que ya no se habla de obediencia, si no de diálogo, y en lugar de Superior se habla de leadership.
De la familia patriarcal a la familia mononuclear
Otro fenómeno que sin duda ha influido en la pérdida del padre y también en la crisis de identidad del hombre ha sido el paso de la familia patriarcal, típica de la civilización rural, a la familia mononuclear, fruto de la civilización industrial, sobre todo del cosmopolitismo.
En la sociedad de tipo patriarcal, la autoridad del padre que transmitía a los hijos el arte de su oficio y los valores familiares era respetada e incuestionable.
La transmisión a las nuevas generaciones estaba favorecida por la presencia de los abuelos, de los tíos, de los primos, de los sobrinos y de los nietos: un tipo de familia amplia en la que los hijos eran ayudados en su desarrollo y donde las nuevas familias hallaban un sostén.
El «Pater familias», en general el más anciano, el abuelo o bisabuelo, como también la mujer más anciana, gozaba de estima y autoridad.
Sin embargo, no se puede negar que en el seno de la estructura patriarcal había también unos condicionantes fuertes que, si a veces salvaban de peligros, otras veces limitaban la libertad de los individuos y de los distintos núcleos familiares.
Con la llegada de la sociedad industrial y, sobre todo, del éxodo de los campos a las ciudades, las familias patriarcales se desmembraron progresivamente. Las jóvenes parejas y las nuevas familias se hallaron proyectadas en el anonimato de grandes ciudades, obligadas a vivir en pequeños apartamentos de grandes inmuebles, habitados en general por gente desconocida y con unos ritmos familiares impuestos por el trabajo, por la escuela y por otros muchos nuevos compromisos.
Típica de este periodo es la frase: «no quiero que acabes como tu padre, trabajando y fatigándote para ganar poco… Te daremos una formación aunque te cueste muchos sacrificios, mañana tendrás una posición mejor, más rentable y respetada».
En la ciudad el padre ya no transmite el arte del oficio al hijo, más bien es el hijo el que muchas veces enseña al padre a desenvolverse en la sociedad moderna. La familia se encuentra normalmente sola, aislada en un piso. Los conflictos inevitables de la convivencia se agudizan y la pequeña familia ya no encuentra el apoyo directo e inmediato de la familia más grande, el parentesco o el pueblo.
Ciertamente la pareja adquiere más libertad, se siente menos condicionada por la familia amplia y por la sociedad, pero se halla más débil frente a los desafíos del nuevo tipo de sociedad.
Es también por eso que se multiplican los fracasos matrimoniales, aumentan los divorcios y las convivencias libres, se aprueba el aborto, los abuelos y los tíos ingresan en los asilos.
Los hijos se sienten libres de seguir su propio camino, no les apetece obedecer a personas que no están preparadas a transmitirles unos valores que les ayuden a hacer frente a la modernidad y por eso reclaman el derecho de conducir su propia vida.
Delante de esta situación los padres se ven desprevenidos y carentes en la educación de los hijos, que forman parte de una generación que ellos no han conocido y que se les hace cuesta arriba comprender.
La educación familiar entra en crisis: el padre, por razones de trabajo, está cada vez más ausente, también muchas madres encuentran un trabajo, muchos hijos se hallan solos frente a un mundo lleno de peligros. La actitud de muchos padres es la de secundar en todo a sus hijos: crece una generación de hijos debilitados, no preparados para el sufrimiento, incapaces de sufrir, hijos que tienen miedo a entablar una relación seria con una chica y a casarse, se desliza la edad de los matrimonios, muchos hijos, aun reconociendo las limitaciones, prefieren quedarse en la casa de sus padres, donde encuentran alimento, un refugio para vivir. Aumentan los homosexuales y crece la impotencia masculina [9], mientras que las chicas son cada vez más seguras y agresivas.
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Notas
[1] C. Risè. IL Padre, l ‘assente inaccettabile (El Padre, el ausente inaceptable), Ed, San Paolo, 2003, pag. 49 ss.
[2] El matrimonio con Lutero ««»»sale del ámbito jurídico del reino espiritual y entra en el reino del mundo, llegando a formar parte integrante de su ordenamiento jurídico (J Heckel, Lex Caritatis, München 1953).
[3] De todas maneras, es interesante que este acontecimiento, tan determinante para la historia del mundo, haya sido realizado a través de una trasgresión a la ley del Papa—padre espiritual con la raptora del compromiso asumido, el celibato, para secundar unas pulsiones personales. Más allá de las motivaciones teológicas, el cuadro psicológico es ya el característico de la «revuelta contra el padre».
[4] D. Lenzen, La ricerca del padre. Del patriarcato agli alimenti, (En busca del padre. Del patriarcado a los alimento) Laterza, Bari 1991, pp. 205ss.
[5] D. Martin Luther, Werke. Kritische Gesamtausgabe, vol XXXII, pp. 376ss. Weimar 1883 (cita En Lenzen).
[6] O. cit., p. 209
[7] Sería necesario volver a ver la cultura del Novecientos y no, de la filosofía de la «muerte de Dios» a la teología, a la literatura, para darse cuenta de cómo la figura del padre haya sido puesta bajó sospecha. Para la literatura, piénsese en
Rey Lear de Shakespeare, a los escritos de Balzac, Dostoievskij, Kafka, Strindberg, Beckett.
[8] G. P. Di Nicola — A. Danese, Nel grembo del padre. Effatá Editrice, 1999
[9] «Casi el 40% de los varones blancos, en Occidente. no está en condiciones de fecundar» (C. Risè, O. e., p. l 04).
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