En cada aspecto de nuestra vida cristiana «lámpara para mis pasos es tu palabra, Señor». La familia cristiana, como antes la hebrea, no está fundada en corrientes de pensamiento pasajeras que antes o después se manifiestan como parciales y falsas, sino en la Revelación de Dios, en la Tradición y en el Magisterio.
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La mujer: esposa y madre
La maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona; y este es precisamente el «papel» de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el hijo, la mujer «se realiza en plenitud a través del don sincero de sí». La maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don: «He adquirido un varón con el favor de Yahvé Dios» (Gn 4, 1). El Creador concede a los padres el don de un hijo. Por parte de la mujer, este hecho está unido de modo especial a «un don sincero de sí». Las palabras de María en la Anunciación «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) significan la disponibilidad de la mujer al don de sí y a la aceptación de la nueva vida.
Aunque los dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una «parte» especial de este ser padres en común, así como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el periodo prenatal. La mujer es «la que paga» directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de «igualdad de derechos» del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial.
La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular «comprende» lo que lleva en su interior.
A la luz del «principio» la madre acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona [25].
Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no solo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general— que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer. Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición. El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad». Podríamos decir que ésta forma parte del normal mecanismo humano de ser padres, incluso cuando se trata de las etapas sucesivas al nacimiento del niño, especialmente al comienzo. La educación del hijo —entendida globalmente— debería abarcar en sí la de los padres: la materna y la paterna. Sin embargo, la contribución materna es decisiva y básica para la nueva personalidad humana (Mulieris Dignitatem, 18 – Carta apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la dignidad y la vocación de la mujer con ocasión del año mariano).
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Notas
[25] El hijo vive en la fusión con la madre desde el momento de la concepción. Antes del nacimiento la simbiosis es completa: él se encuentra en el cuerpo de la madre, y vive a través de sus órganos. Pero, a partir de un cierto momento, la misma psique comienza a sentir esta simbiosis como sofocante y antivital. Empieza entonces el proceso de salida del cuerpo materno, que culmina con el nacimiento… Es necesario que tal unión vital continúe, de la manera más completa posible, todavía para bastante tiempo: con plenitud hasta los tres años, de manera menos completa hasta los cinco, para ser ulteriormente reducida hasta los siete años. Durante todos estos años, el primer septenio, la aportación de la madre a la existencia y a la formación psicológica del niño es decisiva. En la relación con la madre aprende a percibir su cuerpo, a sí mismo como ser diferenciado. Es, pues, en esa relación afectiva, que es también sensorial y práctica, llena de momentos de vida en común, que se desarrolla no solo el cuerpo del niño, sino su existencia como sujeto, y la capacidad de percibirse como tal. Además el calor del afecto que la madre tiene por el hijo, y que expresa a través de la mirada y las caricias, de todos los gestos maternos, dependerá después el amor que el hijo sentirá hacia sí mismo, su capacidad de cuidarse, de «quererse» (Claudio Risé, 0. cit. Págs. 16-17).
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