La pregunta está formulada de manera provocativa y maliciosa, intencionadamente, pero refleja un problema que a veces se crea en la pareja, sobre todo en referencia a la educación de los hijos.
Todos conocemos el dicho popular: «en mi casa mando yo, dice el marido, pero se hace lo que dice mi mujer».
Esta no es la actitud cristiana; en efecto, San Pablo, en la analogía entre Cristo que ama a la Iglesia y el mando llamado a amar similarmente a la mujer, dice que Cristo es la cabeza del cuerpo como el marido es cabeza de la mujer, y como tal, en las decisiones importantes, pide la sumisión a la mujer sobre todo delante de los hijos, delante de los cuales tiene que aparecer la autoridad del padre, avalada también por la madre.
Autoridad no significa autoritarismo o arbitrariedad, ni siquiera despotismo
Jesús enseñaba con autoridad... sin embargo vino a servir. Su autoridad no se imponía, pero por el hecho de que había sido enviado por el Padre como testigo de la verdad, la verdad misma interpelaba una respuesta libre a los que lo escuchaban. La verdad lleva en sí misma la autoridad por lo que quien la acoge se salva y quien la rechaza se condena.
La autoridad está en función del servicio, de una misión, no de un instrumento para ponerse por encima de los demás (abuso de autoridad).
La autoridad paterna no significa que la mujer no tenga una personalidad más fuerte
El ejercicio de la autoridad paterna no significa que en el matrimonio la mujer no pueda tener más dotes y una personalidad más fuerte que la del marido.
El amor conyugal consiste, antes que nada, en el convencimiento y en la certeza que «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre», es decir, en la convicción que esta es la mujer que Dios ha querido para mí, como esposa y como madre de mis hijos... así como es, con su carácter, sus dotes; y yo como el marido para ella. El amor conlleva el respeto del otro así como es, con sus dotes, con sus límites, y también con sus pecados, no en la pretensión de que llegue a ser la realización de una proyección mía sobre el otro, mortificando su carácter, sus dotes y talentos para imponerme a mí mismo sobre el otro.
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