La Inmaculada Concepción y la familia cristiana

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1. Celebramos de nuevo la Solemnidad de La Inmaculada Concepción de Santa María Virgen en pleno tiempo de Adviento, a la espera de la venida del Señor en la humildad de nuestra carne. El Misterio de la Concepción Inmaculada de María está profundamente relacionado con su vocación para ser Madre del Hijo unigénito de Dios. La carne y la sangre de ese Hijo eterno de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, será la suya. ¡La carne y la sangre de Jesús son de María! La íntima unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el mismo instante en que ella es concebida en el vientre de su madre. “La Santísima Virgen, predestinada desde la eternidad como Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo de Dios por decisión de la divina Providencia” (LG 61), había sido “preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano” (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 1854).

En el plan salvador de Dios se establecía que la victoria del Redentor sobre el pecado y la consiguiente salvación del hombre se iniciase ya en la mujer llamada a ser su Madre desde el primer instante de su concepción: ¡Una Madre inmaculada! ¡Una Madre Virgen! ¡Una nueva Eva!

2. “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero que quita el pecado del mundo. Purísima la que entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad”. La plenitud de la gracia de la que le habla el Ángel Gabriel cuando la saluda en Nazareth –“alégrate llena de gracia, el Señor está contigo”– la Iglesia no podía haberla interpretado de otro modo que reconociéndola y declarándola “Inmaculada”. Ella fue elegida y bendecida “en la persona de Cristo”, su divino Hijo, “antes de crear el mundo”, como santa e inmaculada desde el preciso momento en que empieza a existir en el interior del seno materno. ¡Así es la Madre del Señor que esperamos de nuevo, gozosos de esperanza, en este Adviento del 2010! Así es nuestra Madre: ¡Inmaculada! Ella es la más grande maravilla del Dios que nos salva después de la inaudita maravilla del Misterio de la Encarnación de su Hijo, Redentor del hombre, al que está subordinada. ¿Cómo no le vamos a cantar hoy a María en la fiesta de su Inmaculada Concepción “un cántico nuevo”? ¿Si en ella, “los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”?

3. La fiesta de “la Inmaculada Concepción” es pues una gran fiesta para toda la Iglesia, pero, muy especialmente, una fiesta de la Iglesia en España. ¡Es la fiesta de su Patrona! Hace 250 años, en noviembre de 1760, por la Bula Quantum Ornamenti, el Papa Clemente XIII la proclamaba nuestra celestial Patrona. Pocas semanas más tarde, en enero de 1761, el Rey Carlos III reconocía este Patronazgo para todos los territorios de España y de las Indias. En la disputa multisecular en torno a la verdad de “la Inmaculada”, cuyos orígenes hay que remontar a los comienzos del siglo XIV, el pueblo cristiano de España había tomado siempre partido a favor del dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, con un fervor sin igual y, no pocas veces, con una pasión desbordante. La figura de María, Madre Purísima, Virgen amada y venerada ardientemente, venciendo a “la serpiente” y/o con el Hijo divino en sus brazos, reflejará una de las convicciones más íntimas y arraigadas del pueblo creyente y de muchos de sus pastores y santos en la España del Renacimiento y del Barroco; e inspirará con su mirada serena y radiante el alma de sus mejores y más geniales artistas. La belleza espiritual de María Inmaculada había dado curso popular a una nueva y emotiva “estética”. El pueblo cristiano de aquella España de “los siglos de oro” coincidía plenamente con la opinión expresada magistralmente por uno de sus grandes poetas:


“Decir que pudo y no quiso
parece cosa cruel,
y, si es todopoderoso,
¿con vos no lo habrá de ser?”


Y, más adelante:


“Porque es justo, porque os ama,
porque vais su madre a ser,
os hizo Dios tan purísima

como Dios merece y es”.


4. Juan Pablo II llamaba a España “Tierra de María”. El 4 de mayo del año 2005, después de la gran e inolvidable celebración eucarística de la canonización de cinco santos españoles del siglo XX en la Plaza de Colón –San Pedro Poveda, San José Mª Rubio, Santa Ángela de la Cruz, Santa Genoveva Torres y Santa Maravillas de Jesús– el Papa, anciano y enfermo, se despedía de nosotros con aquel emocionado y conmovedor: “Hasta siempre España! ¡Hasta siempre, tierra de María!”. Desde esa profunda devoción a la Virgen del pueblo español, centrada en el Misterio de su Concepción Inmaculada y enraizada en una honda y lúcida fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, hecho hombre y redentor del hombre, se explica y se comprende muy bien la valoración que el Papa Benedicto XVI hace del catolicismo español en sus palabras a los periodistas en el vuelo a Santiago de Compostela el pasado 6 de noviembre: “España era siempre, por una parte, un país originario de la fe. Pensemos que el renacimiento del catolicismo en la época moderna ocurrió, sobre todo, gracias a España. Figuras como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa y San Juan de Ávila, son figuras que han renovado el catolicismo y conformado la fisonomía del catolicismo moderno”. Y, en su recientísimo libro, “Luz del Mundo”, contesta a la pregunta del entrevistador por la razón del gran eco popular que encontró en sus viajes a España, abundando en esa percepción positiva de nuestra historia cristiana: “España ha sido siempre uno de los grandes países católicos con vitalidad creadora… precisamente allá existe también una vitalidad de la fe que, por lo visto, los españoles llevan en la sangre”. Junto a esa ardiente fe de los españoles, siempre profesada y siempre actual, el Papa constata, sin embargo, en la citada entrevista, que en la historia contemporánea de España “ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo”.

5. En este año 2010, a la vista de la gran Jornada Mundial de la Juventud de agosto del próximo Año 2011 que presidirá el Santo Padre en Madrid, la celebración de la fiesta de la Inmaculada nos invita a entrar en una renovada comprensión del gran don y del consiguiente reto que se nos presenta en este Misterio del Amor infinitamente misericordioso de Dios Padre. En esa liberación del pecado original y en el comienzo del tiempo de la nueva vida por Jesucristo, su Hijo, que goza desde el primer instante de su concepción su Madre María –¡Madre suya e, inseparablemente, Madre nuestra!–, ese don y ese reto se nos hacen cercanos y convincentes. Precisamente en esa fe en el Dios de indecible misericordia, Creador y Salvador del hombre, se contiene una visión del mundo y de la historia, liberada del pecado y de la muerte, de la que surge una propuesta exigente de vida a la luz de la Ley y de la Gracia de Dios, que ha de ser asumida diligentemente por los hijos de Dios con la fuerza liberadora de esa gracia que sana su libertad y la capacita para el amor más grande. Una libertad, pues, “liberada”; comprensiblemente no compartida e, incluso, rechazada por un mundo que solo piensa en “el amor a sí mismo”. El relativismo ético y la pérdida de la conciencia del bien común en la vida personal y profesional, en los ámbitos de las actividades privadas y en el contexto de la acción pública, constituyen hoy la prueba más fehaciente de ello. El verdadero amor al hombre implica necesariamente ese desprendimiento de sí mismo y de los intereses particulares que se manifiesta en María y en su respuesta a una vocación cuyo cumplimiento sobrepasa toda imaginación y posibilidad humanas. Con el “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, María se entregaba sin reservase nada para ella a los designios amorosos de Dios: a su plan de salvación del hombre. ¿Cómo no recurrir a ese modelo y a esa intercesora en el momento presente de nuestra patria, de España, cuando la necesidad de una ética del bien común es tan patente? Que el servicio prioritario y consecuente al bien común sea el que oriente y guíe el comportamiento de las personas, los grupos sociales, las instancias públicas y los responsables del justo, solidario y pacífico funcionamiento de la sociedad, resulta, como lo demuestran los acontecimientos más recientes, cada vez más urgente. Confundir pluralismo social, cultural, económico y político con “egoísmo” es una tentación, en la que caemos, incluso los cristianos, cada vez más frecuentemente.

6. En el Misterio de la Inmaculada Concepción se descubre igualmente la vocación para con la vida ¡una vida en gracia y santidad!, que necesita del matrimonio y de la familia como su lugar natural e irrenunciable para la posibilidad de su realización fecunda. El don de la vida, desde su inicial manifestación en la concepción del ser humano, es sagrado y, por tanto, inviolable. El amor del padre y de la madre, fiel hasta la indisolubilidad, es imprescindible para el hijo, su fruto más maduro y valioso. Sin él, no crecerá y se desarrollará de forma expedita, humana y espiritualmente, hasta llegar a conformarse como persona responsable: responsable de sí misma y responsable de los demás, en la familia y en la sociedad, ante Dios y ante los hombres. El llamado “pluralismo familiar” no puede tampoco sostenerse a costa de los bienes esenciales del matrimonio y de la familia: de la familia que nace de la unión fiel del varón y de la mujer y que sobre él se edifica y mantiene. María, “la Inmaculada”, es Virgen y Madre. Precisamente, porque estaba llamada a ser Madre del Salvador y Madre de la Gracia, Madre, por tanto, de todos los hombres, convenía ¡debería! ser “Inmaculada”, liberada desde el principio de su existencia en este mundo del pecado que esclaviza, del pecado que es rechazo de la ley de Dios, ley del amor. Rechazo que conlleva inevitablemente el que el hombre quiera colocarse por encima de Dios, dominando y explotando con forzosa consecuencia a sus semejantes. El pecado que convierte al hombre fatalmente en “manipulador” imprevisible y tiránico de “lo humano”.

7. En la fiesta de la Inmaculada Concepción del año 2010, 250 años después de su proclamación como Patrona de España, camino de la próxima Natividad del Señor, debemos de alzar de nuevo nuestra mirada agradecida a Ella, nuestra Madre y Señora, y confiarle a España: a la Iglesia en España y al pueblo de España. Una mirada que sea expresión sincera de un decidido propósito de renovación de nuestra vida de oración, de penitencia y de amor cristiano. Su recomendación de rezar “el Santo Rosario”, hecha a la vidente de Lourdes, cuatro años después de la definición dogmática de su Inmaculada Concepción, sigue y resuena más actual y más urgentemente que nunca. Su intercesión es omnipotente. Nuestro compromiso apostólico con las nuevas generaciones y nuestro empeño comprometido generosamente en el servicio al bien común del que dependen tantos hermanos nuestros –sin trabajo, en no pocas ocasiones con sus familias rotas, solos y abandonados…–, no admite demora alguna. Se lo debemos.

¡Ella, la Inmaculada, Virgen de La Almudena, no nos fallará!

Amén.

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