Los filósofos romanos la llamaban virtus, los griegos aretè. El término latino subraya sobre todo que la persona virtuosa es fuerte, valiente, capaz de disciplina y ascetismo; por tanto, el ejercicio de la virtud es fruto de una larga germinación que requiere esfuerzo e incluso sufrimiento. La palabra griega aretè, indica algo que sobresale, algo que resalta, que suscita admiración. La persona virtuosa es, entonces, la que no se desnaturaliza deformándose, sino que es fiel a su vocación, realiza plenamente su ser.
Nos equivocaríamos si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad: una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites de nuestra especie. Los santos, en esta perspectiva que acabamos de introducir sobre las virtudes, son, en cambio, aquellos que llegan a ser plenamente ellos mismos, que realizan la vocación propia de todo ser humano. ¡Qué feliz sería el mundo si la justicia, el respeto, la benevolencia mutua, la amplitud del corazón y la esperanza fueran la normalidad compartida, y no una rara anomalía! Por eso el capítulo del actuar virtuoso, en estos tiempos dramáticos nuestros, en los que a menudo nos encontramos con lo peor de lo humano, debería ser redescubierto y practicado por todos. En un mundo deformado, debemos recordar la forma en la que hemos sido plasmados, la imagen de Dios que está impresa para siempre en nosotros.
Pero, ¿cómo definir el concepto de virtud? El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una definición precisa y concisa: «La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien» (n. 1803). No es, por tanto, un bien improvisado y algo casual que cae del cielo de forma episódica. La historia nos dice que incluso los criminales, en un momento de lucidez, han realizado buenas acciones; ciertamente estas acciones están escritas en el «libro de Dios», pero la virtud es otra cosa. Es un bien que nace de una lenta maduración de la persona, hasta convertirse en una característica interior suya. La virtud es un hábitus de la libertad. Si somos libres en cada acto, y cada vez estamos llamados a elegir entre el bien y el mal, la virtud es lo que nos permite tener un hábito hacia la elección correcta.
Si la virtud es un don tan hermoso, inmediatamente surge una pregunta: ¿cómo es posible adquirirla? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, sino compleja.
Para el cristiano, el primer auxilio es la gracia de Dios. De hecho, el Espíritu Santo actúa en nosotros, quienes hemos sido bautizados, obrando en nuestra alma para conducirla a una vida virtuosa. ¡Cuántos cristianos han llegado a la santidad a través de las lágrimas, al constatar que no podían superar ciertas debilidades! Pero han experimentado que Dios ha completado esa obra buena que para ellos era sólo un esbozo. La gracia precede siempre a nuestro compromiso moral.
Además, no debemos olvidar nunca la riquísima lección que nos ha llegado de la sabiduría de los antiguos, que nos dice que la virtud crece y puede ser cultivada. Y para que esto ocurra, el primer don del Espíritu que hay que pedir es precisamente la sabiduría. El ser humano no es territorio libre para la conquista de los placeres, de las emociones, de los instintos, de las pasiones, sin que pueda hacer nada contra esas fuerzas a veces caóticas que lo habitan. Un don inestimable que poseemos es la apertura mental, es la sabiduría que sabe aprender de los errores para dirigir bien la vida. Luego se necesita la buena voluntad: la capacidad de elegir el bien, de plasmarnos mediante el ejercicio ascético, rehuyendo los excesos.
Queridos hermanos y hermanas, comencemos así nuestro viaje a través de las virtudes, en este universo sereno que resulta desafiante, pero que es decisivo para nuestra felicidad.
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PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza San Pedro
Miércoles, 13 de marzo de 2024
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