El R. O. Cooke de la Orden dominica, predicaba una misión de quince días en Appleton, cerca de Warrington, Inglaterra.
El día de la clausura, el párroco le vino a decir:
—Corre por la ciudad el rumor de que una anciana morirá mañana a la una de la tarde.
—¡Cómo! ¿Es este un pueblo de profetas?
—No, pero aquí se cree comúnmente que Dios conserva la vida a esta mujer, para cumplir lo que le pide en sus oraciones. Tiene un hijo único. Hace veinte años que no cumple sus deberes de cristiano. Durante todo este tiempo, su madre no ha cesado de pedir su conversión a Jesús y a María, con lágrimas y penitencias.
—«¡Dios mío!, repetía sin cesar, no me dejes morir antes de saber, de los propios labios de mi hijo, que ha ido a comulgar!».
—Varias veces cada año, durante los catorce, que he pasado aquí, le he administrado los últimos Sacramentos; cada vez parecía que iba a morir, y cada vez se aliviaba contra todas las predicciones de sus doctores. Aseguró una vez que Jesús y María oirían sus oraciones. Pues bien, muchos han sabido —aunque ella todavía lo ignora— que su hijo ha ido a confesarse con usted y se cree que se acercará mañana a comulgar. Si comulga en la última misa, estará vuelta a su casa como a la una; y dice la gente: «Cuando le diga a su madre lo que acaba de hacer, ella morirá de gozo».
Así hablaba el cura al misionero admirado.
En efecto, cuando volvió el pródigo a su morada, besó la frente de su madre con ternura y le dijo:
—Madre, hoy he recibido la santa Comunión.
—¡Sean Jesús y María benditos!
¡Ahora nada me detiene en este mundo! ¡Dios ha oído mi oración!
Abrazó, llena de alegría, al arrepentido, y en sus brazos falleció tranquilamente.
¡Tal es la fuerza de la oración de las madres!
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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios. II Parte: Historia, n.º 9».
Historias para amar, páginas 31-32