Cuatro domingos antes de Navidad comienza la época de Adviento. Existe una bella forma de celebrarlo en familia con los niños:
En un rincón de la casa, o sobre un mueble o una mesa, se va formando poco a poco el paisaje, que atraviesan caminando, paso a paso cada día, María, José y el burrito a Belén.
Durante la primera semana, se ponen piedras sobre una tela marrón o beige. Las más lindas trazan el camino de María. Durante la segunda semana se añaden las plantas: musgos, palmeritas, flores, arbolitos. La tercera semana se hacen aparecer ovejitas y otros animalitos. Finalmente la cuarta semana, los pastores vienen a ocuparse de sus rebaños, mientras María, José y el burrito, llegaron al pesebre.
Los cuentos de este librillo siguen el desarrollo del paisaje. Ilustran el camino de la época de Adviento y pasan del reino de los elementos al reino vegetal, luego al reino animal para concluir el reino humano.
Ha sido concebido para ser leído a los niños en edad escolar. Es un calendario de adviento contado. De historia en historia conduce hasta la Navidad.
Para los niños más pequeños es aconsejable no elegir más que cuatro historias, para cada semana una. Se la puede ilustrar actuándola en el pequeño paisaje con las figuras.
La alegría de preparar Navidad fue la fuente de inspiración de estos cuentos. Esta despertó en mí, más allá de la necesidad de escribir, el deseo de mostrar de una manera accesible a los niños, que Navidad es un acontecimiento esperado por el mundo entero. Siguiendo el hilo de estas narraciones debería despertarse el sentimiento de que la luz divina, pálida al comienzo de Adviento, va intensificándose de día en día para brillar en todo su esplendor en el momento de Navidad.
Me he inspirado en diferentes historias de navidad conocidas, como por ejemplo en los hermosos del poema del poeta Felix Timmermans, con el cual me siento en deuda….Pero lo que me decidió finalmente a publicar este librito fueron dos ojitos radiantes de niño que creían en los milagros y dos orejitas que querían escuchar siempre más.
George Dreissig
* * *
Índice
La aguja de plata de luna y el hilo de oro de estrellas
* * *
Primera Semana
Eran tres los que estaban en camino: María, José y el burro que trotaba alegremente adelante. José llevaba su bastón. Estaba acostumbrado a caminar largos trayectos a buen paso.
María, la dulce madre de Jesús, hacía como podía para ir a su ritmo, pero sus pies tropezaban a menudo con las piedras del camino. Cerraba los dientes para esconder su dolor. Dejó escapar una lágrima que no consiguió retener. El pequeño burro no se enteró de nada y José tampoco: estaba atento para no perder el camino. El ángel que acompañaba a los viajeros vio que María lloraba. Entonces se inclinó hacia ella y le dijo: ¿”Por qué lloras pequeña amada de Dios? Estás camino a Belén; allá el niño Jesús vendrá al mundo. ¿No estás feliz de esto?” María le respondió: “El pensamiento de que el Niño va a nacer me colma de alegría. Lo que me entristece son estos guijarros contra los que tropiezo y me lastiman los pies”.
Tras estas palabras, el ángel se volvió hacia las piedras. Los miró con sus ojos celestiales radiantes de luz. Y he aquí, las piedras se transformaron bajo su mirada: sus ángulos y sus aristas cortantes se redondearon y tomaron reflejos coloreados. Algunas llegaron a ser incluso transparentes como el cristal y centelleaban sobre el camino, iluminadas por el ángel.
Entonces María avanzó con paso seguro. Delante de ella el camino lucía e irradiaba y ya ningún dolor vino a molestar su andar hacia Belén.
* * *
Un día, yendo María y José hacia Belén, se encontraron con una piedra norme. Estaba en medio del camino y lo ocupaba todo. Así es que todos los que por ahí pasaban o tenían que buscarse un sendero entre los arbustos de ambos lados, o trepar por la poderosa piedra.
Esta piedra tiene una historia muy especial.
Cuando se estaba construyendo el camino, siete hombres fuertes tuvieron que tratar con mucho esfuerzo hasta que la echaron a un lado. Pero al día siguiente, cuando volvieron al trabajo, la piedra se encontraba otra vez en el mismo lugar de antes, como si siempre hubiera estado allí. Entonces los hombres protestaron furiosos, se arremangaron y repitieron el duro trabajo. Pero al día siguiente la encontraron donde había estado antes. Estaban rojos de cólera, y con todas sus fuerzas la hicieron rodar nuevamente fuera del camino. Al día siguiente volvió a estar donde siempre había estado. Esta vez no se enojaron, sino que se miraron desconcertados por este misterio. Decidieron entonces ir donde un ermitaño que vivía en el bosque y le contaron lo que había sucedido. El les escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza y con aire comprensivo les dijo:
“Aquel que debe apartar del camino esta enorme piedra no ha llegado aún. Por lo tanto dejad la piedra donde está y permitid que aquel que tiene la misión de hacerlo, la haga rodar fuera del camino”.
Los hombres volvieron a su cantero y siguieron su consejo, así la piedra quedó allí, en el medio, apesadumbrando a muchos viajeros.
También María y José se detuvieron delante de la piedra, pues José no podía hacerla rodar, ni siquiera con la ayuda del burrito.
Cuando estaba ahí, pensativos delante de esta enorme piedra, José tocó sin darse cuenta la piedra con su bastón. Era un golpe muy liviano, pero no bien la hubo tocado, esta se quebró en dos partes, cayendo cada una d e las dos mitades a ambos lados del camino. Y ahora se podía observar que la poderosa piedra estaba llena de cristales que brillaban refulgentes a la luz del sol.
Poco tiempo después, el ermitaño pasó por este camino. Cuando vio la piedra quebrada y los cristales que brillaban en su interior, sus ojos se iluminaron y se dijo: “Aquel a quien estaba destinado abrir el camino ha aparecido”, y su corazón se llenó de alegría y esperanza.
* * *
En aquella época en que María y José y también el pequeño burro caminaban en dirección a Belén, no existía el agua corriente.
Las mujeres tomaban su cántaro e iban a sacar de la fuente. Allí se encontraban para charlar. La fuente era un lugar de encuentro, el sitio en que intercambiaban las últimas novedades.
Esa tarde, Ruth tomó su cántaro para ir a la fuente. Desde que salió de su casa fue deslumbrada por la luz intensa de una estrella. Esa tenía tal resplandor que las otras estrellas, y la luna incluso, parecían completamente pálidas. Ruth maravillada, se quedó quieta en el lugar. No podía despegar sus ojos de esta estrella resplandeciente. Se olvidó de la hora y de lo que tenía que hacer. ¿Qué mensaje anunciaba este astro luminoso?
El viento la sacó de su sueño. Tomó su cántaro y se dirigió rápidamente hacia la fuente. Allá no había nadie. Todos habían vuelto de sus casas. Ruth colgó ágilmente su cántaro a la cadena, y se detuvo: la estrella se reflejaba en el fondo del pozo. El agua brillaba allá dentro como el oro. La joven maravillada murmuró:
“¡Que luminoso resplandor, si por lo menos la abuela lo pudiese ver!”
Pero la abuela estaba sentada en casa, en su sillón. Sus piernas debilitadas por la edad, casi no la podían sostener. Ruth dejó deslizar lentamente su cántaro en el pozo para no enturbiar el agua.
Cuando lo volvió a subir, la joven se maravilló otra vez. Pues el agua del cántaro brillaba tanto como el oro. Entonces mojó la punta de su dedo y la probó: el agua tenía el mismo gusto que de costumbre. Ruth levantó su cántaro y volvió rápidamente a casa. En cuanto abrió la puerta gritó: “¡Abuela, mira lo que te traigo!” Y le hizo contemplar el agua que relucía como oro puro.”¡Mira! Ha guardado el destello de la estrella para que tu la pudieses ver”.
La anciana miró el agua pensativamente y dijo: “¿Cuál será esta luz que comienza a brillar sobre el mundo y que al agua pura le gusta conservar su destello?” Después volviéndose hacia Ruth añadió: “he aquí que yo veo el reflejo de tus ojos. Guárdalo como lo más precioso”.
La noticia del agua de oro se extendió rápidamente y todos venían a sacar de ella. Sacaban cantidades pero el agua de oro no se agotaba. Guardó su resplandor hasta… ¿hasta cuándo justamente? Hasta el día en que el niño Jesús nació en belén. Desde entonces él empezó a iluminar el mundo con su luz.
* * *
María, casi nunca había salido de Nazaret, y le costaba viajar a tierra extranjera. Hasta este día nunca había tenido que mendigar para encontrar un techo, y jamás había dormido al borde del camino. Los días se le hacían muy penosos. El sol brillaba sobre el mundo mientras que maría y José se apuraban por llegar a Belén. Pero en la noche María extrañaba.
Acostada en la oscuridad María pensaba en Nazaret: en su casita, en los rosales del jardín, en el aroma del jazmín bajo la ventana, en el murmullo del viento que jugaba entre el follaje de los árboles y en los arbustos desde bailaba entre las espigas.
¡El viento era un gran y viejo amigo! Por las mañana antes de que María se levantase entraba por la ventana abierta. Murmuraba dulcemente o soplaba enojado y María no tenía necesidad de mirar el cielo, pues sabría que tiempo habría según el olor o la humedad que traía. Pero aquí, en un país extranjero el viento parecía diferente, un viento que María no conocía y entonces se sentía más sola todavía.
Pero, ¿no es cierto que el viento sopla donde quiere?
Pues aunque parezca imposible, el mismo viento que rodeaba a María sentía su tristeza; ¿Cómo reconfortarla? Retuvo su soplo y reflexionó largo tiempo.
Normalmente tendría que soplar todo lo que pudiera y entra en todos los rincones por todas las fisuras. Sin embargo le parecía que María se sentía tan sola lejos de su país natal…
De repente, entonó otra canción. Cantó a la primavera de Nazaret, al grano que germina, a las corolas que se abren, a la gloria de las flores, al murmullo de las abejas. Y ese canto tan dulce, tan pleno de amor reconfortó el corazón de maría y se durmió feliz.
¡Que buen viento! No puede dejar de ocuparse de María, la dulce madre de Jesús.
No hay que extrañarse que cuando se acerca el tiempo de navidad, el viento entona cánticos primaverales. Canta para maría, para que no se sienta tan sola y abandonada sobre tierra extranjera.
La aguja de plata de luna y el hilo de oro de estrellas
Con discreta veneración miraba José a su querida esposa y al misterio de este niño Jesús que llevaba bajo su corazón.
Hacía lo posible para hacerle a María la vida más bella y más fácil. Hubiera deseado ofrecerles lindos adornos y hermosos vestidos, como los ricos ofrecen a sus esposas. Pero José era pobre, no tenía un centavo. Esto le entristecía por momentos; sin embargo María jamás se quejaba de no tener nada para adornarse.
Desde que estaban en camino hacia Belén sufría cada día su pobreza.
A veces no tenían que comer y quedaban con hambre porque nadie les daba.
Otras veces, llegaban cerca de un pueblo y a su llegada, las puertas de las casas se cerraban. Entonces no les quedaba más que dormir afuera bajo las estrellas. En estos momentos José se decía bajito: “Dios ha escogido a María para que de a luz a su Hijo y tú haces una mendiga”. “¡Si sólo tuviese un poco de dinero…!
El ofrecería algo a María, algo bonito. ¿Qué podría vender? No poseía nada superfluo aparte de, puede ser… su bastón. El lo había cortado en el bosque. ¿Encontraría a alguien que se lo comprara?
Una noche en que María y José dormían al aire libre, José tuvo un sueño.
Soñó que un hombre venía galopando en el hombro para despertarlo. Debía ser muy rico, sus vestidos eran soberbios. Sin embargo su mirada era amistosa, sin la menor conmiseración. José le preguntó: ¿En que le puedo servir?”. El extranjero le respondió: “Deseo comprar tu bastón, me han dicho que lo vendías”. José se inclinó para buscar su bastón. ¡Que sorpresa: encontró un bastón forjado en oro y plata y magníficamente trabajado! ¿Donde estaba y que había pasado con su viejo bastón esculpido? José tendió al extranjero el maravilloso bastón.
El hombre dijo: “En este momento te lo voy a pagar”. Con estas palabras levantó su mano derecha, y de pronto el cielo se puso a resonar, e hilos de oro empezaron a descender de las estrellas. El hombre los tomó delicadamente y los ovilló en el bastón. Luego levantó la mano izquierda. La luna creciente vino a posarse y tomó la forma de una aguja de plata. “Toma esto como pago”, y con esas palabras, desapareció José, muy sorprendido, contemplaba este precioso regalo con el que no sabía muy bien que hacer. Pero ya, hilo y aguja se movían entre sus manos, el hilo de oro se enhebró solo en la guja de plata y ésta se puso a bordar. Bordaba estrellas sobre el manto azul de María. Cuando el hilo se hubo terminado, las estrellas brillaban en el manto tal como lo hacen en el cielo durante la noche. Entonces la aguja se elevó de nuevo hacia las estrellas y volvió a ser la luna creciente.
¡Que sueño maravilloso! Por la mañana, José se despertó de buen humor. Encontró su viejo bastón a su lado. ¡Que transformado había aparecido durante la noche! de repente, su mirada percibió el manto de María: Mil estrellas brillaban sobre el pobre tejido. María y José las contemplaban con la misma alegría: ¡Que maravilla! María dijo: “Ahora este manto es demasiado hermoso para mi”.
Así, a pesar de la pobreza de José, María pudo llevar un manto esplendido estrellado, el de la reina de los cielos.
* * *
Al caer la noche, Tito el posadero tomó su farol para ir al establo y renovar el heno de Remo, el buey. Al prender la vela, Tito se dio cuenta que estaba casi consumida.
“Por esta noche alcanzará”, murmuró.
Atravesó el patio acompañado de la pequeña llama que disipaba la oscuridad alrededor de él. Tito penetró en el establo y colgó el farol en un gancho del techo. Después con su rastrillo repartió el heno en el pesebre. De pronto escuchó un ruido que venía de la casa; su mujer lo llamaba: Tito, ¿Dónde estás? Han llegado huéspedes”. En ese momento, dejó caer el heno y tomó el farol pero justo la llama clara de la vela se elevó por última vez para volver a caer enseguida y desaparecer.”¡Que le vamos a hacer!” gruñó Tito en la oscuridad. Dejó el farol colgado sobre el pesebre y se apresuró a atravesar el patio para volver entrar a la casa.
Al día siguiente, Tito no pensó más en el farol. Sin embargo en la noche se acordó que lo había dejado en el establo, colgado arriba del pesebre. Se fue a buscar una nueva vela y atravesó el patio.
Allí se dio cuenta que brillaba una luz detrás de la ventana del establo. Sorprendido se frotó la cabeza pues él había visto muy bien como la vela se extinguía la noche anterior. Llamó a su mujer para mostrarle la extraña luz. Los dos juntos fueron al establo para verla más cerca.” Que raro, esta luz brilla para nada y para nadie” murmuró Tito. Y la mujer añadió: “Quién sabe porque esta llama no se extingue. No la molestemos. Esperemos que se consuma por si sola”.
Es así como, la víspera de Navidad, cuando maría y José, seguidos por el pequeño asno, buscaron albergue para pasar allí la noche, descubrieron el establo suavemente iluminado, que parecía esperarlos… Y la luz continuó brillando hasta después del nacimiento del niño para iluminar el mundo alrededor de él.
Sin duda querrán saber que luz es esta que brillaba con tanto fervor. ¿Una vela? ¡Por supuesto que no! Por lo menos no una vela común como las otras. No, yo se los voy a contar: aunque no se lo imaginen, una pequeña estrella se había deslizado en el farol. Destellaba allí con amor, pues quería estar allí para el nacimiento de Jesús.
Si Tito hubiese mirado bien, la habría visto el también.
* * *
Segunda Semana
En el jardín del Paraíso, había un árbol que nadie tocaba: era el árbol de Dios. Portaba manzanas rojas, las más bellas que pueden imaginar. Todos los animales y los pájaros que pasaban cerca de este árbol detenían su curso o vuelo para contemplarlo, por lo bello que era: En aquel tiempo Adán y Eva vivían en este jardín. Iban a menudo a admirar el árbol, cuyos frutos estaban reservados para dios. Un día, la serpiente había convencido a Eva de cortar una manzana del árbol y probarla. Después le había dado a Adán, el cual probó también. Entonces el árbol, de repente había perdido su esplendor. Y cuando Adán y Eva fueron arrojados del Paraíso, el jardín estaba triste por su bello árbol.¿Que acto temerario! Los frutos del árbol habían palidecido de terror, se habían vuelto pequeños y duros, y su gusto jugoso y azucarado se había vuelto amargo como la hiel.
Así el manzano debía volver a encontrar un día de su belleza. Cientos de años más tarde uno de sus brotes se plantó en el jardín de María y José en Nazaret. El arbolito desmirriado creció. Cada año daba frutos pálidos, duros y amargos, que nadie comía ni siquiera el burrito. Un día de primavera el ángel vino al encuentro de María y le anunció que ella sería la madre de Jesús. Cuando atravesaba el jardín, el ángel pasó cerca del manzano y susurró: “Prepárate, manzanito, pues el tiempo de tu miseria ha terminado. En Navidad, el hijo de Dios vendrá al mundo.
Recuerda que eres el árbol que porta los frutos de Dios”.
En el curso de las semanas siguientes, María y José, muy asombrados, pudieron observar como el árbol se erguía, y florecía con tal magnificencia que se podía pensar que se podía venir abajo por la carga de las flores. Su follaje se llenó entonces de trinar y el zumbido de las abejas que llegaban de lejos atraídas por la golosina, para libar sus flores.
Después vino el tiempo en que la frondosidad del árbol escondió lo que se estaba preparando.
Y cuando maduraron sus frutos, no eran ya pequeños y duros sino muy grandes y con una forma redonda y hermosa. Y he aquí que las manzanas se fueron coloreando. Al principio eran de un rosa delicado que se volvía cada vez más intenso; y al final, tenían mejillas de un rojo radiante. ¿Sabéis porque llegaron a ser tan rojas? Es muy sencillo: estaban felices de poder ser de nuevo los frutos de dios, quien iba a venir pronto a la Tierra. María recogió sus frutos en un canasto, y viendo que eran tan firmes y tan buenos, les dijo a José: “Vamos a guardarlas para el niño”. Y cuando partieron hacia Belén, María y José cargaron sobre el lomo del burro una bolsa de manzanas para el niño. Ellos no las tocaron ni cuando tuvieron hambre.
He aquí como el manzano fue liberado de su maldición. Hoy dona sus frutos a los hombres. Cada año sin embargo quedan algunas para el Niño Jesús: las más rojas. Muestran, en particular, cuanto se alegra el manzano de que Dios haya venido al mundo.
Cuando Dios creó las flores, les preguntó a cada una: “¿Cómo te vamos a vestir?” Algunas querían ser grandes y robustas, otras deseaban exhalar dulces perfumes. Una prefería tener flores rojas, otras azules y otras también blancas. Y Dios concedía todos sus deseos.
Así fue como un día se dirigió a una flor: “Tú, pequeña criatura, dime tus deseos más queridos. “¿Quieres crecer o quedarte pequeña? ¿Quieres llevar flores rojas, amarillas o azules?”
“Yo sólo tengo un deseo”, respondió la planta. Me encantaría conservar mis flores hasta el nacimiento del niño Jesús si es posible. En cuanto al resto, me presto a todo: tanto a trepar como a llevar espinas”.
Amablemente Dios sonrió creó… al cardo mariano.
Este cardo crece en el suelo, sus hojas están llenas de espinas, pero sus flores brillan como estrellas de plata que se abren justo en Navidad, para saludar al niño Jesús.
* * *
En el camino que los llevaba a Belén, María y José atravesaron un bosque. Los árboles se dirigían secos y delgados hacia el cielo. A la altura de los hombres, entre los troncos, abundan arbustos espinosos. Duros y nudosos, entremezclaban sus ramas que, en lugar de hojas, tenían enormes espinas agudas. Estas molestaban el paso de los viajeros y desgarraban sus vestidos. ¡El pobre burro!, no podía hacerse más delgado y no tenía ninguna posibilidad de evitar que las espinas que le arañaban la piel. Finalmente se detuvo, rechazando dar un paso más. María y José le suplicaron, después se enojaron. En vano; el burro, testarudo, quedaba en su sitio. Lanzaba su “hi-han” despiadado cuando José le daba con su bastón para hacerle avanzar.
Entonces, José la emprendió con los arbustos espinosos. ¡Después de todo ellos eran los que hacían su marcha tan penosa! Pero María le puso su mano sobre el brazo y le dijo: “Querido José, no te enojes contra estos pobres arbustos. No tienen otra que llevar espinas sobre esta tierra tan árida. Si sólo tuviesen con que apaciguarse, estoy segura que nos acogerían con hermosísimas rosas a nosotros y a nuestros hijos.”Dicho esto, levantó sus ojos al cielo y rogó:
“Dios Bienamado, que tu bondad nos llegue como rocío sobre estos pobres arbustos, para que puedan transformarse como lo desean”
Apenas María había terminado su oración, una dulce llovizna cayó del cielo. A medida que iban saciando su sed, los arbustos perdían sus espinas, dando lugar a soberbias rosas, cuyos colores brillaban en derredor y cuyo perfume llenaba el aire de gran alegría. Dieron gracias a Dios por este milagro y el burrito feliz aspiraba el aire embelezado; y lleno de coraje, emprendió su trote en dirección a Belén.
Un mercader volvía de viaje. Había visitado países lejanos y traía los brazos cargados de regalos. Habían objetos y tejidos raros, especias exóticas y joyas. Cada uno de los miembros de la familia recibió algo extraordinario. Pero a su mujer, el mercader le ofreció una simple bolsa de tela. “Cuídala bien”, le dijo. “Parece que la bolsa posee dones de profecía. Nos anunciará la venida del Rey de los Reyes”. La mujer quedó muy sorprendida. A veces llevaba la bolsita tosca a su oreja y la miraba por todas las costuras, pero no encontraba nada de particular.
Un día, el mercader se ausentó por un nuevo viaje. Su mujer tomó la bolsita y se internó furtivamente en el bosque. Cuando se sintió escondida de todas las miradas, abrió la bolsa.
¿Saben que encontró allí? ¡Cebollas!, simples cebollitas. “¿Este era todo su secreto?, gritó decepcionada. Esparció las cebollitas sobre el campo y se volvió a su casa.
Las cebollitas quedaron olvidadas en el camino en el medio del bosque. Expuestas al viento y a la intemperie, fueron pronto cubiertas de polvo y tierra.
Ocurrió que en el camino que conducía a María y José a Belén atravesaba justamente este bosque. Y lo que el mercader había predicho ocurrió. Las cebollitas se abrieron bajo el paso de María y de ellas salieron pequeñas flores blancas y plateadas que iluminaban el suelo como si hubiera sido sembrado de estrellas.
Hoy todavía florecen estas pequeñas flores y anuncian la venida del Rey de los Reyes.
Florecen en algunos países en Navidad y se les llama” Rosas de Navidad”.
Cuando dios creó a los árboles los proveyó de raíces y ramas. Las unas se afirmaban a la tierra, las otras se elevaban hacia el cielo, pues ellos habían venido de allá y no debían olvidarse jamás de su verdadera patria. Desde entonces, los árboles tienden sus ramas hacia lo alto como una plegaria silenciosa y perpetua, recordando a su Creador.
El pino, hace mucho tiempo, hacía lo mismo y, dirigiendo hacia arriba sus largas y anchas ramas dominaba incluso a los otros árboles. Pero esto es diferente hoy en día; ¿saben por qué?
Ocurrió así:
Una noche, María la dulce madre de Jesús y José, su marido, se encontraban en un gran bosque de pinos. Estaban lejos de toda casa y no habían encontrado albergue esa noche. Entonces se acostaron al pie de un árbol para tratar de dormir. Pero se levantó un viento fresco que se hacía cada vez más fuerte. Incluso acercándose mucho al tronco de os árboles elevados, no se estaba protegido. Entonces María, en su angustia, se puso a acariciar el tronco del árbol que le protegía y dijo: “Perdóname que interrumpa la plegaria que diriges a nuestro padre. Pero mira: Dios mismo se ha inclinado hacia la tierra. Yo llevo a su hijo bajo mi corazón. Y tiene necesidad de tu ayuda”. Con las palabras de María, un estremecimiento recorrió todo el árbol.
Lentamente, muy lentamente, fue volviendo sus ramas hacia el suelo, de forma que pareciese un enorme techo. El pino había perdido sus agujillas siempre una vez al año, pero aquí comenzaron a crecer. Así, las ramas del pino sirvieron de abrigo a María y José durante la noche. Y desde ese día, el pino nunca pierde sus agujillas.
¡Con que alegría había visto María florecer las rosas sobre el seto espinoso del bosque! Había juntado un ramillete que llevaba en su brazo bajo su manto para que estuviesen protegidas. Y las rosas permanecían frescas y guardaban su silencioso perfume para María.
Cuando maría y José se encontraban cerca de Jerusalén, encontraron en el camino a dos soldados romanos que marchaban a paso firme como grandes señores y gritaban: ¿Paso a la armada romana!
Uno de ellos golpeó el lomo del burrito. El pobre animal, asustado se echo al un lado, aunque el camino era bien ancho. Uno de ellos se dirigió a maría con un tono burlón: “¿Hermosa, que escondes ahí? Déjame ver un poco”. Y metió la mano bajo el manto de María, pero la retiró de golpe gritando. Se había herido los dedos con las espinas. ¿Qué escondes ahí pues? Gruño blanco de rabia. María abrió su manto y apareció un ramo de espinas. Pensaba en el día que había florecido. ¿No le había enviado Dios un aliento benefactor para permitirles expandirse? ¿Qué les había sucedido ahora? María estaba apenada y José sentía su tristeza. Le puso la mano dulcemente en su hombro y le dijo para consolarla: “No te apenes María, han florecido durante mucho tiempo para ti. Ahora que solo quedan espinas tíralas”.
Pero María sacudió la cabeza y respondió” Ahora conozco el secreto de las rosas, ¿Cómo voy a poder separarme de ellas?”
Y con cuidado recubrió con su manto el ramo, que no tenía necesidad de ser protegido. Las palabras del soldado resonaban todavía en su corazón:” La gente podía pensar lo que quisiese. Estas espinas María las había visto florecer, ¿Por qué las iba a despreciar ahora? Un dulce perfume d e rosas subió hasta María. Echó una mirada prudente bajo su manto: ¡Que esplendor! Las ramas estaban de nuevo cubiertas de flores. En el establo de Belén, cuando el niño Jesús vino al mundo, los capullitos florecían aún.
* * *
Tercera Semana
¿Conoces a los burros? Son caprichosos. Robustos y resistentes se les puede cargar con bultos pesados. Pero a veces se obstinan. Entonces se vuelven sordos para todo: Tanto como para las súplicas como para los retos. Aunque trates de hacerlos avanzar: ellos arraigan sus patas y no se mueven ni un paso. Si tratas de tirar de ellos como si trataras de empujarlos: ¡Nada que hacer! Entonces te desesperas, y de nuevo adorables, fieles y entregados. Toda testarudez ha desaparecido como por encanto.
El pequeño burro de maría y José era como todos los burros: testarudo caprichoso y adorable. El viaje a belén hubiera sido largo y difícil con un animal como éste, si no hubiese sido que de repente se volvió dulce y dócil. Y esto fue así:
José había cargado el burrito. Había puesto todo lo que iba a necesitar durante el viaje. El pequeño asno se había quedado firme y tranquilo. Parecía ser el más dulce, el más amable de los burros de Nazaret. José tomó la brida en su mano; era hora de irse. En este momento el burrito se empecinó en sus patas y rechazó dar un paso. José le acarició, después le retó, pero en vano; el burrito no hacía el menor movimiento. María probó suerte. Rascó sus crines entre las orejas. “Ven”, le decía, “vamos, ven, ya es hora, el camino es largo”. Pero nada que hacer, el burrito quedó inamovible.
Cuando la situación parecía desesperada, el ángel Gabriel intervino. Así como si nada se apreció ante el burrito y le dijo: “El viaje hasta Belén será penoso. El trayecto será largo para tus patitas flacas. Es preferible que te quedes aquí, has tenido razón para estar testarudo. Yo voy a llamar algunos ángeles que te llevarán tu carga”. Después añadió: “¡Que pena que tu no estarás cerca del Niño Jesús cuando nazca!” ¡No escucharás cantar a los ángeles! ¡No comerás del heno del pesebre, el buen heno que servirá de colchón al Niño Jesús!”
¿El canto de los ángeles? ¿Acaso los ángeles cantan ya? Levantó su hocico al viento: sí, le parecía sentir el olor del heno. Entonces partió al trote encabezando al grupo. Todo su empecinamiento se había olvidado. Ahora tenía prisa por llegar a Belén. Al atardecer hubiera preferido no descansar. Y por la mañana, antes de que l sol hubiera salido, él era siempre el primero que se despertaba. Decía: “¡hi-han!”, “¡hi-han”!, que quería decir: “Levantarse ya es hora”. Salgamos hacia Belén, vamos a escuchar a los ángeles y a probar el buen heno”.
¡Ah, sí! Los asnos son capaces de muchas cosas, cuando lo ángeles les hablan.
Una noche, María y José habían encontrado en una cueva refugio para dormir. Al entrar, una gran araña pasó delante de ellos. José quiso cazarla con su bastón. María le dijo dulcemente:” Deja este animalito en paz, José. Lo que Dios ha creado no me va a dar miedo. Además la cueva es bastante grande para todos”. Poco después se acostaron.
Esa noche el viento sopló violentamente: Quitaba l polvo de las estrellas: El cielo debía estar reluciente para el nacimiento del niño Jesús. En Navidad, los astros debían brillar como oro puro. Así el viento soplaba con todas sus fuerzas.
En la cueva, María estaba temblando de frío y no podía dormirse. Estaba bien envuelta en su manto bordado de estrellas, pero el viento se filtraba por todas partes. José acostado a su lado dormía profundamente y no se daba cuenta de nada.
Pero alguien percibió lo que allí pasaba: la araña.
Ella portaba a María en su pequeño corazón, por haber pronunciado palabras tan protectoras para ellas. Así se puso a trabajar y tejió una tela maravillosa en la entrada de la cueva. Tal vez piensan, que una tela de araña no resiste el viento. Pues bien, esta sí, hacía el efecto de una gruesa cortina. Era tan fina y tan sólida que el viento no se filtraba más al interior de la cueva. Y María se durmió enseguida.
Al despertarse vio la tela araña. “Gracias a ti yo he podido dormir”, le dijo. “Eres buena, gracias”. La araña escondida en una grieta de la roca estaba colmada de alegría.
La ardilla había juntado abundante reservas de nueces. Las había escondido acá y allá y las había recubierto cuidadosamente de ramas, de tierra y de hojas.
Era importante que las provisiones estuvieran en un lugar seguro, protegidas y bien escondidas. Pero he ahí que la ardilla era incapaz, ella misma, de encontrar sus escondrijos. ¡Que pena!, la naturaleza le había ofrecido una mesa ricamente provista, y ahora, estaba sin nada. La ardilla no encontraba más que viejos restos. Y a pesar de sus provisiones, sufría de hambre. Esto era bien fastidioso, sólo podía hacer una cosa, una cosa que no le gustaba nada: tenía que aventurarse a ir a las casa de los hombres en busca de algún alimento.
Fue así como un día la ardilla fue testigo de una triste escena. Unas personas pobres habían golpeado a la puerta de un albergue para pedir ayuda. La posadera fue a abrir, los injurió y los echó a grandes gritos. La ardilla percibió sus rostros tan tristes y se sintió tan mal. En su corazoncito deseaba ayudarles. ¡Si por lo menos pudiese volver a encontrar sus provisiones!
Salió saltando hacia el bosque y se puso a buscar una vez más. Y de repente se hizo bien fácil. No era que le había vuelto la memoria, sino que allí donde había escondido las nueces le parecía ver pequeñas lucecitas. La ardilla fue ahí a escarbar y volvió a encontrar sus reservas. Llenó sus carrillos de nueces y fue a encontrar a los viajeros. Estaba un poco temerosa, pero su timidez se fundió bajo las dulce miradas de María y José.
Con presteza, saltó cerca de ellos y dejó en el camino 2 nueces para cada uno de ellos. Dirán sin duda alguna: ¡Dos nueces es muy poco para un estómago vació ¡ Pero lo que se da con amor siempre es más de lo que parece. María y José le agradecieron a la ardillita. Comieron sus nueces y su hambre quedó calmada.
Desde ese día, la ardilla tuvo la vida más fácil. Cuando se ponía a buscar sus provisiones escondidas, el suelo se iluminaba suavemente por los lugares donde estaban y nunca más escarbó en vano.
Mará y José seguían caminando hacia Belén y buscaban un albergue para pasar la noche. Aquel día todavía no habían encontrado nada y pensaban dormir otra vez al aire libre. José percibió entonces, a la sombra del crepúsculo, una casita no iluminada y así, maría y José se acercaron llenos de esperanzas. Era un aprisco, una casita de pastor. Poco importaba si encontraban allí techo y calor. Pero no habían contado con Finod era el perro del pastor. Durante el día, cuidaba las ovejas en el prado. Por la noche, cazaba a los merodeadores y a los ladrones que se aproximaban al establo. Desde que olfateó a María y a José, Finod se levantó de un salto y sacudió violentamente la cadena que lo mantenía atado. Corrió de inmediato donde los intrusos de manera amenazante. Sus “gua gua” significaban: “Tengan cuidado, aquí estoy yo, el dueño. ¡NO se acerquen!”.
Ante estos ladridos furiosos, José levantó los hombros y se dio media vuelta diciendo a María:”¡No hay esperanzas! Este guardián sin dudas es más intratable todavía que un hombre de corazón duro”. María quedó inmovilizada también. Finod estaba orgulloso de sí mismo, pues tenía a los extraños a la distancia. María insistió entonces y dijo: “José trataremos igualmente, estamos agotados. Sin techo no conciliaremos el sueño”.
Dicho y hecho; se dirigió al establo con paso tranquilos.
Finod entró al establo en una rabia loca. Ladraba y tiraba de la cadena en dirección a María, cuando de repente pasó algo inesperado. Antes de que José hubiese podido intervenir, María había llegado cerca del perro. Y ¿que hacía Finod? Observaba a María que avanzaba a su encuentro y movía la cola alegremente. Cuando María estuvo muy cerca, Finod dio unos brincos hacia ella, como un cabrito y después se acostó sobre su lomo. María se inclinó hacia él y le acarició su vientre.
Cuando José se aproximó a ellos, Finod le gruño por última vez, pero la dulce mano de la madre de Jesús le calmó enseguida. María dijo a José : “¡ Mira como ha tirado este tontuelo! Su cuello está todo herido”. María rozó sus llagas con sus dedos. El perro no se quejó ni siquiera por el contacto.
Finod se hubiese quedado toda la noche a los pies de María, si hubiese podido. Pero su lugar no estaba en el establo, lo sabía muy bien. Entonces se acostó afuera contar la puerta. Su corazón latía fuerte de alegría; ¡Que gran responsabilidad tenía! ¿No iba a proteger esa noche a la madre de Jesús?.
Tempranito por la mañana, el pastor vino a preocuparse por sus ovejas. De lejos fue testigo de un cuadro sorprendente. La puerta del establo se abrió, un hombre y una mujer salieron de allí seguidos por un burrito. Finod, el famoso perro guardián, saltó a su encuentro moviendo la cola, y lamió las manos de la mujer. En el interior del establo, las ovejas balaban cosa que no hacen a menos que se acerque una persona a la que conozcan y que la quieran. El pastor observó la escena como en un sueño. Cuando volvió en sí, María y José habían desaparecido. El pastor se dirigió a su perro:” Y bien Finod, ¿Quiénes eran tus huéspedes?”Si hubiese entendido el lenguaje de los perros, Finod le hubiera revelado seguramente lo que había pasado esa noche en el establo.
Cuando el pastor se inclinó hacia el perro, vio que las heridas de su cuello habían sido curadas durante la noche. Y se quedó más sorprendido todavía.
Copo- blanco era la ovejita más linda de todo el rebaño. Su lana era efectivamente la más blanca y la más luminosa. Pero esto era todo lo que la distinguía de las otras ovejas, con las cuales iba de buena gana al prado todas las mañanas. A la noche volvía a entrar dócilmente al establo. Llegó el tiempo de la esquila y Copo-blanco se volvió irreconocible. Mientras que las demás ovejas se dejaban esquilar, Copo-blanco huía en cuanto tendían la mano hacia su vellón. No había nada que hacer, no quería dar su lana. El pastor se cansó de correr finalmente tras de ella: “Puesto que Copo-blanco no se dejaba atrapar, que se quede con su abrigo de invierno. Veremos como soporta los calores del verano”.
Las ovejas esquiladas pacían el prado. Se habían hecho grandes fardos de su lana que se vendían en el mercado. Copo-blanco se paseaba con su vellón. El verano llegó y el calor era a veces agobiante. La pequeña ovejita buscaba siempre el frescor de las sombras y el pastor se dio cuenta de que Copo-blanco sufría. El le hubiera librado con gusto de su gruesa lana. Pero cuando Copo-blanco veía las tijeras huía lejos. ¿Porqué quería guardar su bella lana blanca?.
Llegó el momento en que María y José se habían refugiado en el albergue para pasar allí la noche. Al día siguiente, Copo-blanco fue al pastor y no lo dejaba en paz, buscando hacerle comprender que ahora deseaba ser esquilada. “Este no es el momento” dijo el pastor. Pero Copo-blanco no dejaba de insistir. En vano, se hacía el pastor el sordo. La ovejita se puso entonces muy triste.
Rechazaba ser alimentada y nadie podía llevarla a comer. El pastor suspiró: “Entonces hay que hacer tú voluntad”.
Buscó las tijeras y se puso a esquilar a la oveja. Copo-blanco se quedaba completamente tranquila, dócil como el cordero más dulce. Cuando terminó guardó la lana muy bien, como algo precioso. La quería vender en el próximo mercado. Pero ahí que pasó un tiempo y el día del mercado llegó; ¿Dónde estaba pues el hermoso vellón? ¡El pastor hacía ya mucho que lo había ofrecido!
…El día de Navidad, él había ido a Belén, al establo y había llevado la lana al niño Jesús. Entonces comprendió a quién Copo-blanco reservaba su precioso vellón.
Había en Belén un establo muy viejo y destartalado. Ahí vivía el buen Remus. El heno y la paja estaban esparcidos por el suelo. En un rincón había un pesebre: el comedero de Remus.
Es en este establo donde debía nacer el niño Jesús. Antes del gran día, el ángel Gabriel vino a ver el establo del lugar. ¡Que desorden! exclamó asustado y molesto:” ¡En este lugar miserable el hijo de Dios no puede venir al mundo! Remus, córrete: es necesario que este lugar esté limpio y arreglado”. El buey contemplaba al ángel con sus ojos redondos y grandes y continuaba comiendo tranquilamente. El establo había estado siempre como estaba; ¿por qué ahora había que cambiar todo?
El ángel Gabriel se hubiera puesto manos a la obra el mismo. Pero las manos de los ángeles están tejidas de luz y no pueden agarrar nada. ¿A quien pedir ayuda? Hubo de repente un ligero silbido. El ángel miró alrededor de él: en un rincón del establo, percibió un ratoncito que salía de su agujero. Había visto al ángel y llamaba a sus hijitos:
“¡Rápido vengan a ver la aparición celestial!”, Gabriel se dirigió entonces a los ratoncitos y les pidió:”¿Quieren ayudarme?¡Miren el desorden de este establo !Es necesario que en Navidad todo esté en orden para el nacimiento del Niño Jesús.
Los ratones no se hicieron rogar. Salieron rápido de su agujero. Cada uno tomó una pajita, la llevaba y volvía enseguida para buscar otra. En poco tiempo, el viejo establo estuvo limpio. El buey tuvo que confesar que jamás se había sentido tan a gusto. El ángel Gabriel alabó a los ratones y les dijo:” Puesto que han trabajado tan bien, se llamará de ahora en adelante: los Ratones de Navidad. Cuando el niño Jesús venga al mundo, ustedes serán los primeros que podrán contemplarlo”.
En cuanto a los ratones, felices, esperaron Navidad con impaciencia.
* * *
Cuarta Semana
Una noche, María y josé golpearon a la puerta de la granja. Buscaban asilo por una noche. El campesino que les abrió era un hombre tosco. Tenía el corazón duro y no le gustaba servir a nadie. A primera vista comprendió que era gente pobre. “No tienen nada para pagar”, se dijo. Entonces les ofreció un rincón del patio y gruñó con un tono poco acogedor:”Sólo pueden acostarse en el suelo bajo este techo”. María pidió amablemente:“¿No tendrá un poco de paja para cubrir el suelo helado?”.
El campesino la miró a con los ojos irradiando ira.
“Está bien”, les dijo finalmente, “tendrán un puñado de paja pero ni una brizna más”. El mismo fue a la granja y de su enorme montón de paja sacó algunas briznas que le dio a José y volvió a entrar en su casa cerrando la puerta de un golpe.
José miró la paja, y se puso triste, pues había tan poco que no sabía que hacer con ella. María las tomó dulcemente en sus manos, y las esparció por el suelo. Fue suficiente así para María y José; hasta quedó un poco de paja para la cama del burrito. Y muy pronto se durmieron.
Al día siguiente, María y José pasaron por la casa del hospedero tan poco amable para darle las gracias y después reemprendieron su camino. El campesino los había despedido refunfuñando. Cuando, más tarde, salió al patio, su mirada cayó sobre la brizna de paja que habían quedado en el suelo: una aquí otra allá, un puñadito por todas partes y por todos lados. ¡Lo extranjeros ni siquiera habían juntado la paja! El campesino estaba por enojarse, cuando se dio cuenta que la paja brillaba en forma rara. Fue a mirar de más cerca: ¡cada brizna de paja era de oro puro! Las levantó, las sopesó y después se golpeó la frente: “¡Que estúpido que eres!” gritó. “Si hubiese propuesto a esta gente dormir en la granja, ahora, toda la paja se hubiese convertido en oro”.
Pero lo que estaba hecho, estaba hecho y el campesino del corazón duro pensó entonces en vender estas briznas de oro. Las envolvió en un pañuelo y salió hacia el pueblo. “Es poco”, se decía “pero voy a conseguir un buen precio”. Después de haber buscado bien y discutido con no poca personas, encontró un orfebre que le propuso una buena suma. El campesino se frotaba las manos: ¡que beneficio iba a sacar del mal servicio que había ofrecido! Pero cuando desató el paño a la vista del orfebre se echó a reír con toda su alma, burlándose de él.
Así fue como el campesino no llevó a su casa más que burlas; y las conservó más tiempo que el regalo de la Santa Familia que había querido vender.
En el pueblo ninguno era más pobre que Rebeca, pues sólo poseía los vestidos que llevaba. Y esto era muy poco. La blusa y la falda estaban desgarradas, las medias y las sandalias llenas de agujeros. Todos los habitantes del pueblo la conocían y Rebeca conocía a cada uno de ellos.
Cuando tenía hambre sabía donde golpear y tenía la costumbre de dormir afuera. Aún en invierno sabía donde encontrar un refugio. ¡Que vida miserable! Sin embargo, Rebeca llevaba esta vida de hace muchos años y no sentía envidia, ni la necesidad de cambiar lo que fuese.
A un campesino que un día se había apiadado de su suerte, ella le había respondido: “Tú suerte por un lado es más penosa que la mía, en todo caso yo no la conozco”. Y como el campesino la miraba sorprendido, le explicó: Todos ustedes han sido mendigados por mi una vez, en cambio yo no he sido mendigada jamás por nadie”.
Le puso bajo su brazo la hogaza de pan que le había dado y se fue con una sonrisa maliciosa.
Poco después de esta anécdota, comenzó a reinar una gran hambre en el país. La gente no tenía casi con que alimentarse. Cuando llegaba rebeca, su presencia provocaba una situación molesta y se le cedía de mala gana unos restos de comida. Tenía que golpear en muchas puertas para saciar su hambre. Un día recibió un poco de sopa caliente que llegaba hasta la mitad del cuenco. ¡Que suerte! Se había sentado al borde del camino para comerla, cuando vio unos viajeros que venían hacia donde ella estaba. Un hombre, una mujer y un pequeño asno. Lo han adivinado: eran María y José que caminaban hacia Belén. ¡Que sombría era la cara del hombre!¡Y la de la mujer era pálida y hundida! A Rebeca le dio pena y les habló así: “¡Eh buenas gentes! ¿Por qué están tan tristes? ¿Qué es lo que les pasa?. José miraba a Rebeca sin decir una palabra. Sus ojos fijos en el cuenco, parecían medir la sopa. María respondió dulcemente: “Estamos al límite de nuestras fuerzas. La marcha es penosa cuando no se ha comido.”
“¿Por qué no compran comida?” preguntó la mendiga. “¡No tenemos dinero”respondió María. “¿Y por qué no mendigan?, quiso saber Rebeca. María respondió confusa:” Ya lo hemos tratado, pero nadie no has dado nada”. La mendiga asintió con la cabeza: “¡Y sí! Estos momentos son duros, la gente no tiene nada ni para ellos”.
“Miren el poco de sopa que he recibido”. Y les mostró su cuenco a medio llenar. De repente a Rebeca la pasó un pensamiento que todavía nunca le había venido: “Dígame”, les preguntó dulcemente, “¿Tienen un recipiente?” Sí, maría y José habían traído uno.
La mendiga dijo con voz decidida:
“Entonces, vengan, compartamos mi sopa y su pena”.
José le alargó su cuenco. Rebeca vertió lo que necesario para ella. Después en un arrebato de generosidad, vertió un poco más todavía. Ella tenía su cuenco de forma que ni María ni José se dieran cuneta que estaba vacío.
Al mirar a los extranjeros comer su sopa, la mendiga sintió una alegría que jamás había sentido hasta ahora. Por un instante, se olvidó de su propia hambre.
En unos minutos, María y José habían terminado su sopa y ya reemprendían el camino. Rebeca los siguió largo tiempo con la mirada. ¿No le había revelado ese lado de su suerte humana que ella no conocía? Ella, la mendiga Rebeca, había sido mendigada por primera vez en su vida. Finalmente se inclinó para agarrar su cuenco y ¡estaba lleno hasta el borde! Lleno de una rica sopa caliente, a su gisto, una sopa que sació su hambre completamente.
En los campos, no lejos de Belén, estaban sentados algunos pastores alrededor del fuego, pues refrescaba bastante en la noche.
Sus ovejas descansaban apaciblemente en un gran círculo alrededor de ellos. Sólo sus perros estaban en movimiento e iban de aquí para allá, como bravos perros guardianes.
Samuel, el más joven de los pastores suspiró: “Que lindo sería si la amenaza del lobo….” Jacob sacudió la cabeza irritado: “¿Para que soñar?, replicó “Mientras haya ovejas, habrá lobos para atraparlas”. Entonces el viejo Elías levantó la cabeza blanca. Fijó sus ojos claros en sus compañeros y dijo con un tono misterioso: “¿Quién sabe, quién sabe? Está escrito que un día vendrá, en que lobos y ovejas pacerán juntos apaciblemente.” ¿Cuándo vendrá ese día?”, inquirió enseguida Samuel. El anciano inclinó la cabeza solemnemente: “la escritura dice que el hijo de dios vendrá entre los hombres. Entonces no habrá más odio sobre la Tierra y la paz reinará entre los hombres y los animales. En cuanto a la fecha nadie lo sabe.”
Lo pastores contemplan el fuego pensativos. De repente escucharon a alguien cantar y este canto era tan dulce que les conmovió el corazón. Se volvieron en dirección a la voz: Por el camino que conducía al pueblo, vieron a un anciano, y a una mujer joven: Ella cantaba para el niño que llevaba en un manto azul. Un burrito los acompañaba.
Ella cantaba para el niño que llevaba bajo su corazón y una serena paz colmó el alma de aquellos que la escuchaban.
Los pastores siguieron con la mirada a la mujer hasta que hubo desaparecido.
Después se volvieron y se dieron vuelta hacia el fuego y se dieron cuenta que las ovejas tenían también sus cabezas vueltas hacia Belén. Los perros habían cesado sus idas y venidas y se mantenían tranquilos, con las orejas a la escucha.
De pronto Samuel señaló algo con el dedo. Murmuró:”¡Miren, allá! Ese no es uno de nuestros perros; es el lobo”. Los otros pastores habían seguido su gesto.
Asintieron con la cabeza. Sí, era en efecto un lobo, allá abajo ceca de la s ovejas; prendado como ellas con la magia del canto, miraba hacia Belén. El rostro del anciano Elías se iluminó. “¿No hablábamos de un milagro que nos parecía todavía lejano? Ahora el día está muy cerca. El hijo de Dios va a nacer. No hay ninguna duda, los signos son claros, el lobo parece tranquilamente al lado de los corderos”.
Samuel se volvió hacia el anciano:”Quieres decir, padrecito, que la mujer que cantaba tan maravillosamente era la madre del niño divino?, preguntó.
“Exactamente, eso es lo que yo pienso”, aprobó Elías. “Esta joven mujer debe ser la madre de Dios”. Y en esto, el viejo pastor tenía toda la razón.
* * *
Simeón, el anciano guarda, estaba sentado a la ventana. Miraba caer la nieve y pensaba en le tiempo pasado. Tenía veinte años y había pasado más de sesenta cuidando las puertas de Belén. Las habría por la mañana con los primeros rayos del sol. Y por la noche con los últimos rayos las volvía a cerrar. ¡Había visto tanta gente entrar y salir gente del pueblo! Con el tiempo, había aprendido distinguir las intenciones de cada uno: buenas o malas. Ahora sus fuerzas le abandonaban y le costaba levantar la gran llave. En cuanto a la puerta, era tan pesada que el anciano Simeón no podía abrirla. Un guarda joven había tomado su puesto. Simeón era sólo era responsable de una pequeña puerta al Este del pueblo. Jamás en su vida la había visto abierta. Sin embargo se le llamaba”
Durante todo el tiempo de su servicio, Simeón había cuidado la llave.
¿Llegará el momento de abrir
Cada vez que pensaba en esto, el anciano se preguntaba si, por descuido, no habría dejado pasar la gran ocasión y no se habría dormido en el momento oportuno.
En ese instante, le pareció que el cielo se aclaraba al Este, como si las nubes de nieve se abriesen en esa dirección. La luz se intensificaba y tomó forma de una puerta alta toda dorada.
Y la puerta se abrió, y un niño pasó por el umbral, miró a su alrededor y luego con su manita hizo un gesto en dirección al viejo guarda. El niño comenzó a descender hacia
Llegó por fin
El viejo guarda levantó sus ojos y vio en el cielo la puerta de oro. Estaba abierta, muy grande: un camino luminoso conducía hasta ella. Simeón, radiante de alegría, se dirigió enseguida hacia la puerta de los cielos. El niño le siguió con la mirada hasta hubo desaparecido.
Después de unos días, todo el mundo se preguntaba donde estaría el viejo guarda. Salieron en su busca pero nadie lo encontró- Así, unos extranjeros habían llegado al pueblo: un hombre, una mujer joven, y un burro, que el guarda estaba seguro de no haberlos visto pasar. ¿Cómo habían entrado?
Asombrado, el joven guarda fue a controlar
Jamás se dudó que aquél que debía entrar por
Daniel paseaba por las calles de Belén tacando su flauta. ¡Que música tan alegre! Aquellos que la escuchaban tenían el corazón contento. Sin embargo nadie envidiaba la suerte de Daniel. Desde su nacimiento, su corazón era débil, lo que no le permitía jugar con otros chicos. Cojeaba un poco de la pierna izquierda y además era ciego. Eso era lo más triste.
Daniel era un muchacho feliz, y su alegría era contagiosa. Una mañana, una espesa niebla envolvía el pueblo. Al miara por las ventanas, los habitantes sólo veían un velo gris. Las callejuelas y los lugares conocidos parecían irreales. Esto no era lindo para nadie, menos para Daniel. La niebla no lo podía detener en casa, al contrario. Ese día, Daniel tenía más que unas ganas de salir. En esa época, todavía no se festejaba la navidad, por supuesto. Pero la alegría que sentía el chico era muy parecida a la que sentimos ala acercarse la fiesta de la luz. El tomó su flauta, y después se dejó guiara por su fino oído. Se dirigió a hacia la puerta del pueblo y fue a sentarse sobre su piedra preferida. Sentado así en medio de la niebla, tocaba en su flauta: “¡Hija de Sión, regocíjate!” En ese momento no era el niño ciego, era una orquesta nupcial que tocaba para el novio real y su joven esposa. Daniel tocaba con todo su corazón y no se dio cuenta de los velos de bruma que flotaban alrededor de él e impedían a la gente ver; él tocaba, ¿pero porqué tocaba? ¡Para que María y José encontraran el camino a
Pues tenía que cumplirse la profecía que decía que encontrarían por esta puerta al pueblo.
María y José se habían perdido en la niebla y erraban al azar en este mundo velado. De repente escucharon el cato de la flauta: “Hija de Sión, regocíjate”. María y José se pararon para escuchar el canto maravilloso; después continuaron la marcha en dirección de donde venía esta dulce música. Enseguida maría percibió, surgiendo de la niebla, la silueta de un muchachito sentado sobre una piedra y con la flauta en los labios: “¿Quién es este enviado d Dios”, se preguntó, “que parece estar aquí para guiarnos?”
Escucharon al pequeño músico sin moverse, sin interrumpirlo. Cuando hubo terminado su canto, Daniel se volvió hacia ellos: “Quienes son ustedes?, le preguntó, “¿Qué hacen aquí?”.
“somos gente pobre; ¿Quieres indicarnos el camino a Belén?”, respondió José.
“Ustedes gente pobre?, dijo el chico asombrado. Durante un momento su mirada parecía examinarlos atentamente. Añadió finalmente: “Están al pie del muro que lo rodea. Siguiéndolo, llegarán delante de la puerta”. María y José percibieron ahora la sombra de la muralla. Agradecieron al pequeño flautista y continuaron su camino. Es así como llegaron a
María y José escucharon alejarse el sonido de la flauta. Daniel tocaba más y más. Era necesario que su alegría se expresase, pues habían visto algo maravilloso. Se había sentido bañado por una luz y en ella había percibido a dos personas que llevaban conillos a un niño. Y el niño le había hecho una señal: “¡ven!”. Oh, sí, Daniel iría, iría cuando llegase el momento. Por ahora no podía más que soplar y soplar su flauta, como si con su música, tuviera que disipar la niebla y la ceguera de los hombres.
María y José habían llegado por fin a Belén. El viaje había sido largo y estaban muy cansado; incluso el pequeño burrito trotaba al lado de ellos preguntaron:”¿Porqué no paramos en alguna parte?” María y José habían golpeado todas las puertas o casi todas. Quedaba un albergue donde todavía no había probado suerte. Era una casita a las afueras del pueblo, con un patio y un viejo establo deteriorado. José se sentía sin ánimo, pero igual golpeó la puerta. Abrió el posadero. María y José vieron que su casa estaba llena. Apenas se atrevían a pedir lo que buscaban. Tito, el posadero, tuvo compasión de ellos pues se veía que estaban extenuados.
¿Dónde podría alojarlos ?Tito se rascó la cabeza y murmuró:”¿Cómo hacer? Hay que conseguir un techo para ellos y su burro. Están muy cansados y tienen necesidad de dormir, yo estoy aquí para acoger a las personas que vienen de lejos. Pero mi albergue está lleno, incluso están durmiendo en los bancos”. Su mirada recorría la oscuridad del patio. De pronto sus ojos se iluminaron: “En frente la lámpara está prendida y después de todo es posible que esté esperándolos a ustedes. ¡Síganme! tendrán una casita sólo para ustedes, o casi. Hay que decir que no es muy grande y cómoda, pero tendrán un techo sobre sus cabezas y paja para acostarse”.
¿A dónde los condujo Tito? Lo han adivinado; al establo del buey Remo; en este viejo establo donde los ratones de Navidad habían puesto orden y donde la pequeña estrella se había acurrucado en el farol y expendía su dulce luz.
Así María, José y su compañero de ruta, el burrito, se instalaron en el establo. Remo, el buey, aceptó su compañía de buena gana. Habían llegado a su meta, y…. ¿qué podía ocurrir ahora?
¡Podía llegar
La noche caía,
Pero el se hizo a un lado, y la mirada grave y solemne de Dios Padre atravesó las esferas celestes. Delante de El se abrió un camino luminoso que descendía cada vez más hasta llegar a
Al pasar de un círculo a otro, el Hijo de Dios se transformaba sin cesar y primero se volvió semejante a los Serafines, los ángeles más elevados; después era como los Querubines, y fue dejando una tras otra todas las formas de gloria celestial como quien se quita un vestido. Pasó por el círculo de los Arcángeles, para volverse a encontrar en el de los Ángeles, y para dejarlos a ellos también. El pobre establo irradió claridad cuando el Ser de luz se aproximó a María y la cubrió con su sombra luminosa… y su luz se volvió a encontrar en los ojos del Niño. Que la madre de Dios tenía sobre sus rodillas.
Entonces el canto de los ángeles prorrumpió de nuevo en los cielos y
Jamás desde esta noche, el círculo de los Querubines y de los Serafines se ha vuelto a cerrar. El camino luminoso vuelve a unir desde entonces y para siempre el Trono de Dios a la Tierra y cada año, Cristo desciende desde allí, desde su Padre hacia los hombres, para nacer entre ellos y llegar a ser semejante; y para plantar su luz en los corazones, a fin de que empiece a brillar en sus miradas, como ya brilló otrora en los ojos del Niño Jesús.
* * *
Traducción: Cristina Martínez
La Comunidad de Cristianos, Buenos Aires, 1996