Dios la ha predestinado a estar íntimamente asociada a la vida y a la obra de su Hijo unigénito. Por esto la ha santificado, de manera admirable y singular, desde el primer momento de su concepción, haciéndola «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28); la ha hecho conforme con la imagen de su Hijo: una conformidad que, podemos decir, fue única, porque María fue la primera y la más perfecta discípulo del Hijo.
El designio de Dios en María culminó después en esa glorificación, que hizo a su cuerpo motal conforme con el cuerpo glorioso de Jesús resucitado; la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo representa como la última etapa de la trayectoria de esta Criatura, en la que el Padre celestial ha manifestado, de manera exaltante, su divina complacencia.
Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María Santísima, que —como afirma con acentos conmovedores San Juan Damasceno— es esa «puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente… Hoy brotó un vástago del tronco de Jesé, del que nacerá al mundo una Flor sustancialmente unida a la divinidad. Hoy, en la tierra, de la naturaleza terrena, Aquel que en un tiempo separó el firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha creado un cielo, y este cielo es con mucho divinamente más espléndido que el primero».
San Juan Pablo II
Homilía en la Fiesta de la Natividad de la Virgen María
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Oración de san Juan Pablo II
¡Oh Virgen naciente,
esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias!
¡Oh Virgen fiel,
que siempre estuviste dispuesta y fuiste solícita para acoger, conservar y meditar la Palabra de Dios, haz que también nosotros, en medio de las dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana, tesoro precioso que nos han transmitido nuestros padres!
¡Oh Virgen potente,
que con tu pie aplastaste la cabeza de la serpiente tentadora, haz que cumplamos, día tras dÍa, nuestras promesas bautismales, con las cuales hemos renunciado a Satanás, a sus obras y a sus seducciones, y que sepamos dar en el mundo un testimonio alegre de esperanza cristiana!
¡Oh Virgen clemente,
que abriste siempre tu corazón materno a las invocaciones de la humanidad, a veces dividida por el desamor y también, desgraciadamente, por el odio y por la guerra, haz que sepamos siempre crecer todos, según la enseñanza de tu Hijo, en la unidad y en la paz, para ser dignos hijos del único Padre celestial!
Amén.
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Oración de san Juan Pablo II en la Fiesta litúrgica de la Natividad de la Virgen María