El más ilustre de los autores lirinenses, Cesáreo de Arlés, nació hacia el año 470 en territorio de la ciudad de Cabillon (Chálons-sur-Saóne) durante la dominación borgoñona, probablemente en el seno de una familia galorromana bien acaudalada, pues se cuenta que hasta poseía un discreto número de esclavos. A los dieciocho años, pide a Silvestre (484-526), obispo de la ciudad, que lo admita en el clero de Chálons, jerarquía eclesiástica en la que permanece aproximadamente dos años. Pero como le iba más el ascetismo, hacia el 491 poco más o menos se retira al monasterio de Lérins, en cuyos claustros aprende a saborear la vida monástica. Joven monje aún, recibe una sólida formación en la vida espiritual, cuya impronta conservará de por vida. Modelo de monjes, se le encargó hacer de mayordomo o procurador de la comunidad, pero, a fuerza de mortificaciones y abnegación, su salud quedó seriamente quebrantada, así que, por orden de los superiores, abandonó la isla y fue a reponerse en Arlés, cuya Iglesia metropolitana, apreciando sus cualidades, lo retuvo para sí.
En el año 449 recibe la encomienda de restaurar la disciplina en un monasterio de los alrededores, del que es nombrado abad, en cuya condición promueve con gran celo la vida religiosa. Allí recibe la ordenación presbiteral de manos del obispo Eonio y, a la muerte de éste, hacia el 502, le sucede en la sede, por entonces primacial de Galia. Arlés entonces vivía en el apogeo de su importancia política y de su actividad comercial. Al ceñir la mitra, por tanto, comprende que es llamado a ser igualmente el gran protector de la cultura religiosa y de la vida monacal, de manera que inicia resuelto una actividad que acabará siendo polifacética, eficaz y admirable. Baste recordar su especial ocupación y preocupación por los monjes y las monjas, para quienes redacta sendas reglas monásticas, así como sus ponderadas intervenciones en el Segundo Concilio de Orange (año 529), donde fueron condenadas las doctrinas semipelagianas.
No le fue fácil, sin embargo, gobernar dicha metrópoli en los cuarenta años de ministerio episcopal. Galia venía siendo víctima de continuas invasiones. Cesáreo había nacido en un país ocupado por los borgoñones y se encontró una ciudad de Arlés dominada por los visigodos, arrianos ellos, a quienes sucedieron los ostrogodos, partidarios también del arrianismo, hasta que conquistaron dicha tierra y se establecieron en ella los francos. Éstos eran de reciente conversión al cristianismo y Cesáreo se entendió bien con ellos, de modo que pudo desarrollar tranquilamente una actividad pastoral eficaz y variada. Dio muestras de buen organizador y eficaz reformador del clero y, en cuanto teólogo, comprendió la importancia que la clarificación de la doctrina cristiana tiene a la hora de ser transmitida a los fieles. A su muerte, el 27 de agosto del año 543, dejó en pos de sí una obra sólida, duradera, grande, por la que se le puede considerar como uno de los fundadores de la Iglesia de Francia.
ESCRITOR DE REGLAS MONÁSTICAS Y LIBROS DE ASCESIS
Lo más granado de sus fuentes sigue siendo la Vita Caesarii, escrita por discípulos suyos algunos años después de la muerte del maestro, y ciertos documentos oficiales de su episcopado, en concreto los concilios galos contemporáneos y la correspondencia con los papas. El primero que escribió en las Galias, no una, sino dos reglas monásticas, fue Cesáreo de Arlés, insigne y noble figura de la Iglesia gala en los siglos V y VI. Siendo abad del monasterio de Arlés, escribió la «Regla a los monjes» (Regula ad monachos: c. 498-503, o Regula monachorum) y la «Regla a las vírgenes» (Regula ad virgines: c. 512-534, o Regula sanctarum virginum), en las que, junto a la influencia agustiniana, no puede menos de notarse un importante fondo lirinense. La Regula monachorum, destinada a sus monjes, se caracteriza por cierto rigor en la pobreza y por la caridad mutua; insiste más que nada en el trabajo manual, rezo del oficio y espíritu de penitencia. De mayor importancia es, sin embargo, la Regula sanctarum virginum, compuesta ya siendo obispo el autor, para un convento de religiosas fundado por él mismo. Comprende 47 capítulos y desciende en ellos a múltiples pormenores que exigen una perfección muy elevada.
Como síntesis de toda su vida, San Cesáreo de Arlés escribió la llamada Recapitulatio, documento precioso, que nos da una idea del estado a que había llegado la organización de la vida religiosa a principios del siglo VI. De él conservamos asimismo un Ordo, es decir, una especie de ritual religioso, con instrucciones sobre el oficio divino, ayunos y refección corporal. No hay duda de que San Cesáreo utilizó en su trabajo legislativo la obra de San Agustín (– 28 de agosto) y los documentos de Casiano; pero, eso sí, conservando su propio estilo, marcó un avance en la legislación monástica y tuvo la aprobación explícita del papa San Hormisdas.
EXCELENTE PREDICADOR
Quiero con ello decir que fue un orador muy pastoral, popular, cercano, sencillo, de palabra fácil, esencial, directa, cercana, a la vez que de sólida, transparente y bien contrastada doctrina. Muy suyo en el decir, pese a depender en buena medida de fuentes ajenas, lo que sobremanera le interesaba era, además de instruir al pueblo fiel, proporcionar a presbíteros y diáconos piezas literarias ideales para preparar la predicación y, en última instancia, para ser leídas por los ministros sagrados que se sintieran incapaces de improvisar.
Quizás la sencillez con que se dirigía a cristianos de un país y de una época de cultura relativamente simples, en pleno vaivén de pueblos nórdicos por las regiones litorales mediterráneas, no guste a muchos hoy y se prefiera, como es natural, recurrir a sus mismas fuentes, en primer término su gran inspirador el obispo de Hipona. Aún así, el de Arlés, que sobresalió en tantas cosas, la oratoria una de ellas, por popular que resulte, no es nada menospreciable.
Fue Cesáreo, por otra parte, un hombre práctico, lo cual explica la forma genuina de su buen decir, de aquel estilo que, si tenemos en cuenta la transmisión de sus sermones, aseguró a su predicación, tan abundante ella como antigua, señalado éxito ya sin duda en época merovingia. El caso es que gustó mucho a la mentalidad medieval la forma clara y el tono preciso con que exponía las enseñanzas relativas a lo más práctico de la vida moral del cristiano.
En la predicación, en resumen, Cesáreo era sobre todo moralista. También, cabria decirlo así, de elevada calidad teológica. Bien sabía él, por supuesto, que el predicador ha de empezar siendo catequista cabal. Estaba especialmente preocupado por el peligro de un arrianismo todavía no superado en la Borgoña ex arriana. Mas, como pastor, insisto, era eminentemente moralista. Era el perfeccionamiento personal de sus ovejas lo que le preocupaba. Y no es que la finalidad de su trabajo predicacional fuese únicamente el buen comportamiento ético de los fieles. Hablando en general, no podemos decir que estos fieles se hallasen todavía inmersos en un período inicial de cristianización, pues Cesáreo no se presenta como predicador misionero de primera hora. Así como detrás del pastor se esconde el antiguo monje, detrás de su mentalidad práctica se advierte el último interés, la causa final de todo su cometido pastoral y del esfuerzo de su instrucción proporcionada al pueblo fiel: la perfección de la caridad, en el sentido teológico (agustiniano) de la palabra.
TEÓLOGO DE LA CONTROVERSIA SEMIPELAGIANA
San Cesáreo entendió pronto que se imponía precisar bien las cuestiones difíciles y discutidas, sutiles y complejas, de la teología de la gracia, de modo que no tardó en hacerse protagonista de la disputa contra los semipelagianos, quienes, en rigor, no daban la primacía absoluta de la gracia a Dios, pues pensaban que no había de depender del hombre y de su actuación, incluso a nivel sobrenatural, contra la doctrina de la gracia formulada, sobre todo, por San Agustín, del cual Cesáreo se hizo el continuador en este y otros aspectos. Como teólogo jugó durante la controversia semipelagiana un papel de primer plano en la evolución de la doctrina de la gracia, continuando y precisando la teología de San Agustín.
He aquí, por ejemplo, una prueba inequívoca del mensaje agustiniano acerca del siempre sugestivo y nunca bien admirado argumento de la inhabitación. San Cesáreo, que está de fiesta con sus fieles, celebrando la dedicación de un templo, aprovecha el acto para trascender de aquella fábrica material que tienen a la vista a ese otro templo inmaterial, interior, espiritual que cada uno debemos ser en el alma: «Hoy, hermanos muy amados, dice, celebramos con gozo y alegría, por la benignidad de Cristo, la dedicación de este templo; pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente» (Sermón 229, 1).
Otro día su agudo análisis de las circunstancias le empuja al matiz en torno a la misericordia divina y la misericordia humana, para lo cual predica de una y otra ponderando de entrada el mismo nombre de misericordia, tan sugeridor de suyo y más aún por lo que significa, pues todos los hombres la desean, mas, por desgracia, no todos obran de manera que se hagan dignos de ella; todos desean alcanzar misericordia, pero son pocos los que quieren practicarla» (Sermón 25, 1). Y para que el análisis no se quede ni en la indefinida y difusa vaguedad ni en lo puramente ornamental y estético, sino que apure la esencia misma de la definición, echa mano de los contrastes en estos términos definitorios: «¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en atender a las miserias de los pobres. ¿Cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que consiste en el perdón de los pecados. Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios, en este mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo él mismo: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, comigo lo hicisteis (Mt 25, 40). El mismo Dios que se digna dar en el cielo quiere recibir en la tierra» (Sermón 25, 1).
Bien pensado no es más que misericordia lo que de veras deseamos y buscamos cuando a la iglesia vamos. Y bien, a fin de cuentas la misericordia es dar para recibir. El consejo, por eso mismo, se impone: «Practicad, pues, la misericordia terrena, y recibiréis la misericordia celestial. El pobre te pide a ti, y tú le pides a Dios; aquél un bocado, tú la vida eterna. Da al indigente, y merecerás recibir de Cristo, ya que él ha dicho: Dad, y se os dará (Lc 6, 38). No comprendo cómo te atreves a esperar recibir, si tú te niegas a dar. Por esto, cuando vengáis a la iglesia, dad a los pobres la limosna que podáis (Sermón 25, 1).
Dios habita no sólo en templos construidos por hombres (Hch 17, 24) ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por él mismo, que es su arquitecto. Por esto, dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros (1Co 3, 17). Y, ya que Cristo, con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. Como antes he dicho, antes de que Cristo nos redimiera éramos casa del demonio; después hemos llegado a ser casa de Dios, ya que Dios se ha dignado hacer de nosotros una casa para sí.
Las imágenes contribuyen a volver su predicación más incisiva y sugerente, es decir, que, por ejemplo, «debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella. ¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré y caminaré con ellos (Ez 43, 9).’ (Sermón 229, 1).
San Cesáreo de Arlés, en resumen, a causa de su modo de ser, práctico en la intención y sencillo en la expresión, con algún parecido a San Gregorio Magno (-‘3 de septiembre), aunque no tan místico como él, desvinculado ya del clasicismo, agustiniano todavía por tradición, caracterizado por un sistema recopilatorio, es el predicador de la antigüedad patrística que más nos introduce en la Edad Media. Cesáreo tuvo imitadores.
PEDRO LANGA, O.S.A.