Si en los últimos años del siglo XI, en el castillo de Fontaines (Francia), vive un matrimonio formado por Tescelín, caballero al servicio terrible cristianodel duque de Borgoña, y Alicia de Montbard, dama emparentada con el mismo duque. En su hogar fueron apareciendo siete vástagos, seis varones y una hembra. El más célebre de todos y el tercero en orden fue Bernardo (-‘ 20 de agosto), fundador de Claraval y genial impulsor del Cister, al que seguiría Umbelina, de la cual vamos a ocuparnos.
Alicia, la madre afortunada —que pasó a la posteridad con fama de santa—, se esmeró en formar el corazón de aquellas siete criaturas que Dios puso en sus brazos, y tan fecunda resultó la siembra de honda piedad, que todos ellos se consagraron a Cristo en la vida del Císter, y algunos merecieron el honor de los altares; digo mal, la única que le falló de momento fue Umbelina, que se quedó en el mundo. Mucho se había esmerado aquella madre en inculcarle virtudes sólidas, pero el fruto no correspondería de momento a sus desvelos, aunque más tarde, cuando llegó la hora de Dios, no desmerecería del resto de sus hermanos. Porque al fallecer la madre, se fue olvidando poco a poco de sus enseñanzas, y no sólo no mostró inclinación en retirarse a la vida consagrada, como los demás hermanos, sino que se dejó arrastrar por las vanidades mundanas.
Cuando sus hermanos se retiraron al Císter, quedó Umbelina heredera universal de todos los bienes de sus padres, pasando a ser la señora del castillo de Fontaines. Juventud, hermosura, riquezas, unidas a las mejores cualidades físicas y morales, ¿quién piensa en dejarlo todo para imitar el gesto de los demás hermanos? No quiso saber nada de los consejos de su madre, y poco tardaron en aparecer por los alrededores del castillo pretendientes que solicitaron su mano. Entre ellos escogió un caballero de elevada alcurnia, Guido de Marey, con el cual se uniría en matrimonio.
Nadie se opuso a ello, porque estaba en su derecho y por otra parte aquél era un estado santo bendecido por Dios. Los demás hermanos, al llegar la noticia a Claraval y enterarse del matrimonio de Umbelina, se contentaron con pedir por ella para que fuera fiel a Dios en el nuevo estado, en medio del mundo, que también en él se pueden salvar las personas con tal de que sean fieles a los deberes que impone el estado en que Dios nos coloca a cada uno.
Todos los hermanos seguían fieles en Claraval, la gran abadía borgoñona, obra -como queda dicho- de su hermano Bernardo, que inmortalizaría con sus grandes obras de apostolado, convirtiéndolo en uno de los centros de mayor irradiación espiritual del Occidente europeo. De allí salieron legiones de monjes bien formados en la espiritualidad benedictino-cisterciense, que llevarían el nombre del Císter a las principales naciones de Europa. Hasta su mismo padre, Tescelín, que vivía solo en el mundo, se sintió con deseos de seguir a sus hijos ingresando en Claraval.
Umbelina, la ilustre señora del castillo de Fontaines, era la única moradora del castillo, junto con su esposo y servidumbre. También ella vivía feliz en lo que cabe con su esposo, de buen carácter, con el cual congeniaba de maravilla. Dios no les concedió descendencia. Al cabo del tiempo, cierto día le entraron deseos de visitar a sus hermanos que en Claraval estaban sirviendo a Dios en un estado de sacrificio. Se atavió lo mejor que le dictó su vanidad, se preparó un carruaje y se presentó en Claraval rodeada de servidumbre: parecía una princesa. Llamó a la portería, salió a abrir Andrés, uno de los hermanos, quien reconociéndola al instante, le echó una mirada de arriba abajo, hizo una mueca de desagrado, y le increpó:
«¿Qué es esto que estoy viendo? ¿Eres tú la hija de Alicia de Montbard? ¿Acaso esas joyas cubren otra cosa que un saco de podredumbre? No me explico que hayas llegado a ser mujer tan mundana.»
Umbelina se entristeció ante tan inesperado saludo del hermano y comenzó a sollozar: «Es verdad, soy una pobre pecadora que rinde demasiado culto a un cuerpo de barro cubriéndole de galas, que al fin son trapos».
Andrés fue a dar parte de su llegada a Bernardo, el abad, adelantándole: Puedes suponer la poca gracia que le hará cuando le diga que te has presentado aquí con tanta soberbia».
Volvió al poco rato: «¡Lo que se esperaba!» -Se limitó a contestar: ««Di a Umbelina que su hermano Bernardo tiene cosas más serias que hacer, que complacer a una mujer mundana. ¡Que se vuelva por donde ha venido, que en Claraval no interesa tratar con personas saturadas del mundo!»
«Me acaba de decir Bernardo -salió con la respuesta Andrés- que no puede recibirte, que sus múltiples ocupaciones le impiden satisfacer los caprichos de una mujer vanidosa. Por lo tanto, esto equivale a decir que te vuelvas por donde has venido…>
LA CONVERSIÓN
El golpe recibido fue demasiado fuerte. Umbelina, aunque vanidosa, tenía un corazón sencillo y amable, aunque apareciera revestida con tantas joyas. Comenzó a prorrumpir llorosa en estos acentos: «¡Pobre de mí! Soy una mujer culpable, es cierto; por eso precisamente, por eso busco la compañía de los santos; si mi hermano Bernardo desprecia el cuerpo, que el siervo de Dios tenga al menos compasión de mi pobre alma, que estoy dispuesta a hacer cuanto él me diga… Vuelve a insistir con él para que me perdone; estoy segura que lo hará, porque tiene un corazón compasivo. Dile que esta visita ha de servir para transformar mi vida. Volveré al mundo, sí, pero ya no seré del mundo…».
El portero volvió otra vez a la celda de Bernardo, le transmitió el mensaje de Umbelina. Era lo que él esperaba: un golpe fuerte de la gracia transformante que cambiara por completo el corazón de aquella hermana.
Mandó al instante avisar a los demás hermanos, y todos salieron a la hospedería. Luego de los abrazos cariñosos que le prodigaron, se sentaron en torno a una gran mesa y siguió una animada conversación que se prolongaría durante todo el día, recordando antiguos tiempos, sobre todo las virtudes de su santa madre Alicia, que bien podía ser candidata a los altares.
A última hora de la tarde, Umbelina se despidió de todos los hermanos, abrazándoles con toda la ternura que se deja comprender y emprendió viaje de regreso al castillo.
Aquella visita marcó huella imborrable en su vida. Había llegado a Claraval con el corazón esclavizado por las modas y demás atractivos mundanos, y salió de allí con un despego total de todas esas vanidades que habían llenado su vida, pero no llenaban por completo su corazón. Comprendió que la verdadera felicidad solamente se halla en Dios y en su seguimiento fiel, y trataría por todos los medios de hacerlo. El ejemplo de sus hermanos produjo un impacto fuerte en su alma, de manera que transformaría por completo su vida.
CONSAGRADA A DIOS
Comenzó a vivir con su esposo de manera muy distinta de como vivía antes. Dejó a un lado todas las alhajas y trajes llamativos, amó de veras a aquellos que antes le agradaban menos, se dio a frecuentar más la iglesia y los sacramentos todo lo permitido en aquellos tiempos, dejó a un lado conversaciones y tertulias inútiles, sólo hallaba gusto con las cosas espirituales. El pensamiento de sus hermanos la obsesionaba de continuo: sólo ambicionaba la manera de lograr alcanzar una dicha semejante. Le parecía cosa harto difícil la consagración total a Dios, pues los lazos del matrimonio la tenían encadenada al mundo. No obstante, comenzó a insistir con su marido -persona buena-, quien al ver que Umbelina persistía en retirarse a vivir en el desierto, abrazando la vida monástica, hizo a Dios ese sacrificio, dejándola abrazar la misma regla que observaban los demás hermanos.
«De este modo vivió -comenta un biógrafo del siglo XVIII-por espacio de dos años en compañía de su esposo, que asombrado de ver tanta virtud en Umbelina, la respetó, especialmente en el segundo año como templo del Espíritu Santo, y últimamente, precedidas las ceremonias del rito eclesiástico, le concedió libertad para entregarse en un todo al servicio de su Dios, separándose del lazo que los unía>». Una vez que la autorizó a dar el paso, pidió el ingreso en el monasterio benedictino de July -no pudiendo abrazar la observancia cisterciense, como sus hermanos, porque todavía no se habían fundado estas religiosas-, llegando a ser un alma de verdadera entrega, pues sus virtudes no fueron inferiores a las de sus hermanos.
Veamos el espíritu con que abrazó el estado de consagración: «Humilde, mortificada y abatida era la admiración de toda aquella numerosa comunidad. Como si desde su niñez se hubiera criado entre las lobregueces del claustro, así se acostumbró Umbelina a todas las austeridades, y ejercicios monásticos: adelantándose aun a las más perfectas. Empleaba las más de las noches en oración continua, y en la contemplación de la Pasión de Cristo, de quien era muy devota. Mortificaba su delicado cuerpo con la aspereza del cilicio, y llegó a tanto su humildad, que en todas las ocasiones y en todos los actos de comunidad era la primera, y se reputaba por la más indigna de todas. Guillermo de Saint Thierry -contemporáneo de Umbelina- llegó a decir que «en la vida del claustro no fue Umbelina inferior a Bernardo en santidad que en la sangre». Dieciséis años llevaba sirviendo a Dios en el claustro, cuando Dios la juzgó madura para el cielo, llamándola para sí un 21 de agosto de 1141, cuando contaba 50 de edad. Sus últimas palabras ante quienes presenciaron su muerte fueron aquellas del salmo 121: ‘Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor». El mismo San Bernardo presidió sus funerales, y mereció que se le apareciera la beata que le cercioró de la suerte feliz que le cupo en el cielo. La orden cisterciense viene celebrando desde muy antiguo su fiesta el 12 de febrero.
DAMIÁN YÁÑEZ, O.C.S.O san Sebastián perdi Y sorprendente rápidamentedo