En su segundo viaje apostólico, Pablo pasó a Europa después de embarcarse en Tróade (Troya). Venía impulsado por el Espíritu, que lo invitaba constantemente a dirigirse a Occidente. Habiendo desembarcado en Neápolis, recorrió por la vía Egnatia el breve camino que le separaba de Filipos. Era ésta una ciudad que, desde los tiempos del emperador Augusto, alojaba a numerosos veteranos de las legiones romanas. Fue la primera ciudad europea en la que predicó San Pablo en los años 50-51.
En Filipos conoció a Lidia, la vendedora de telas de púrpura procedente de Tiatira, que, junto a toda su familia, lo acogió en su casa y aceptó la fe cristiana. Estableció Pablo unas relaciones de amistad muy sincera con la comunidad que había de surgir en Filipos.
Andando el tiempo, Pablo es encarcelado. En una de las prisiones que sufrió, ya sea en Éfeso o en Roma, llega hasta él un emisario de aquella comunidad de Filipos. Es Epafrodito. Su nombre significa «amable», y lo sería ciertamente para Pablo. Trae un obsequio de parte de los filipenses. Podían ser ropas, alimentos o tal vez dinero para ayudar a Pablo en los momentos difíciles de su prisión. Pero, sobre todo, trae su propia ayuda personal y su disposición para colaborar en la evangelización.
Epafrodito es el mensajero de una comunidad agradecida que presta colaboración y ayuda a quien ha sido su evangelizador. Este pequeño detalle de la comunidad mueve a Pablo a escribir una carta de agradecimiento, la Carta a los Filipenses. Todo un modelo de delicadeza. Todo un modelo de gratitud.
También sabemos de este buen emisario que, durante su permanencia junto al apóstol, contrajo una grave enfermedad y estuvo a punto de morir. Una vez restablecido, Pablo lo envió de nuevo a su comunidad de origen, haciéndole portador de la hermosa Carta a los Filipenses.
He aquí los sentimientos que Pablo expresa a propósito de él: «Entretanto, he juzgado necesario devolveros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de armas, enviado por vosotros con el encargo de servirme en mi necesidad, porque os está añorando a todos vosotros y anda angustiado porque sabe que ha llegado a vosotros la noticia de su enfermedad. Es cierto que estuvo enfermo y a punto de morir. Pero Dios se compadeció de él; y no sólo de él, sino también de mí, para que no tuviese yo tristeza sobre tristeza. Así pues, me apresuro a enviarle para que, viéndole de nuevo, os llenéis de alegría y yo quede aliviado en mi tristeza. Recibidle, pues, en el Señor con toda alegría, y tened en estima a los hombres como él, ya que por la obra de Cristo ha estado a punto de morir, arriesgando su vida para supliros en el servicio que no podíais prestarme vosotros mismos» (F1p 2, 25-30).
Sin embargo, la Carta a los Filipenses es mucho más que el testimonio de un corazón agradecido. Pablo no se limita solamente a expresarse con palabras corteses, agradeciendo el regalo que le ha sido enviado. Basta recordar el capítulo 2 en el que Pablo invita a los destinatarios de la carta a vivir en la humildad, haciendo suyos los sentimientos de Cristo. Para fundamentar su exhortación, Pablo introduce en el texto de la carta un himno que seguramente ya era conocido por las comunidades: Cristo, siendo de naturaleza divina, no se había guardado tal honor como un botín, sino que se había despojado de su rango para hacerse semejante a los hombres, pasando como un esclavo hasta sufrir una muerte y muerte de cruz. Tal abajamiento no terminaba sin embargo ahí. Por él, el Padre celestial lo había ensalzado hasta llegar a darle un nombre sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (cf. Flp 2, 5-11).
Como podemos deducir por la lectura de este himno, Epafrodito debió de ser testigo privilegiado del corazón orante y místico de Pablo. Pero también fue testigo del corazón agradecido del apóstol.
Al final de la carta, Pablo evoca, en efecto, la íntima confianza que ha mantenido siempre con los miembros de la comunidad de Filipos. De hecho, sólo de ellos había aceptado alguna ayuda económica que pudiera subvencionar sus viajes apostólicos: «Me alegré mucho en el Señor de que ya al fin hayan florecido vuestros buenos sentimientos para conmigo. Ya los teníais, sólo que os faltaba ocasión de manifestarlos. No lo digo movido por la necesidad, pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación. Y sabéis también vosotros, filipenses, que en el comienzo de la evangelización, cuando salí de Macedonia, ninguna Iglesia me abrió cuentas de «haber y debe», sino vosotros solos. Pues incluso cuando estaba yo en Tesalónica enviasteis por dos veces con qué atender a mi necesidad. No es que yo busque el don; sino que busco que aumenten los intereses en vuestra cuenta» (Flp 4, 10-18).
Es la hora de la despedida. A la expresión de la asombrosa riqueza del apóstol, sometido a la tremenda pobreza y decrepitud de las prisiones antiguas, se añade ahora una última pa-labra de gratitud para el mensajero fiel que se ha hecho portador del regalo de los filipenses. Un regalo que para su destinatario, Pablo, es más que una muestra de cortesía: es el signo de la comunión fraterna y, sobre todo, una especie de sacrificio litúrgico: una ofrenda a Dios, de quien Pablo es confiado y humilde servidor. Pocas veces los signos de la fraternidad han sido descritos con palabras teológicas tan altas.
La comunicación de bienes entre las Iglesias particulares no es solamente una exigencia de solidaridad humana, sino una especie de sacramento de la comunión en la fe y en el amor: «Tengo cuanto necesito, y me sobra; nado en la abundancia después de haber recibido de Epafrodito lo que me habéis enviado, suave aroma, sacrificio que Dios acepta con agrado. Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza, en Cristo Jesús. Y a Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4, 18-23).
La figura de Epafrodito, el colaborador «amable», ha llegado hasta nosotros como la de un mensajero fiel. Un eslabón entre una comunidad creyente y su evangelizador, testigo del Señor Jesucristo. Epafrodito, miembro activo de una comunidad cristiana primitiva, es un modelo silencioso para los miembros de las comunidades cristianas de hoy.
JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS