El culto de los santos tiene en la Iglesia católica una función específica de ejemplaridad. La perfección obliga a todos y cada uno según su estado y condición. De ahí que la Iglesia presente a sus santos como hombres llamados a la santidad que correspondieron heroica y generosamente a este llamamiento divino. Precisamente porque son ejemplares de vida auténticamente cristiana, la Iglesia no se prodiga en admitir y canonizar toda esa serie incalculable de prodigios que los hagiógrafos de épocas pasadas han atribuido, y no pocas veces piadosamente inventado, en favor de sus héroes divinos. La Iglesia no confunde la santidad con los portentos; no teme decir que sus santos tenían todas las características de los hombres corrientes, si bien insiste en que han calado en toda su realidad el imperativo evangélico de «Niégate a ti mismo… y sígueme».
Porque la misión específica de los santos es de ejemplaridad y la urgencia de «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» es de tanta actualidad hoy como ayer, en el santoral católico aparecen santos de todas las edades y de todas las condiciones, santos de sotana y santos de hábito, santos con cogulla y santos de cabeza descubierta, trajeados a la antigua y con pantalón y chaqueta, militares y civiles, profesionales y artesanos, mantos reales y abarcas polvorientas. Aparecen santos de carácter fuerte y enérgico, santos de carácter dulce y apacible, solitarios y metidos en sociedad, con marcado sentido del humor y retraídos, santos de ciencia y santos iletrados. Cada uno con su idiosincrasia, con sus formas sociales y sus cualidades intelectuales y temperamentales; pero, a la vez, todos ellos con un denominador común: vocación decidida a la santidad. Quisieron y fueron santos.
El equilibrado y sereno criterio de la Iglesia los presentará con sus legítimos sentimientos de seres humanos y sus notas de hombres comunes. Hablará de santos que, cansados de recorrer tierras extrañas, casi resulta imposible fijarles una patria política. Son ciudadanos del mundo, pero auténticos patriotas, con un patriotismo inspirado en su fidelidad a la tierra que les vio nacer. Fieles a su patria, el patriotismo de estos hombres de Dios y voceros de Cristo resulta ser el mejor antídoto para curar nuestras miopes concepciones de la patria. Su patriotismo no podrá ofrecerse como mercancía política ni enarbolarse como bandera de resentimientos nacionales, porque se alimenta de la sangre divina de Cristo y está iluminado por su eterna Verdad, que fue dada gratuitamente como patrimonio a la humanidad, sin distinción de razas ni limitación de fronteras. Estriba en el dogma de la comunión de los santos, por el que todos los hijos de Dios se sienten unidos por los vínculos sagrados de la caridad.
Presentará también la Iglesia a sus hijos viadores santos que nunca traspasaron los límites de su aldea, santos de «un solo paisaje», pero que en el candor de sus ojos llevarán inconfundible a sus semejantes «el Camino, la Verdad y la Vida de Cristo». Presentará a santos que sienten la nostalgia del terruño, encariñados con sus pobres instrumentos de labor, que sufren habiendo de abandonar su aldea forzados por las circunstancias. Entre éstos aparece, algún tanto difuminado por la hagiografía, tal vez en demasía piadosa, pero real e histórico en sus rasgos fundamentales, San Isidro, labrador, celestial patrono de la capital y de las Hermandades de Labradores y Ganaderos de toda España.
De no haberse dejado llevar sus historiadores por esa tendencia, piadosa, pero muy poco objetiva, de presentar a los santos como seres de especie superior, nimbados con el halo del portento, no resultaría tan difícil trazar hoy su semblanza conforme a la realidad y a la Historia. Con lo eficaz y provechoso que sería presentar a los trabajadores del campo de nuestra edad un colega suyo, de su mismo oficio, ganando el pan de cada día con el sudor ,de su frente y el esfuerzo de sus brazos, sufriendo con entereza varonil y fortaleza cristiana los golpes de la envidia, «poniendo amor donde había odio, perdón donde había ofensa, unión donde había discordia, esperanza donde había desesperación, alegría donde había tristeza». Acaso el ejemplo de un santo con hábito talar lo miren con indiferencia y gesto de ironía los hombres de hoy. Esos hombres a quienes anima un espíritu excesivamente crítico, para quienes los valores espirituales, si cuentan, son sometidos a la balanza de los intereses humanos, para quienes la santidad es una actividad exclusiva de una profesión que casi no se diferencia de otras ocupaciones humanas. Sin embargo, el de un santo con abarcas rotas, con la aguijada en la mano, delante de sí una yunta y un arado y ante sus ojos un campo que no es propio, sino ajeno, no podrá menos de impresionar y, en su muda elocuencia, de llevar a esas inteligencias, incultas unas y nubladas otras, destellos de luz divina, y a esos corazones triturados y sedientos el agua pura de la esperanza y de la resignación.
Ocupaba el trono de Castilla don Alfonso el Bravo cuando en la villa de Madrid, diócesis entonces de Toledo, nació San Isidro. Se ignora a punto fijo el año de su nacimiento, pero parece ser que tuvo lugar entre 1080 y 1082. Tampoco se sabe la parroquia donde recibió el agua del bautismo, si bien se cree que fue en la parroquia de San Andrés. Seguramente que le pusieron Isidro, síncopa de Isidoro, en memoria del gran arzobispo de Sevilla.
Sus padres, pobres en bienes de fortuna pero ricos en virtud, inculcaron desde los primeros años en su hijo el santo temor de Dios y la práctica de las virtudes cristianas. La precaria situación económica en que los progenitores de Isidro se encontraban obligó a éste a dedicarse desde muy joven a las rudas faenas del campo. Gregorio XV afirma que “nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la Santa Misa y encomendarse a Dios y a su Madre Santísima». Asegura a su vez que, a pesar de su labor fatigosa, jamás dejó de cumplir con los ayunos y vigilias de la Iglesia.
Huérfano y solo en el mundo, el joven Isidro se alquiló como bracero de un señor de Madrid apellidado Vera. Su fidelidad y nada vulgar espíritu de trabajo le mereció muy pronto la preferencia y simpatía de su amo. Envidiosos sus compañeros de la estima en que su común señor le tenía, acudieron a la censura y a la intriga, acusándole de que, en vez de trabajar, se dedicaba a la oración. Con elegancia cristiana perdonó el pobre huérfano «cumplidamente» a sus acusadores.
Cuando Alí, rey de los almorávides, venció a Alfonso el Bravo y penetró con un formidable ejército por tierras de Toledo, apoderándose de Madrid, el miedo obligó a huir a aquellos pacíficos y laboriosos campesinos. Isidro corrió entonces la suerte de los emigrados. Se detuvo en Torrelaguna, donde tenía algunos lejanos parientes. Allí se puso al servicio de uno de los grandes terratenientes de la localidad. No tardaron sus compañeros de labor en volver a hacerle blanco de injustas acusaciones, hasta el extremo que su amo, fácil a la intriga e ignorante de la virtud de su nuevo criado, hubo de someterle a la humillación de la prueba y a exigir de él más rendimiento que de los otros. Isidro soportó paciente y con humildad la vileza de las acusaciones y la injusticia de la prueba; pero defendió su honradez con entereza y dignidad. Era costumbre en Castilla que el señor entregase, en concepto de salario, a sus criados una porción de tierra, que se decía pegujal, a fin de que con sus frutos pudiesen decorosamente vestirse. Isidro trabajó su pegujal con tan buena fortuna, que obtuvo de su campo cuantioso grano. Esta circunstancia agravó la ya mala disposición de su patrono, trabajada por la maldad de los envidiosos. Advirtiólo el Santo y sin animosidad, pero con noble gesto, calmó sus iras, diciéndole: «Tomad, señor, todo el grano. Yo me quedaré con la paja.» Dios se encargó de confundir la envidia de los unos y la codicia del otro, multiplicando milagrosamente el poco trigo que entre la paja había quedado.
Estando en Torrelaguna, Isidro contrajo matrimonio con una joven del pueblo de Uceda. La historia la conoce con el nombre de Santa María de la Cabeza, no porque éste fuese su apellido, sino porque, después de su muerte, su cabeza fue trasladada a una ermita de Nuestra Señora, situada no muy lejos de Torrelaguna.
Acaso por la incomprensión de su amo y, a su vez, llevado por la nostalgia de su pueblo natal, nuestro Santo labrador, acompañado de su joven esposa, hubo de trasladarse definitivamente a Madrid. De nuevo en la villa que le vio nacer, trabajó las tierras que Juan de Vargas tenía en una localidad vecina, donde se dice que le nació su primero y único hijo. Satisfecho Vargas de la laboriosidad y honradez de su colono, le puso muy pronto al frente de toda su hacienda, en su mayor parte encuadrada en el término de la villa madrileña. Ya San Isidro no volvió a abandonar su tierra hasta que murió a la edad avanzada de noventa años.
En esta época es cuando sus biógrafos colocan el tan conocido milagro de los ángeles. Sus émulos no cejaban en la persecución, y Vargas hubo de cerciorarse de la inocencia y santidad de su mayoral, viendo con sus propios ojos que, mientras Isidro oraba, dos ángeles vestidos de blanco conducían la yunta con que él araba.
San Isidro es la personificación de las virtudes populares. Su vida, sencilla y metódica, podría escribirse en muy pocas líneas, de no ser tantos los milagros que se le atribuyen. Si bien es cierto que todos los biógrafos lo presentan nimbado con esa aureola de portento difuminada entre rasgos de piadosa leyenda, la realidad histórica y humana de su vida no puede precisarse, ya que no existe, por desgracia, ninguna crítica; con todo, a la luz de la bula de su canonización pueden fijarse como características y virtudes culminantes del Santo la fidelidad a sus amos, el espíritu de trabajo armonizado con una intensa vida de oración, la humildad y la fortaleza en sufrir las injustas acusaciones y defender su honradez y su gran caridad para con los pobres necesitados, a quienes diariamente hacía partícipes de su sencilla y frugal mesa. Todo ello habla muy alto de la nobleza de su alma y de la reciedumbre de su espíritu castellano y profundamente evangélico.
Próximo a expirar «hizo humildísima confesión de sus faltas, recibió el Viático y exhortó a los suyos al amor de Dios y del prójimo». Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Andrés, y, a pesar de permanecer allí expuesto a las inclemencias del tiempo durante cuarenta años, se conservó incorrupto, exhalando suavísimo olor, dice el documento pontificio. Un amigo suyo lo trasladó, a expensas propias, del cementerio común a la iglesia donde se dice fuera bautizado.
Por los años de 1163 fue visto y examinado su sepulcro por delegados de la Sede Apostólica, y dieron fe, según testimonio de la misma bula, de su incorrupción. A instancias del rey Felipe III, cuya milagrosa curación la atribuía al Santo, fue beatificado por el papa Paulo V. Tres años más tarde, Gregorio XV lo canonizó.
Goya dejó a la posteridad un hermoso cuadro de San Isidro, que se conserva en la Biblioteca Nacional. El gremio de plateros de Madrid costeó la rica urna de plata que guarda sus preciosos restos, expuesta a la veneración del público en la catedral madrileña.
SALVADOR BALTAR, O. F. M.