San Miguel Arcángel: ¿Quién como Dios?

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Nunca podríamos imaginar un ángel guerrero, con su rodela al brazo, la cota bien ajustada, abierta la espada en orden de combate. Pero tampoco ciertos ángeles de una estatuaria dulzona, con muchas cintas y bucles mujeriles, en un porte impropio de criaturas tan excelsas. Eugenio d’Ors, en sus Glosas que se escriben los lunes, concebía muy varonil al ángel: musculado y poderoso, como para entendérselas toda una noche con Jacob a brazo partido. Pero, al mismo tiempo, leve y sutil, asomada a sus ojos de luz toda la sabiduría de un espíritu celeste. No son apetecibles los ángeles de Denís, ni siquiera los de Beuron, y mucho menos los que Rohault inscribe sombríamente en feos dramas humanos. Sólo en las ventanas de algunas abadías y catedrales hay ángeles vivos, que al trasluz del sol arden en un fuego de oro y se hacen llama encendida y adorante al Altísimo. Y, sobre todos, aquel ángel que hay en la Toscana anunciando la encarnación a María. Pues, a pesar de los lujos que le pintó Fra Angélico en la túnica, y en la pedrería que le transfigura las alas, está allí, digno y sereno, delante de la Señora, angelizando su embajada, la turbación de la Doncella y los nardos que crecen entre la ternura del paisaje. Pero un ángel guerrero, ¿cómo?

Fueron creados de la nada, puros espíritus —inteligentes, amorosos, libres—, domésticos del trono de Dios, en funciones de una alabanza incesante. Distribuidos según una arcana jerarquía —querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles—, componen muy hermosamente la grande escenografía del cielo. San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las doce puertas, con doce ángeles, que son las doce tribus de Israel. No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?

San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es «la Luz indeficiente e inaccesible». Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz. «Lucifer: El-Que-Lleva-la-Luz». Hijo y oriente de la aurora. (Os aviso que esta criatura extraordinaria puede perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. En el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja alocadas capitanías, idolatrías febriles, quiere ser dios. Y vamos a comprobar teológicamente que existe esa inaudita paradoja de un ángel y un cielo guerreros.) Porque había sido adornado por el Señor con tantas excelencias, Lucifer le debía un servicio generoso y dócil. Lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador. «Subiré a los cielos —grita— y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir.» Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.

Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: «¿Quién Como Dios?», que quiere decir «Mi-ka-el». Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.

Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y, en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: «Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses». Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo. Somos el eje de aquellas dos «economías» de que nos habla San Pablo la de Jesucristo y la de Satanás. Los dos nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,

Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la santa Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle «si no es Miguel, vuestro príncipe». Y añade: «Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones». La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y San Miguel se lo impide velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.

Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.

El Sacramentario Leoniano y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel, con una basílica, perfectamente localizada en el séptimo miliario de la vía Salaria, y con la consagración de cinco misas en su memoria. En el 611, el papa Adriano IV le construye, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. Es muy suyo este ministerio de medicinal tutela. Ana Catalina Emmerich ha visto al demonio soplar vientos huracanados, ensoberbecer las aguas de los océanos, perturbar el buen aire inocente con pestilencias y cóleras. Se entrega a tan malignas extravagancias porque tiene el triste y deslucido empeño de destruir toda la hermosura creada, como adversario de Dios, enemigo del hombre y dragón.

Por ser dragón el demonio, habita espeluncas enmarañadas, montes áridos y solitarios, donde urde sus sorpresas y sus trapacerías. Y así el arcángel no tiene más remedio que descender a esas moradas infernales para abatirle y vencerle. Os quiero referir dos estupendas apariciones en esos escenarios rurales, que además nos perfilan datos muy luminosos de su augusta persona.

El templo de su nombre, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 de mayo del 663. Pero las lecciones históricas del Breviario unen el triunfo castrense con un suceso de gusto medieval, muy conectado con estas espeluncas del demonio de que os hablaba. Y fue que un toro se desmanda de su manada, y se le busca día y noche por los pastores. Le encuentran, al fin, en una escondida gruta, pero inmóvil, como poseído por el maligno. Un arquero, más audaz, le dispara su flecha para removerlo del embrujo. Y entonces el prodigio de retornar la flecha al que la disparó, malhiriéndole. Lo sobrenatural del caso acongoja de miedo a estas sencillas gentes montañesas. Ayunos, plegarias, procesiones penitenciales. Y al tercer día, San Miguel se aparece al obispo, declarándole que se edifique, en la cueva, un templo al Señor y en memoria de sus ángeles. Cuando los sipontinos alcanzan la espelunca, crece el asombro, pues encuentran allí dispuesto ya un edículo como oratorio, donde el prelado inicia el culto a San Miguel, que luego corre por todo el mundo creyente y fervoroso de la Edad Media.

Pero en la serranía navarra de Aralar encontraremos al arcángel, definido en toda su dimensión militante, a la defensa del hombre. No precisan los historiadores por qué bajó a la guerra de Pamplona el muy esforzado y noble caballero don Teodosio de Goñi. Pudo coincidir con el asedio de los judíos, aliados con los árabes; las incursiones de la morería o acaso las luchas contra los godos, porque el suceso acontece en los días del rey Witiza, a los principios del siglo VIII. Por su casamiento con doña Constanza de Butrón, acreció el caballero riquezas y pergaminos. Era mujer de muy cuidada honestidad y hermosura, al punto que hizo venir a los padres de don Teodosio al palacio de Goñí para velar amorosamente la ausencia, concediéndoles, incluso, la propia cámara nupcial. Cuando retorna de su campaña el caballero, dando al amor sus triunfos y a los odios de la guerra olvido, se le cruza, en la noche, un piadoso ermitaño, que es el mismísimo demonio, con máscara de «ángel de luz». En aquel paraje fluvial de «Errota-bidea» le detiene y le habla una trifulca por su honra: que su mujer ha holgado con un mozo de servicio mientras él se partía el pecho en las duras batallas. «Este mismo plenilunio lo puedes comprobar, si te aceleras», le dice.

Y encendida su sangre hasta cegarle los ojos, pica a su caballo, que trota jadeante por la val de Goñí hasta el palacio, hasta la cámara. Tienta su mano fuerte dos personas en el lecho. El corazón se le rompe en una locura de latidos. Secamente gime don Teodosio, sin amor y sin lágrimas, por la limpieza de su nombre nada más. Y con furor de loco descarga golpes febriles de su espada sobre los adúlteros, hasta que los resplandores de la sangre caliente le hacen volver en sí. La amanecida cuelga de los tejados del caserío una brazada de rosas, que picotean alegres las golondrinas; y lloran los ángeles, asomados a las nubes, la perdición del caballero. Don Tedosio huye delatado por la luz. Pero allí, en la pradería, se topa con doña Constanza, que se le echa a los brazos, sobre el corazón, gritándole el gozo de su regreso. ¡Qué dramático instante, que le revela, de un golpe, toda la magnitud de su parricidio! Porque es navarro el caballero, creyente y piadoso, se hace camino de Roma, con larga contrición de leguas, de hambre y sed, de limosneo penitencial y humillante, para alcanzar indulgencia del Pontífice. Tres papas pudieron oír la confesión de don Teodosio —Juan VII, Sisinio y Constancio I—, porque no están de acuerdo las cronologías. Como penitencia pública de su pecado, se le impuso portar una grande cruz, ceñida la cintura de una cadena de argollas de hierro, que, al quebrarse, señalarían, al fin, los perdones del Altísimo.

La serranía de Aralar fue el escenario que eligió el penitente entre las nevascas que silban, por el invierno, espantables sinfonías, ciudadano de las águilas, de los buitres y de los lobos, en una soledad alucinante. Y, a los siete años, otra vez el demonio. Ahora tal como es. Como dragón que, desde su madriguera, salta rabioso para devorar al penitente. Ya tenía el caballero la carne domada y llagada por el cilicio, el alma pura, el corazón endiosado. Y en aquella suprema angustia, se vuelve al arcángel, con un grito de su fe, que rompe la cúpula del cielo: «¡San Miguel me valga!» Y Miguel desciende con su espada infinita para vencer al dragón y romper las argollas de su cintura, regalándole, con su celeste presencia, una curiosa imagen para recuerdo del prodigio y para su culto. El santuario de «San Miguel in Excelsis» es, desde entonces, alma militante de Navarra, que de ahí le viene guerrear las batallas del Señor, con su «ángel» de oro revestido de armadura, pero que no lleva espada, sino que sostiene, con sus manos sobre la frente, la cruz redentora de Cristo.

Nos guarda y nos defiende en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont-Saint-Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte. Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a San Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad. Pero los devotos de San Miguel confían, porque le saben «Pesador de las almas» en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.

El cardenal Schuster pensó que el arcángel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque «después del oficio de Padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a San Miguel, como protector y defensor de la Iglesia». Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel «misterio de iniquidad» que conmovía a San Pablo. El dragón de las siete cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo. Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.

Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero San Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: «¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios! Amén».

FERMÍN YZURDIAGA LORCA

 

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