Fiesta de san Mateo, apóstol. 21 de septiembre.
Jesús no excluye a nadie de su amistad porque la buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador.
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Evangelio según san Mateo, Mt 9, 9-13.
Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El se levantó y lo siguió. Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?». Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Oración Introductoria
Padre mío, escucho tu llamado y quiero seguirte. Deseo levantarme y salir de esta meditación convencido de quitar todo lo que me aparte de Ti, porque Tú bien sabes de mis debilidades y caídas, por eso te suplico que envíes a tu Espíritu Santo para que guíe esta oración y todo mi día.
Petición
Señor, que nunca sea sordo a tu llamado y sepa responder con alegría y generosidad.
Catequesis del Santo Padre Francisco
«Una mirada que te lleva a crecer, a ir adelante; que te alienta porque te hace sentir que Él te quiere»; que da el valor necesario para seguirle. Se centró en las miradas de Jesús la meditación del Papa Francisco durante la misa en Santa Marta el 21 de septiembre. Es una fecha fundamental en la biografía de Jorge Mario Bergoglio, porque al día de la fiesta litúrgica de san Mateo de hace sesenta años —era el 21 de septiembre de 1953— él remonta su propia elección de vida. Tal vez también por esto, comentando el relato de la conversión del evangelista (Mateo 9, 9-13), el Pontífice subrayó el poder de las miradas de Cristo, capaces de cambiar para siempre la vida de aquellos sobre quienes se posan.
Precisamente como ocurrió para el recaudador de impuestos que se convirtió en su discípulo: «Para mí es un poco difícil entender cómo Mateo pudo oír la voz de Jesús», que en medio de muchísima gente dice «sígueme». Es más, el Obispo de Roma no está seguro de que el llamado haya oído la voz del Nazareno, pero tiene la certeza de que «sintió en su corazón la mirada de Jesús que le contemplaba. Y aquella mirada es también un rostro» que «le cambió la vida. Nosotros decimos: le convirtió». Después hay otra acción descrita en la escena: «En cuanto sintió en su corazón aquella mirada, él se levantó y le siguió». Por esto el Papa hizo notar que «la mirada de Jesús nos levanta siempre; nos eleva», nos alza; nunca nos «deja ahí» donde estábamos antes de encontrarle. Ni tampoco quita algo: «Nunca te abaja, nunca te humilla, te invita a alzarte», y haciendo oír su amor da el valor necesario para poderle seguir.
He aquí entonces el interrogante del Papa: «Pero ¿cómo era esta mirada de Jesús?». La respuesta es que «no era una mirada mágica», porque Cristo «no era un especialista en hipnosis», sino algo muy distinto. Basta pensar en «cómo miraba a los enfermos y les curaba» o en «cómo miraba a la multitud que le conmovía, porque la sentía como ovejas sin pastor». Y sobre todo, según el Santo Padre, para tener una respuesta al interrogante inicial es necesario reflexionar no sólo en «cómo miraba Jesús», sino también en «cómo se sentían mirados» los destinatarios de aquellas miradas. Porque —explicó— «Jesús miraba a cada uno» y «cada uno se sentía mirado por Él», como si llamara a cada uno por su propio nombre.
Por esto la mirada de Cristo «cambia la vida». A todos y en toda situación. También —añadió el Papa Francisco— en los momentos de dificultad y de desconfianza. Como cuando pregunta a sus discípulos: ¿también vosotros queréis iros? Lo hace mirándoles «a los ojos y ellos han recibido el aliento para decir: no, vamos contigo»; o como cuando Pedro, tras haber renegado de Él, encontró de nuevo la mirada de Jesús «que le cambió el corazón y le llevó a llorar con tanta amargura: una mirada que cambiaba todo». Y finalmente está «la última mirada de Jesús», aquella con la que, desde lo alto de la cruz, «miró a su mamá, miró al discípulo»: con aquella mirada «nos dijo que su mamá era la nuestra: y la Iglesia es madre». Por este motivo «nos hará bien pensar, orar sobre esta mirada de Jesús y también dejarnos mirar por Él».
El Papa Francisco volvió a la escena evangélica, que prosigue con Jesús sentado a la mesa con publicanos y pecadores. «Se corrió la voz y toda la sociedad, pero no la sociedad «limpia», se sintió invitada a aquel almuerzo», comentó el Santo Padre, porque «Jesús les había mirado y esa mirada sobre ellos fue como un soplo sobre las brasas; sintieron que había fuego dentro»; y experimentaron también «que Jesús les hacía subir», les alzaba, «les devolvía a la dignidad», porque «la mirada de Jesús siempre nos hace dignos, nos da dignidad».
Finalmente el Papa identificó una última característica en la mirada de Jesús: la generosidad. Es un maestro que come con la suciedad de la ciudad, pero que sabe también cómo «bajo aquella suciedad estaban las brasas del deseo de Dios», deseosas de que alguno las «ayudara a prenderse fuego». Y esto es lo que hace precisamente «la mirada de Jesús»: entonces como hoy. «Creo que todos nosotros en la vida —dijo el Papa Francisco— hemos sentido esta mirada y no una, sino muchas veces. Tal vez en la persona de un sacerdote que nos enseñaba la doctrina o nos perdonaba los pecados, tal vez en la ayuda de personas amigas». Y sobre todo «todos nosotros nos encontraremos ante esa mirada, esa mirada maravillosa». Por esto vayamos «adelante en la vida, en la certeza de que Él nos mira y nos espera para mirarnos definitivamente. Y esa última mirada de Jesús sobre nuestra vida será para siempre, será eterna». Para hacerlo se puede pedir ayuda en la oración a todos «los santos que fueron mirados por Jesús», a fin de que «nos preparen para dejarnos mirar en la vida y nos preparen también para esa última mirada de Jesús».
Santo Padre Francisco: Como un soplo sobre las brasas
Meditación del sábado, 21 de septiembre de 2013
Catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con la serie de retratos de los doce Apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy reflexionamos sobre san Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues las noticias que tenemos sobre él son pocas e incompletas. Más que esbozar su biografía, lo que podemos hacer es trazar el perfil que nos ofrece el Evangelio.
Mateo está siempre presente en las listas de los Doce elegidos por Jesús (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los Doce con un apelativo muy preciso: «el publicano» (Mt 10, 3). De este modo se identifica con el hombre sentado en el despacho de impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento: «Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y le siguió» (Mt 9, 9). También san Marcos (cf. Mc 2, 13-17) y san Lucas (cf. Lc 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de impuestos, pero lo llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en Mt 9, 9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, que se conserva aquí, en Roma, en la iglesia de San Luis de los Franceses.
Los Evangelios nos brindan otro detalle biográfico: en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12), y se alude a la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (cf. Mc 2, 13-14). De ahí se puede deducir que Mateo desempeñaba la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente «junto al mar» (Mt 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.
Basándonos en estas sencillas constataciones que encontramos en el Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de Israel en aquel tiempo, era considerado un pecador público. En efecto, Mateo no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser establecidos arbitrariamente. Por estos motivos, todos los Evangelios hablan en más de una ocasión de «publicanos y pecadores» (Mt 9, 10; Lc 15, 1), de «publicanos y prostitutas» (Mt 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (cf. Mt 5, 46: sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico» (Lc 19, 2), mientras que la opinión popular los tenía por «hombres ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18, 11).
Ante estas referencias, salta a la vista un dato: Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración: «No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17).
La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador. En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina: mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, «el publicano (…) no se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!»». Y Jesús comenta: «Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 13-14). Por tanto, con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.
A este respecto, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo: observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando esas personas. Pedro, Andrés, Santiago y Juan fueron llamados mientras estaban pescando; y Mateo precisamente mientras recaudaba impuestos. Se trata de oficios de poca importancia —comenta el Crisóstomo— «pues no hay nada más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca» (In Matth. Hom.: PL 57, 363). Así pues, la llamada de Jesús llega también a personas de bajo nivel social, mientras realizan su trabajo ordinario.
Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica: Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús: «Él se levantó y lo siguió». La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.
Se puede intuir fácilmente su aplicación también al presente: tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este «levantarse» se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.
Recordemos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir a san Mateo la paternidad del primer Evangelio. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Escribe Papías: «Mateo recogió las palabras (del Señor) en hebreo, y cada quien las interpretó como pudo» (en Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. III, 39, 16). El historiador Eusebio añade este dato: «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba; de este modo trató de sustituir con un texto escrito lo que perdían con su partida aquellos de los que se separaba» (ib., III, 24, 6).
Ya no tenemos el Evangelio escrito por san Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en Apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo, para aprender también nosotros a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Catequesis sobre san Mateo, apóstol
Audiencia General del miércoles, 30 de agosto de 2006
Propósito
Pedirle a Dios que me ayude a eliminar todo lo que le ofende de mi comportamiento y por tanto, dar una respuesta como la de Mateo: pronta, sincera, total.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, de nada sirve decir que estoy dispuesto a seguirte si no estoy dispuesto a servir y a entregarme a los demás. Gracias porque solo Tu eres capaz de ver más allá de sus pecados.
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