El calendario nos presenta el 8 de octubre a la inocencia nunca perdida luchando en el amor a Cristo y en el afán de penitencia con la inocencia recobrada. Por un lado, la santa escandinava Brígida de Suecia, gloria de la corte de San Olaf, princesa por la sangre, reina por el espíritu sediento de lejanías terrenas y celestes, peregrina infatigable, que después de encerrar a su marido en un claustro para trasladarle desde allí a la gloria, baja de las nieves septentrionales, recorre la Europa central, llega hasta el fin de la tierra para visitar el sepulcro de Santiago, tuerce de dirección y penetra en el Oriente, siguiendo los caminos de su divino Crucificado, vuelve a fijar su residencia en Roma y sigue la corte de los pontífices, dejando volar a la vez su espíritu por los infinitos espacios de la teología y de la mística en maravillosas revelaciones, cuyo relato trae hasta nosotros el varonil aliento de aquella alma inquieta y apasionada (1302-1372).
Pero al lado de Brígida, margarita perenne entre los hielos del Norte, aparece la rosa de Alejandría, que después de marchitarse al contacto abrasador de los fuegos del desierto, vuelve a renacer más bella bajo la caricia de los aires de la gracia. Es Tais, la bella pecadora, que despertaba gérmenes de tentación hasta en los carcomidos anacoretas de la Tebaida. Su nombre ilustra las hagiografías antiguas y los poemas modernos. Las leyendas contaron su gesta prodigiosa y los poetas celebraron su deslumbrante hermosura. Allá en el siglo x, siglo de hierro y de oscuridad, una monja alemana, Roswita, hacía de ella la protagonista de una de sus producciones dramáticas, y frente a ella colocaba la figura austera del santo anacoreta, galán afortunado, que lograba dominar aquel veleidoso corazón.
Serapión estaba triste al ver las almas que caían en las redes de la cortesana alejandrina; pero he aquí que deja su túnica de piel de oveja y su cilicio metálico, se lava por primera vez desde hace muchos años, derrama sobre su cabeza el bálsamo hecho de resinas y flores maceradas, cubre su cuerpo con una brillante túnica de escarlata, se echa al cuello una cadena de oro, y apoyandose en su bastón de puño de marfil, emprende la marcha en dirección a la ciudad.
Tais vive en la inmensa plaza donde se juntan las dos calles principales, de sesenta metros de anchura. Su casa es elegante y señorial: pórtico de columnas y capiteles, amplio peristilo, en cuyo centro se esconden, entre palmeras, deliciosos rincones adornados y perfumados por los rosales, los terebintos y los miosotis; largos senderos de mullidas alfombras polícromas, lo más exquisito de las fábricas de Egipto y Capadocia. Serapión los pisa confiado, como si no hubiera pasado lo mejor de su vida lejos del contacto con los hombres. Una fuerza interior le guía. No ha dudado, ni ha temblado siquiera. cuando poco antes de pisar los umbrales, unos muchachos le han ponderado la seducción irresistible de la cortesana.
Hele, al fin delante de la mujer terrible. La mira sin vacilar, clavando en los ojos de ella sus ojos profundos, acostumbrados a las lejanías de los cielos y de los desiertos. Por vez primera, Tais se acobarda delante de un hombre.
—¿Quién es este desconocido enigmático? dice, volviendo la mirada, con un gesto de turbación y desprecio a la vez.
—Soy un hombre que te ama—dice el falso galán.
—¡Bah!—musita ella—; eso mismo me dicen todos.
—Pero sólo yo te lo digo sin engaño. ¡Oh Tais, Tais! ¡Qué viaje tan largo he tenido que hacer sólo por tener la dicha de hablar contigo; de verte, de gozar este momento único!
Estas palabras habían despertado una gran ,curiosidad en la bella alejandrina. Este hombre, pensaba, no es un hombre vulgar; tal vez un príncipe lejano; tal vez un poeta famoso, peregrino de aventuras… Ella, que despreciaba a los hombres, no importándole más que su dinero y su adulación, preguntaba ahora casi vencida:
—Pero ¿quién eres tú? ¿Cuál es el secreto de tu vida?
—Bien dices—respondió el solitario—; tengo cosas muy íntimas que decirte.
Y como en este momento se oyese allí cerca el rumor que levantaba el ir y venir de los esclavos, añadió:
—¿No podríamos ir a otro lugar más retirado?
—Ven—dijo Tais levantándose y cogiendo a su huésped del brazo—; aquí tengo una salita muy mona y recogida, que sólo dos conocemos: Dios y yo.
—¡Dios! ¿Pero tú crees que Dios la conoce también?
—Así debe ser, pues dicen que no se le oculta nada.
—No entiendo; pero si Dios lo ve todo, debe importarle muy poco lo que hacen los hombres, bueno o malo.
—Precisamente los filósofos y los obispos enseñan todo lo contrario.
Por estas palabras comprendió el solitario toda la inconsciencia de aquella mujer y el verdadero estado de su alma. La suya se llenó de angustia y compasión, y no pudo retener un grito que salía de lo más profundo de su alma.
—¡Oh Cristo!—exclamó—. ¡Cuán grande es la benignidad de tu paciencia con nosotros! Ves pecar a los que te conocen, y sin embargo, aguardas, aguardas para no perdernos.
Había cambiado de color, su voz temblaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡Desgraciada!—continuó—. Tu locura me da miedo. Lloro tu perdición. Sabes todas esas cosas, y no cesas de arrastrar las almas a la muerte.
—Pero ¿tú quién eres? ¿A qué has venido aquí? ¿Por qué me atormentas?
Así preguntaba la pobre mujer, sin acabar de comprender todavía. Temblaba, vacilaba. Serapión la veía próxima a rendirse; y continuó su obra, más esperanzado, hablando del miedo del infierno, de las dulzuras del amor de Dios, de la vanidad de los bienes terrenos. Su voz pasaba de las blandas inflexiones del amor a los terribles apóstrofes de la indignación. Sus ojos relampagueaban al describir las sendas dolorosas del pecado. La pecadora no pudo resistir. Deshecha en lágrimas, temblando como una hoja, cayó a sus pies exclamando:
—Tú eres un enviado de Dios; habla, dime lo que tengo que hacer…
—Huir—dijo el solitario—, hacer penitencia, esconderte de tus amadores.
—Huiré, haré cuanto dices; pero déjame una hora para disponer de estas riquezas.
—No te preocupes por ellas; ya habrá quien las recoja.
—No es que quiera recogerlas o dárselas a los amigos; ni los pobres mismos deben participar de ellas, porque son el precio del pecado.
Poco después, la gran ciudad, acostumbrada a todas las novedades, veía el más extraño espectáculo. En la gran plaza se alzaba una pira inmensa. Sedas de la India, púrpuras y espejos de la Fenicia, ánforas de Cádiz y Sagunto, tapices de Siria, alhajas, pulseras, anillos, muebles de maderas preciosas, collares de perlas y brillantes, alfileres y ajorcas de oro, clámides y muselinas estatuas y pinturas, todo ardía, pintando el azul del cielo de rojizos resplandores. Los curiosos se aglomeraban alrededor de las llamas, diciendo burlones:
—La famosa cortesana se ha vuelto loca.
Entretanto, Tais entraba en una trirreme y se alejaba de Alejandría siguiendo el curso del Nilo. Allá, en el fondo de la Tebaida, conocía Serapión un convento de mujeres adonde no llegaban los ruidos mundanos. En él dejó a la bella alejandrina meditando sólo ideas de penitencia. Abrió en el muro de la basílica un agujero le volvió a tapiar, y allí dejó a su discípula, sin más que un pequeño ventanillo para comunicarse con el mundo que ella tanto había amado. La pobre mujer, acostumbrada a la libertad y a los regalos, temblaba al entra en,aquella cárcel oscura, pero tan firme había sido su resolución, que ni el recuerdo de los placeres perdidos ni la perspectiva de la espantosa soledad, pudieron hace vacilar un momento su espíritu. Allí quedó abandonada a su tristeza y a la misericordia de Dios. Su alma estaba en llagas por efecto de la contrición. Sus ojos eran dos fuentes de lágrimas. El sueño huía de ellos, ahuyentado por las alas negras del cuervo de la inquietud. Ya no le importaba lo que había dejado y quemado: sólo su felicidad eterna la preocupaba. Lloraba y rezaba, sin atreverse a levantar aquellos ojos que lanzaran flechas de fuego por las calles de la ciudad. Su oración era siemp la misma. Dolorida, humilde, temblorosa, clamaba si cesar: «¡Oh Tú que me criaste, ten compasión de mi!»
La misma incertidumbre atormentaba a Serapión en su choza lejana. Muchas veces pensaba en su cautiva ¿Qué será de ella? ¿Habrá lavado ya las manchas de sus pecados? Pero he aquí que llega un discípulo suyo y dice:
—Padre, he tenido una visión. Había en el Cielo un lecho adornado de paños blanquísimos. Cerca de él, y como guardándole, estaban cuatro vírgenes hermosísimas. Encima, una claridad apacible, de la cual yo no podía apartar los ojos, «Nadie más digno de esta gloria, decía yo en mi interior, que Serapión, mi padre y maestro.»
—No, hijo mío—dijo el anacoreta—, tu padre no es digno de tanta ventura. Estoy oyendo una voz que me dice: Esa gloria la destina Dios a Tais, la meretriz…
Habían pasado tres años, tres años de lágrimas y penitencias, cuando, una tarde, la reclusa oyó que la decían desde fuera:
—Tais, hija mía; ábreme el ventanillo, que quiero hablarte.
—¿Quién es? ¿Quién se acuerda de mí?
—Soy Serapión, tu padre; vengo a que me hables de la historia de tu vida y del fervor de tu arrepentimiento.
—Sólo sé decir que no he hecho nada digno de Dios. Recogía como en un ramillete mis innumerables pecados, y los ponía delante de mis ojos, pensando en los suplicios del infierno.
—Y Dios te ha perdonado, hija mia.
Dijo el monje con tal seguridad estas palabras, que la santa emparedada tuvo súbitamente la certidumbre del perdón divino. Su frente se ilumino, una oleada de agradecimiento inundó su mirada, y su corazón se ensanchaba con una felicidad que no había sentido en los días de sus mayores triunfos. Tan grande fue la alegría que aquel cuerpo gastado por la penitencia y por el tormento interior de la lucha del espíritu consigo mismo ya no pudo resistir más. Los labios de la santa purificados ya por el fuego de las jaculatorias, pudieron aún repetir una vez más su oración favorita «¡Oh Tú que me creaste, ten compasión de mi!»‘
No lejos del Nilo, en los alrededores de Antinoé, la ciudad del emperador Adriano, se encontró a principios de este siglo la tumba de Serapión el anacoreta. Su momia aparecía cubierta del tosco sayal oscuro y acompañada de las pesadas cadenas con que quiso martirizarse en la vida. Del cuello le colgaba un feo collar de hierro sosteniendo una cruz. Bajo una bóveda cercana reposaba la momia de una mujer. La durmiente había querido presentarse a Cristo con los mejores atavíos de los días de fiesta, guiada por aquel mismo pensamiento que hacía decir a San Macario: «Guardo mi vestido nuevo para comparecer delante del Señor.» Viste una túnica inferior de lino, guarnecida en los bordes de una banda de terciopelo azul con dibujos de flores de un color pálido oscuro. Sobre la túnica, un manto de lana amarillo, adornado de franjas de seda con medallones, arabescos y hojas estilizadas de tonos mortecinos. Los pies se esconden en pequeñas sandalias de cuero, con realces de filigranas doradas, entre las cuales campea la cruz, y los cabellos en una amplia gasa de color carmín, que cuelga holgadamente por la espalda. Cubriendo el rostro de la yacente había un canastillo de mimbre, que nos recuerda la costumbre primitiva de colocar la sagrada Eucaristía en los sepulcros, según aquellas palabras de San Jerónimo: «Nadie es más dichoso que aquel que guarda el cuerpo del Señor en un cestillo de mimbres.» Sus manos sostenían una rosa de Jericó, la anastásica, la flor que resucita como Jesús, símbolo de la inmortalidad. Unas tablitas de madera y de marfil, taladradas con muchos agujeros, descansaban sobre el pecho. Era un instrumento para llevar la cuenta exacta, de las oraciones: un rosario. Cerca de ellas, una cruz ansada, que en el viejo Egipto era una figura de la vida y del eterno renacimiento; y bajo cada uno de los brazos, tocando la frente con las extremidades, dos palmas, símbolo clásico de gloria y de renovación. A un lado del nicho se leía esta inscripción en letras rojas:
«Aquí descansa Tais, la bienaventurada.»