Los mártires de Indochina

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Indudablemente hay muchos detalles legendarios en las relaciones de los martirios de la primitiva Iglesia, según han llegado a nuestras manos. Al leer la multitud de tormentos y la brutal crueldad que en ellos se manifiesta, recibimos la impresión de que todo aquello es pura invención de los escritores medievales. Sin embargo, en los tiempos modernos y casi en nuestros días, comprobados con multitud de testimonios completamente seguros y verídicos, se han repetido innumerables excesos de crueldad en los mártires de Indochina, de mediados del siglo XIX.

De ello se deduce que los instintos de crueldad son ingénitos en la naturaleza humana, y en los momentos de apasionamiento salen al exterior en la forma más brutal y repugnante; recordemos, aún en nuestros días, los extremos de crueldad y barbarie cometidos por los comunistas con multitud de católicos. Indirectamente, esto prueba con toda suficiencia que no hay que rechazar tan fácilmente aquellas actas de mártires solamente por el motivo de lo inverosímil que resulta la multitud y la crueldad de los tormentos.

El día de hoy se celebra de un modo especial la conmemoráción de los Beatos Jerónimo Hermosilla y sus dos compañeros mártires, pertenecientes a la Orden de Predicadores, sacrificados por Cristo en 1861 en la región del Tonkín. Pero, al mismo tiempo, se celebra la fiesta de otros mártires de Indochina que dieron su sangre por Cristo durante estos años de la más horrible persecución. Algunos fueron beatificados en 1900, 1906 y 1907, y recientemente otros veinticinco fueron elevados a los altares por Pío XII en 1951.

He aquí algunos datos más importantes de los principales entre ellos.

El Beato Jerónimo Hermosilla, insigne dominico y misionero español, era vicario apostólico en el oriente del Tonkin, y al estallar la persecución fue apresado por el mandarín Nguyen. Pero, habiendo logrado escapar de la prisión, continuó en secreto su actividad apostólica entre los naturales, hasta que, por la traición de un soldado, fue encarcelado de nuevo juntamente con otros dos misioneros dominicos, los Beatos Valentín Berrio-Ochoa, vicario general del Tonkín central, y Pedro Almato. Berrio-Ochoa era vasco de nacimiento y de noble familia; pero, habiendo ésta venido a menos, se dedicó algún tiempo al oficio de carpintero-ebanista hasta que ingresó en el seminario y luego en la Orden de Santo Domingo. En 1856 vió al fin realizadas sus ansias de ir a la Indochina, donde, nombrado bien pronto vicario general, llevaba una vida oculta en medio de los mayores peligros a causa de la persecución, cuando fue descubierto por un apóstata.

El padre Almato era catalán, que hacía seis años realizaba una ímproba labor en la misión dominicana del Tonkín, a pesar del deplorable estado de su salud. El padre Hermosillo intentó pasar a la China juntamente con el padre Almato; pero era ya tarde.

Apresados, pues, los tres insignes misioneros de la Orden dominicana, dieron generosamente su sangre por Cristo, siendo decapitados. Es interesante, a este propósito, el plan que, según consta por muchos documentos fidedignos, seguían aquellos sanguinarios enemigos del cristianismo. Como se dice en una de sus proclamas, «todos los cristianos deben ser concentrados en las poblaciones no cristianas, las mujeres separadas de sus esposos y los niños de sus padres. Las pueblos cristianos deben ser destruidos, y sus propiedades distribuidas entre otros. Todo cristiano debe ser marcado en su frente con la expresión falsa religión«.

Entre los más insignes mártires de esta persecución, debe ser considerado el Beato Teófanes Vénard, de origen francés, quien ya en su juventud había soñado en el martirio, que al fin sufrió en Tonkín a los treinta y un años de edad, víctima, él y sus compañeros, de las más horribles crueldades, tan típicas de esta persecución.

Ordenado de subdiácono en 1850, entró en el colegio de las Misiones Extranjeras ‘e París, y poco después escribía a una hermana suya estas conmovedoras palabras: «Conocía perfectamente el dolor que mi decisión causaría a toda mi familia y particularmente a ti, mi querida pequeña. ¿Pero no pensáis que también a mí me ha costado lágrimas de sangre el dar este paso y el causaros esta pena? ¿Quién ha tenido más cariño que yo a la casa paterna y a la vida familiar? Toda mi felicidad aquí abajo estaba concentrada en ella. Pero Dios, que nos ha unido a todos con los lazos del más tierno afecto, ha querido separarme para sí».

Su salud delicadísima retrasó su ordenación sacerdotal; pero, apenas realizada ésta en 1852, partió Teófanes para Hong-Konk, y después de dedicarse quince meses al aprendizaje de la lengua, pasó en 1854 al Tonkín. Más de cinco años trabajó con un celo incansable, luchando a la vez con su mala salud y con los horrores de la más implacable persecución. Hasta qué punto llegó la crueldad de los perseguidores, se expresa en estas palabras que escribía él mismo: «Se ha dado la orden de aprisionar a todos los cristianos y de martirizarlos por el sistema denominado lang-tri, consistente en una tortura lenta, cortándoles primero los pies hasta los tobillos; luego hasta las rodillas; luego los dedos, luego hasta los antebrazos y siguiendo de este modo hasta que no les quede más que un tronco enteramente mutilado».

Son interesantes los datos que comunica sobre los sufrimientos a que se veían sometidos y la situación desesperada en que se encontraban, todo lo cual es la más elocuente prueba del elevado espíritu que a todos les animaba. «Tres misioneros, dice, entre los cuales hay un obispo, yacen ya uno al lado de otro, día y noche, en un espacio de una vara y media cuadrada. No tenemos más luz ni más aire para respirar que tres agujeros del grosor de un dedo, practicados en la. pared, que nuestra anciana sirvienta se ve obligada a ocultar por medio de unos manojos de leña tirados por fuera.»

En noviembre de 1860 fue apresado y metido durante dos meses en una caja, semejante al calabozo descrito anteriormente. Pero él se industrió para escribir desde allí: «Estos días los he pasado tranquilamente. Todos los que me rodean son respetuosos conmigo y me quieren… No he sido sometido a tortura, como mis hermanos. Sin embargo, debido a la brutalidad del verdugo, al ser decapitado, se cometió con él un espectáculo horripilante, después de lo cual, según lo describe uno de los testigos, «una gran turba de gente se abalanzó sobre el cadáver con el fin de empapar lienzos de lino y pañuelos de papel en la sangre del mártir». Esto sucedió el 2 de febrero de 1861.

En 1851 y 1852 fueron decapitados otros dos misioneros de las Misiones Extranjeras de París, los Beatos Auqusto Schöffler y Juan Luis Bonnard. Schöffler, al estallar la persecución el año 1851, fue apresado y tuvo que sufrir horriblemente en la cárcel, con el gran marco de madera que la agarrotaba el cuello y los pesados grillos que apresaban sus miembros, además de la suciedad y de la compañía que lo rodeaba.

Entre los demás mártires de esta horrible persecución, citemos al Beato Esteban Teodoro Guénot, quien por su dignidad de obispo y sus relevantes méritos merece ser destacado de un modo especial.

Ingresado en el seminario de Misiones Extranjeras de París, llegó, en 1829, a Annam. Dedicado de lleno al trabajo misionero, al estallar en este territorio la persecución en 1833, se refugió en Siam junto con algunos seminaristas indígenas; pero, no obstante todas las contrariedades que se sucedieron, se acreditó de tal modo por su intrepidez y abrasado celo, que en 1835 fue consagrado obispo auxiliar de Mgr. Taberd. Entretanto continuaba la persecución devastando las cristiandades del Annam; sin embargo, Mgr. Guénot se arriesgó a entrar en aquel territorio, procurando desde sus escondrijos sostener a los cristianos indígenas e instruir y alentar a los catequistas.

Quince años duró este trabajo agotador de Mgr. Guénot, con el cual logró organizar tres vicariatos apostólicos separados en la Cochinchina, cada uno de los cuales servido por unos veinte sacerdotes, siendo así que al llegar no había más que una docena para todo el territorio. A los veinticinco años de episcopado, durante los cuales no había cesado la persecución, se desencadenó una nueva racha de fanatismo en la provincia de Binh-Dinh, que hasta entonces había gozado de una relativa paz.

En estas circunstancias, el obispo Guénot se ocultó en la casa de un cristiano, donde tuvo que sufrir horriblemente, hasta que, exhausto de fuerzas, fue apresado por los emisarios del mandarín. Arrojado en un estrecho calabozo, donde apenas podía respirar, fue conducido luego al lugar principal del distrito, donde al poco tiempo murió en la cárcel por efecto de tantos sufrimientos. Su muerte ocurrió el 14 de noviembre de 1862. Dos años antes habían sufrido el martirio otros dos obispos.

Los veinticinco mártires del Tonkín, beatificados en 1951 por el papa Pío XII, sufrieron el martirio entre 1857 y 1862 durante la persecución de Yu-Duk. A su cabeza van los obispos españoles Beatos José Sanjurjo y Melchor Sampedro. Poco antes de morir por Cristo, escribía el primero: «Estoy sin casa, sin libros, sin ropa. No tengo nada. Pero estoy tranquilo y soy feliz por verme digno de parecerme un poco a Nuestro Señor, que dijo que el Hijo del hombre no tenia dónde reclinar su cabeza». Los demás eran indigenas indochinos, y excepto cuatro, todos eran laicos.

El ejemplo de tan heroicos mártires, tan próximos a nosotros, es particularmente apto para alentar a los cristianos de nuestros días en medio de los combates que nos exija el cumplimiento de nuestros deberes profesionales y religiosos.

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