Narración de la vida de Santo Domingo de Guzmán, contada a los niños con libertad y fantasía, cuya fiesta celebramos el día 8 de agosto.
El Cachorrito de la Antorcha
Caleruega es un pueblo pequeño, pero importante. Tiene una bella iglesia, una torre fortaleza y la mansión señorial del Gobernador del Rey de Castilla. Este se llama Don Félix de Guzmán.
Aquella mañana, familiares y deudos llaman ruidosamente a las puertas. Felicitan al Gobernador de la Plaza porque le ha nacido un hijo al que llaman Domingo. En las almenas de la torre cuadrangular suenan los tambores y trompetas de los soldados. Los cocineros vigilan los sabrosos y abundantes guisados de sus calderas. Hoy es fiesta para todos y fiesta grande.
También la mamá rebosa alegría y ternura mientras contempla al niño. Es de tamaño mediano, piel suave y ojos bellos. Mirando con emoción al niño, recuerda un extraño y misterioso sueño. Meses atrás soñó llevar en sus entrañas un cachorrito blanco y negro que sujetaba en la boca una antorcha encendida.
Juana de Aza no podía saber entonces que su hijo sería el primer dominico vestido de blanco y negro. Los cachorros defienden las casas con sus ladridos y con los dientes si es necesario. Domingo, que ahora es un bebé feliz en los brazos de mamá, defenderá a la iglesia con la antorcha luminosa de su palabra.
Moros y cristianos
Domingo crece entre el sonido y el brillo de las espadas. España está en guerra contra el moro invasor. Los soldados se adiestran ante los ojos fascinados de los niños. En las largas noches de invierno, junto al fuego de las chimeneas, las hazañas y proezas de los grandes capitanes y guerreros animan las veladas. Los niños escuchan a los mayores y se imaginan que visten ya el pesado traje de los cruzados.
Domingo tiene otros sueños. Quiere ser soldado de Cristo en otra forma. Con sus amigos sube a la cima de la colina inmensa. Detrás de las lomas hay otros pueblos, hombres que sufren, gentes en guerra, cristianos que se pudren en las mazmorras, hombres y mujeres que no conocen a Cristo. Todos ellos son hijos de Dios y no han nacido para odiarse… ¡Si él pudiera predicarles el Evangelio…!
En esas tardes de juegos y sueños infantiles sobre el vecino montículo, mientras sus compañeros entrecruzan sus espadas de madera jugando a moros y cristianos, el pequeño Domingo decide ser MISIONERO. Un predicador que enseñará a todos los hombres a amarse como hermanos, a ayudarse unos a otros.
Las pieles muertas
A los seis años ya hay que estudiar. Al pequeño Domingo lo sientan frente a unos libros grandotes y misteriosos. No hay imprentas y tampoco papel en esa época. Los pocos que existen están escritos a mano sobre pieles de distintos animales. Un libro en 1177 es un tesoro con más valor que el oro y la plata.
Los años pasan para Domingo entre lecturas y oraciones. Primero junto a un tio sacerdote en Gumiel. Después en las escuelas de la floreciente universidad de Palencia. A unas pieles siguen otras. A unos libros enormes suceden otros más gruesos. La carrera ha sido larga entre las pieles muertas que guardaban la sabiduría humana y divina del siglo XII.
Cuando llega a ser un hombre, la sabiduría de Domingo es mucha pero su corazón está intranquilo. Conoce mejor las miserias y la pobreza de la gente. Quiere ayudar a que sea feliz. Los libros le parecen tristes e inútiles si no sirven para sacar a los hombres de sus errores y aliviarlos en sus necesidades. Cuando una viejita le pide limosna para pagar el rescate de su hijo esclavo entre los moros, vende sus pergaminos y le entrega la plata diciendo: «No quiero estudiar más sobre pieles muertas, mientras los hombres vivos mueren de hambre».
Desde aquel día los pies del misionero Domingo empezaron a andar los caminos del mundo haciendo el bien a todos.
En busca de una princesa
En la primavera de 1203 Domingo tiene 33 años. Es un hombre lleno de sabiduría y de virtudes. Famoso ya por sus predicaciones del Evangelio.
El Rey de Castilla está buscando una esposa para su hijo. Ha puesto sus ojos en una lejana princesa de la brumosa corte de Dinamarca. Para concertar el matrimonio envía como embajadores al Obispo de Osma y al ya célebre sacerdote Domingo de Guzmán. La comitiva real parte a caballo con regalos y presentes para la novia.
El matrimonio real no llegó a celebrarse nunca porque la princesa muere sin conocer a su prometido. Pero el viaje sirve a Domingo para conocer su campo de trabajo: el sur de Francia. La región estaba enferma de gravedad. Las herejías apartan de la Iglesia a miles de cristianos. Como una enfermedad maligna y contagiosa se extienden las malas doctrinas envenenando el corazón y la fe de las gentes sencillas.
Domingo contempla con desconsuelo el panorama. Reza al buen Dios por aquellos cristianos equivocados y decide quedarse entre ellos. Dedicará su vida a sacar de sus errores a los herejes hasta conducirlos de nuevo al seno de la Iglesia.
La joven princesa ha muerto sin ser reina de Castilla, pero miles de almas vivirán por la predicación de Domingo, el misionero de la verdad.
Con los pies descalzos
Las costumbres de la época hacían de los predicadores unos impresionantes personajes. Aparecían como grandes príncipes respaldados por la autoridad del Papa. Marchaban en caballos magníficamente enjaezados, rodeados de enormes comitivas y precedidos siempre por las insignias y estandartes pontificios. Los pueblos los temían y criticaban, pero pocas veces se convertían a sus razonamientos.
Domingo rechaza este lujo principesco y vuelve sus ojos a la predicación de los Apóstoles. Sabe que la buena doctrina llega al corazón de las personas cuando va respaldada con ejemplos de humildad y sencillez. Recorre los pueblos cantando por los caminos con un hábito pobre, con los pies descalzos y pidiendo a las puertas la comida y la bebida para su sustento. Todo su equipaje es el Evangelio y las epístolas. No descansa. Quiere anunciar la Palabra de Dios de día y de noche, en las iglesias y en las plazas, por los campos y en los caminos. ¡Incansable misionero!
Las gentes se sienten atraídas por sus palabras y su santidad. Le siguen de pueblo en pueblo olvidándose hasta del descanso y la comida. Los mismos que rechazaban a los predicadores pontificios siguen ahora a Domingo con devoción y entusiasmo. Aquellas andanzas de Fray Domingo las recuerda Sor Sonrisa:
Dominique, nique… nique pobremente por ahí, va él cantando amor. Y lo alegre de su canto solamente habla de Dios, de la Palabra de Dios.
La prueba del fuego
Las predicaciones de Domingo ganan cada día simpatías y nuevos seguidores. Las conversiones se multiplican y eso no agrada a los jefes de la herejía que hacen de Domingo el blanco de sus ataques y rencores.
Por aquellos días toda cuestión dudosa se esclarece en duelos, justas caballerescas o con la prueba del fuego. La razón la tiene el que vence. La verdad o la honradez de una persona o doctrina la determina las lanzas o las llamas de una hoguera. Es «el juicio de Dios» que estará siempre de parte del inocente.
A esta prueba someten los herejes a fray Domingo. Le piden que escriba sus predicaciones en un libro y ellos ponen en otro sus doctrinas. El fuego decidirá dónde está la verdad. Domingo acepta el desafío confiando en Dios más que en el método brutal y primitivo de aclarar la verdad. De todas formas no puede negarse porque en la plaza pública se elevan las llamas. El pueblo entero se congrega expectante. Cuando los libros son arrojados a la hoguera, Domingo no mira, reza al Buen Dios. Por los aires salta un libro. Es devuelto al fuego una segunda y tercera vez. Y otras tantas sale intacto de las llamas como impulsado por un resorte mágico. La muchedumbre grita de entusiasmo y se arrodilla aceptando el «juicio de Dios». El libro de Domingo está en medio de la plaza. El de los herejes se retuerce crepitante entre las llamas. Dios ha hablado por el fuego y el pueblo entero sigue al santo.
Las queridas Hermanas
Un grupo de mujeres convertidas de la herejía siguen constantemente a Domingo en sus correrías apostólicas. Se sienten contagiadas del espíritu misionero del santo y procuran imitarle y ayudarle. Son las primeras hijas espirituales y él las ama y aconseja como a tales. En ellas ve una buena semilla de santidad y vida cristiana. Las reúne a todas en el monasterio de Prouille formando la primera comunidad de Hermanas Dominicas. La semilla puesta en tierra crece y se multiplica pronto. Por donde pasa Domingo deja sembrado uno de estos oasis de oración y de paz.
De primera intención las Hermanas Dominicas nacen para la oración y el canto de las alabanzas divinas. Con el tiempo se hacen presentes en todas las necesidades de la Iglesia. Hoy los hábitos blancos de las Hermanas están en las selvas y en los hospitales, en los claustros silenciosos y en los bulliciosos patios de los colegios, sobre las nieves polares y junto a las palmeras de los trópicos.
Todas son hijas de Domingo. Nacieron en su corazón y en él aprendieron su amor a la verdad y su abnegada entrega al servicio de la Iglesia.
Fray Domingo que adivinaba esta hermosa cosecha de santas, mártires, profesoras y misioneras las llamaba con agradecida ternura «las queridas hermanas».
Campeones de la Fe
Los largos años de fervorosa predicación, las noches de oración y penitencia, los incontables caminos recorridos empiezan a dar su cosecha. Para Domingo el agotamiento, las arrugas de los años y las enfermedades. Para la Iglesia, una nueva generación de predicadores del evangelio.
Un grupo de discípulos han ido naciendo en torno al santo, formados con sus palabras y maravillosos ejemplos. Son dieciséis en total. Es el revelo, los hijos que continuarán la obra por todo el mundo. Una visión llena al santo de alegría. Estaba en oración en la gran basílica romana y vio que se le acercaban los apóstoles San Pedro y San Pablo. El primero le entrega un báculo y el segundo un libro, mientras le dicen: Vete y predica porque Dios te ha elegido para este ministerio. Entonces Domingo contempla a todos sus hijos esparcidos por el mundo, yendo de dos en dos a predicar por los pueblos la palabra divina.
El Papa confirma estos sueños y nace la Orden de los Hermanos Predicadores. Domingo mismo se encarga de enviar a sus frailes a los centros más importantes del mundo. La pequeña antorcha del cachorrito crece hasta hacerse una lumbrera que ilumina a la Iglesia y al mundo con profesores, sacerdotes, mártires, misioneros, predicadores incansables del Evangelio. El canto de amor y de verdad que entonaba Domingo por los caminos, lo siguen elevando hoy sus hijos desde todos los rincones del mundo.
Las Campanas de Santa María
La vida es como un camino y Dios está al final. Para Domingo ese final estaba en la pequeña iglesia de Santa María del Monte, que se alza, solitaria y tranquila, sobre una colina. Al fondo se distingue la ciudad de Bolonia.
Las campanas de la iglesia tañen a intervalos cortos esp antando a las palomas que revolotean con el aire caluroso de agosto. En el interior de la iglesia yace Domingo gravemente enfermo. Le rodean sus frailes y las hermosas figuras de los Apóstoles pintadas en los muros. Corre el año 1221. Tan solo cincuenta años atrás los soldados del Gobernador de Caleruega anunciaban con el alegre redoble de sus tambores, el nacimiento de Domingo.
Es la hora del abrazo con el Buen Dios a quien ha servido en todo momento. El corazón del santo está en paz y en su rostro se dibuja una serena tranquilidad.
21La tristeza está solo en sus hijos que le rodean emocionados y en las campanas que suenan religiosas y solemnes. Domingo los mira a todos con cariño y manda que recen.
A los doce años de su muerte, el Papa Gregorio IX le declara santo. Desde el cielo bendice a los que le aman y recuerdan, mientras sus hijos continúan su gran obra misionera.
«Contagió a todos los niños de su gran amor a Dios;
y a sus hermanos piadosos en su Orden los fundió»
Dominique, nique… nique…