Evangelio del día: Apacienta mis ovejas

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Juan 21, 15-19. Viernes de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. Hermano: ¿Quién eres ante Dios? ¿Cuáles son tus pruebas? ¿Qué te está diciendo el Señor a través de ellas? ¿Sobre qué te estás apoyando para superarlas?

Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». El le respondió: «Sí, Señor, saber que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras». De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 25, 13-21

Salmo: Sal 103(102), 1-2.11-12.19-20

Oración introductoria

Jesucristo, hoy me preguntas si te amo y yo te respondo con todo mi corazón: ¡Sí, te amo! Quiero decírtelo no sólo con mis palabras, sino con mi vida toda: te amo, creo en Ti y en Ti confío.

Petición

Señor, acrecienta en mi alma la virtud de la fe para amarte por encima de todas las cosas y amar a mi prójimo, como a mí mismo.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos en el episcopado:

Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos hacen reflexionar. A mí me hicieron reflexionar mucho. He hecho como una meditación para nosotros Obispos, primero para mí, Obispo como vosotros, y la comparto con vosotros.

Es significativo —y estoy por ello especialmente contento— que nuestro primer encuentro tenga lugar precisamente aquí, en el sitio que custodia no sólo la tumba de Pedro, sino la memoria viva de su testimonio de fe, de su servicio a la verdad, de su entrega hasta el martirio por el Evangelio y por la Iglesia.

Esta tarde este altar de la Confesión se convierte de este modo en nuestro lago de Tiberíades, en cuyas orillas volvemos a escuchar el estupendo diálogo entre Jesús y Pedro, con las preguntas dirigidas al Apóstol, pero que deben resonar también en nuestro corazón de obispos.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?» (cf. Jn 21, 15 ss).

La pregunta está dirigida a un hombre que, a pesar de las solemnes declaraciones, se dejó llevar por el miedo y había negado.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?».

La pregunta se dirige a mí y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si evitamos responder de modo demasiado apresurado y superficial, la misma nos impulsa a mirarnos hacia adentro, a volver a entrar en nosotros mismos.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?».

Aquél que escruta los corazones (cf. Rm 8, 27) se hace mendigo de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, preámbulo y condición para apacentar sus ovejas, sus corderos, su Iglesia. Todo ministerio se funda en esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, en el abajarse, como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses, y a la donación total (cf. 2, 6-11).

Por lo demás, la consecuencia del amor al Señor es darlo todo —precisamente todo, hasta la vida misma— por Él: esto es lo que debe distinguir nuestro ministerio pastoral; es el papel de tornasol que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido respondiendo a la llamada de Jesús y en qué medida estamos vinculados a las personas y a las comunidades que se nos han confiado. No somos expresión de una estructura o de una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, por lo tanto a edificar la comunidad en la caridad fraterna.

No es que esto se dé por descontado: también el amor más grande, en efecto, cuando no se alimenta continuamente, se debilita y se apaga. No sin motivo el apóstol Pablo pone en guardia: «Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).

La falta de vigilancia —lo sabemos— hace tibio al Pastor; le hace distraído, olvidadizo y hasta intolerante; le seduce con la perspectiva de la carrera, la adulación del dinero y las componendas con el espíritu del mundo; le vuelve perezoso, transformándole en un funcionario, un clérigo preocupado más de sí mismo, de la organización y de las estructuras que del verdadero bien del pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al Señor, incluso si formalmente se presenta y se habla en su nombre; se ofusca la santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.

¿Quiénes somos, hermanos, ante Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos muchas; cada uno de nosotros conoce las suyas. ¿Qué nos está diciendo el Señor a través de ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas?

Como lo fue para Pedro, la pregunta insistente y triste de Jesús puede dejarnos doloridos y más conscientes de la debilidad de nuestra libertad, tentada como lo es por mil condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan desconcierto, frustración, incluso incredulidad.

No son ciertamente estos los sentimientos y las actitudes que el Señor pretende suscitar; más bien, se aprovecha de ellos el Enemigo, el Diablo, para aislar en la amargura, en la queja y en el desaliento.

Jesús, buen Pastor, no humilla ni abandona en el remordimiento: en Él habla la ternura del Padre, que consuela y relanza; hace pasar de la disgregación de la vergüenza —porque verdaderamente la vergüenza nos disgrega— al entramado de la confianza; vuelve a donar valentía, vuelve a confiar responsabilidad, entrega a la misión.

Pedro, que purificado en el fuego del perdón pudo decir humildemente «Señor, Tú conoces todo; Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). Estoy seguro de que todos nosotros podemos decirlo de corazón. Y Pedro purificado, en su primera Carta nos exhorta a apacentar «el rebaño de Dios […], mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana […], no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 P 5, 2-3).

Sí, ser Pastores significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, a pesar de nuestra debilidad, y asumir hasta el final la responsabilidad de caminar delante del rebaño, libres de los pesos que dificultan la sana agilidad apostólica, y sin indecisión al guiarlo, para hacer reconocible nuestra voz tanto para quienes han abrazado la fe como para quienes aún «no pertenecen a este rebaño» (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya casa no conoce exclusión de personas o de pueblos, como anunciaba proféticamente Isaías en la primera Lectura (cf. Is 2, 2-5).

Por ello, ser Pastores quiere decir también disponerse a caminar en medio y detrás del rebaño: capaces de escuchar el silencioso relato de quien sufre y sostener el paso de quien teme ya no poder más; atentos a volver a levantar, alentar e infundir esperanza. Nuestra fe sale siempre reforzada al compartirla con los humildes: dejemos de lado todo tipo de presunción, para inclinarnos ante quienes el Señor confió a nuestra solicitud. Entre ellos, reservemos un lugar especial, muy especial, a nuestros sacerdotes: sobre todo para ellos que nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta permanezcan abiertas en toda circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros Obispos: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! Son nuestros hijos y nuestros hermanos.

Queridos hermanos, la profesión de fe que ahora renovamos juntos no es un acto formal, sino renovación de nuestra respuesta al «Sígueme» con el que concluye el evangelio de Juan (21, 19): lleva a desplegar la propia vida según el proyecto de Dios, comprometiendo todo de sí mismo por el Señor Jesús. Que de aquí brote ese discernimiento que conoce y se hace cargo de los pensamientos, de las expectativas y necesidades de los hombres de nuestro tiempo.

Con este espíritu, agradezco de corazón a cada uno de vosotros vuestro servicio, vuestro amor a la Iglesia.

¡La Madre está aquí! Os pongo, y también yo me pongo, bajo el manto de María, Nuestra Señora.

 

Madre del silencio, que custodia el misterio de Dios,

líbranos de la idolatría del presente, a la que se condena quien olvida.

Purifica los ojos de los Pastores con el colirio de la memoria: volveremos a la lozanía de los orígenes, por una Iglesia orante y penitente.

Madre de la belleza, que florece de la fidelidad al trabajo cotidiano,

despiértanos del torpor de la pereza, de la mezquindad y del derrotismo.

Reviste a los Pastores de esa compasión que unifica e integra: descubriremos la alegría de una Iglesia sierva, humilde y fraterna.

Madre de la ternura, que envuelve de paciencia y de misericordia,

ayúdanos a quemar tristezas, impaciencias y rigidez de quien no conoce pertenencia.

Intercede ante tu Hijo para que sean ágiles nuestras manos, nuestros pies y nuestro corazón: edificaremos la Iglesia con la verdad en la caridad.

Madre, seremos el Pueblo de Dios, peregrino hacia el Reino.

Amén.

 

Santo Padre Francisco: Profesión de fe

Homilía del jueves, 23 de mayo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Los fieles cristianos laicos

897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).

La vocación de los laicos

898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).

899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo

901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).

902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).

903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).

Su participación en la misión profética de Cristo

904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).

«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th.  3, q. 71, a.4, ad 3).

905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).

Su participación en la misión real de Cristo

908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).

909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).

910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).

911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.

912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).

913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG 33).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía para pedirle perdón por todas mis faltas de amor hacia Él.

Diálogo con Cristo

Jesús, decirte cuánto te quiero con palabras es fácil, lo complicado es demostrártelo permanente en mi quehacer diario. Te ofrezco ser fiel a la oración, a la formación, al apostolado. Con tu gracia, lo puedo lograr.

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