por aprendemosencatequesis.blogspot.com.es | 24 Abr, 2013 | Despertar religioso Juegos
Con motivo de la próxima festividad de san José, os ofrecemos el siguiente laberinto para que los más peques de la familia se diviertan jugando y coloreando a san José y a la Virgen María.
Podéis acceder a las láminas pulsando los enlaces de texto o las imágenes.
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Ayuda a san José a encontrar a María
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Fuente original: aprendemosencatequesis.blogspot.com.es
por Enciclopedia católica | 22 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Cuando se ha partido de aquí de esta vida, ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida.
San Cipriano
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La satisfacción
La absolución dada por el sacerdote a un penitente que confiesa sus pecados con las disposiciones apropiadas, remite tanto la culpa como el castigo eterno (del pecado mortal). Sin embargo, permanece una especie de deuda con la justicia Divina que debe ser cancelada aquí o en el más allá. Para ser cancelada, el penitente recibe de su confesor lo que usualmente se llama «penitencia», en la forma de ciertas oraciones que el penitente debe decir o ciertas acciones que debe realizar, tal como visitas a una iglesia, las Estaciones de la Cruz, etc. Limosnas, proezas, ayunos, y oraciones que son los medios más importantes de satisfacción, aunque pueden ser impuestas, otras obras penitenciales.
La calidad y extensión de la penitencia está determinada por el confesor de acuerdo a la naturaleza de los pecados revelados, las circunstancias especiales del penitente, su responsabilidad de recaer, y la necesidad de erradicar hábitos malignos. A veces, la penitencia es tal que debe ser realizada inmediatamente; en otros casos puede requerir más o menos un tiempo considerable como por ejemplo, lo que sea prescrito para cada día durante una semana o mes. Pero incluso entonces, el penitente puede recibir otro sacramento (ejemplo, la Santa Comunión) inmediatamente después de la confesión, dado que la absolución restaura al penitente al estado de gracia. Está sin embargo, bajo la obligación de continuar la realización de su penitencia hasta que esté completa.
En lenguaje teológico, esta penitencia es llamada satisfacción y es definida, en las palabras de Santo Tomás: «El pago de un castigo temporal debido y a cuenta de una ofensa cometida contra Dios por el pecado» (Suppl. A la Summa, Q. XII, a. 3). Es un acto de justicia requerido por la injuria hecha al honor de Dios, hasta el punto al menos donde el pecador pueda reparar (poena vindicativa); también es un remedio preventivo en tanto y en cuanto tiene la intención de impedir la posterior comisión del pecado (poena medicinalis). La satisfacción no es, como la contricción y la confesión, una parte esencial del sacramento, porque el efecto primario, es decir, la remisión de la culpa y el castigo temporal—se obtienen sin la satisfacción; aunque si es una parte integral porque es requisito para obtener el efecto secundario- es decir, la remisión del castigo temporal. La doctrina Católica fue establecida en este punto por el Concilio de Trento, que condena la proposición: «Que el castigo completo es siempre remitido por Dios junto con la culpa, y la satisfacción requerida de los penitentes no es otra que fe a través de la cual ellos creen que Cristo lo ha satisfecho por ellos»; y más aún, la proposición: «Que las llaves fueron dada a las Iglesia sólo para soltar y no para atar también; y que por esto, al imponer penitencia sobre aquellos que se han confesado, los sacerdotes actúan contrariamente al propósito de las llaves y la institución de Cristo; que es una ficción (decir) que luego que el castigo eterno ha sido perdonado en virtud de las llaves, usualmente queda pagar una pena temporal» (Can. «de Sac. poenit.» , 12, 15; Denzinger, «Enchir.», 922, 925).
Contra los errores contenidos en estas declaraciones, el Concilio (Sesión XIV, c. VIII) cita ejemplos conspicuos de las Sagradas Escrituras. La más notable de ellas es el juicio pronunciado sobre David: «Y dijo Natán a David: El Señor ha remitido tu pecado; no morirás. Más, por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá» (Samuel xii, 13, 14). El pecado de David fue perdonado y sin embargo tuvo que sufrir castigo por la pérdida de su hijo. La misma verdad es enseñada por San Pablo (I Cor., xi, 32): «más siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo». El castigo mencionado aquí es un castigo temporal, pero un castigo para la Salvación. «De todas las partes de la penitencia» dice el Concilio de Trento (op.cit), «la satisfacción fue recomendada constantemente por nuestros Padres». Esto fue admitido por los mismos Reformistas. Calvino (Instit., III, iv, 38) dice que toma poco en cuenta lo que los antiguos escritos contienen en relación a la satisfacción porque «prácticamente todos aquellos libros existentes fueron desviados sobre este punto o hablaban muy severamente». Chemnitius («Examen C. Trident.», 4) admite que Tertuliano, Cipriano, Ambrosio y Agustín, ensalzaron el valor de las obras penitenciales; y Flacio Illyricus en las «Centurias» tiene una larga lista de Padres y escritores primitivos quienes, como el admite, los señala como testigos de la doctrina de satisfacción. Algunos de los textos ya citados (Confesión) mencionan expresamente la satisfacción como parte de la penitencia sacramental. A éstos se puede agregar San Agustín quien dice que «El Hombre es forzado a sufrir incluso después de haberse perdonado sus pecados, aunque fue el pecado que lo llevó a esta penalidad. Porque el castigo sobrevive a la culpa, no sea que la culpa deba ser pensada leve si con su perdón, el castigo también termine» (Tract. CXXIV, «En Joann.», n. 5, in P.L., XXXV, 1972); San Ambrosio: «Tan eficaz es la medicina de la penitencia que (en vista de ella) Dios parece que deroga Su sentencia» («De poenit.», 1, 2, c. VI, n. 48, in P.L., XVI, 509); Cesareo de Arles: «Si en la tribulación, no agradecemos a Dios ni nos redimimos de nuestras faltas a través de buenas obras, deberemos ser detenidos en el fuego del purgatorio hasta que los pecados mas leves sean quemados como la madera o la paja» (Sermo CIV, n. 4). Entre los motivos para hacer penitencia sobre lo cual los Padres insistían más frecuentemente es este: Si tu castigas tu propio pecado, Dios te eximirá; pero en ningún caso el pecado quedará sin castigo. O nuevamente ellos declaran que Dios quiere que realicemos la satisfacción de manera que nosotros despejemos nuestras deudas con Su justicia. Es por lo tanto con buena razón que los concilios anteriores – ejemplo Laodicea (372 D.C.) y Cártago IV (397) – enseñan que la satisfacción es para ser impuesta a los penitentes; Y el Concilio de Trento no hace sino reiterar la creencia y práctica tradicional cuando hace obligatorio al confesor, el dar «penitencia». Por lo tanto, también la práctica de otorgar indulgencias, a través de la cual la Iglesia va en asistencia al penitente y pone a su disposición los tesoros de los méritos de Cristo. Las indulgencias, aunque están conectadas muy de cerca con la penitencia, no son parte del sacramento; ellas presuponen la confesión y absolución, y son propiamente llamadas remisiones extra sacramentales del castigo temporal incurrido por el pecado.
Nota: ver también el magisterio de la Iglesia acerca de la satisfacción.
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Fuente original: Enciclopedia católica – Aciprensa
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por CeF | 22 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Llama con tu oración a su puerta, y pide, y vuelve a pedir. No será Él como el amigo de la parábola: se levantará y te socorrerá; no por aburrido de ti: está deseando dar; si ya llamaste a su puerta y no recibiste nada, sigue llamando que está deseando dar. Difiere darte lo que quiere darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido.
San Agustín
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Oración para antes o después del sacramento de la Reconciliación
¡Oh señor!
Presento mis culpas ante Tu presencia,
y quiero recordar las miserias que me han ocasionado.
Si pienso en el mal que he hecho,
muy poco es lo que padezco,
y mucho más lo que he merecido.
Muy grave es la culpa cometida,
y muy insignificante el castigo que sufrí.
Siento la pena del pecado,
pero no quiero evitar las ocasiones de pecar.
Cuando me castigas desfallece mi flaqueza,
y a pesar de eso, no dejo el pecado.
Mi conciencia siente el remordimiento,
pero mi orgullo no quiere doblegarse.
Mi vida está llena de miserias,
pero no se corrige en sus obras.
Señor, si tienes paciencia conmigo, o me corrijo,
y si me castigas,
muy poco dura mi enmienda.
Cuando soy castigado,
reconozco el mal que he hecho,
y cuando ha pasado vuestro castigo,
ya no me acuerdo de aquello mismo por lo que lloré.
Si levantas Tu mano para castigarme,
prometo corregirme,
si suspendes Tu castigo,
no cumplo lo que te he prometido.
Si me castigas,
te pido que me perdones,
si me perdonas,
otra vez te ofendo para que me castigues.
Aquí me tienes, señor,
culpable y confesando haberte ofendido,
y harto sé que si no me perdonas con toda justicia,
tendrías que condenarme.
¡Oh Padre Omnipotente!
¡Oh Padre mio!
Aunque sin mérito alguno de mi parte,
Concédeme lo que te pido,
ya que me has creado de la nada,
para que te rogase.
Te lo pido por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.
Amén.
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Nota: esta oración es un «arreglo o variación» de la oración original de san Agustín del Devocionario Católico de 1959. Podéis leer la oración original en el blog de Angélica Pajares.
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por P. Miguel Ángel Fuentes | 19 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Cuando un hombre descubre sus faltas, Dios las cubre. Cuando un hombre las esconde, Dios las descubre…cuando las reconoce, Dios las olvida.
San Agustín
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En este artículo os presentamos un posible esquema para realizar el rito de la Reconciliación de forma práctica. Antes de acudir al confesor, os aconsejamos tener una idea clara de lo que estamos haciendo; para ello, nada mejor que estudiar o repasar el magisterio de la Iglesia, al que podéis acceder en estos dos artículos: La celebración del sacramento y La confesión de los pecados.
Esquema para realizar el rito de la Reconciliación
Recepción del penitente
El sacerdote te recibirá con amor y amabilidad. Una vez de rodillas en el confesionario (o si es en un lugar diferente al templo, junto al confesor), el penitente comienza diciendo una de las siguientes fórmulas:
- Hacer la señal de la cruz orando: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- Ave María purísima. (el sacerdote contestará: «Sin pecado concebido»).
- Bendígame padre, porque he pecado.
Invitación a la confianza
La realiza el sacerdote y al terminar el penitente dice «Amén».
Lectura
El sacerdote puede leer un pasaje del Evangelio o una oración como:
«El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.»
Confesión de los pecados
El penitente dice la última vez que se confesó, con una frase como «Padre hace X días, meses, años… que me confesé» y dice si cumplió o no la penitencia impuesta en la última confesión.
A continuación, el penitente expone todos sus pecados (los que recuerde). En esta parte, el sacerdote ayudará al penitente, si lo cree necesario, a realizar una confesión íntegra dándole algunos consejos.
Aceptación de la penitencia
A continuación el sacerdote dará la penitencia y el penitente laa aceptará diciendo: «Gracias, Padre» u otra fórmula de agradecimiento con la que el penitente se encuentre cómodo.
Oración del penitente
El penitente manifestará su contrición rezando el Acto de contrición.
Fórmula de la absolución
El sacerdote en nombre y con el poder de Cristo da la absolución, la cual perdona los pecados del penitente.
Alabanza a Dios
Comienza el sacerdote diciendo «Dad gracias al Señor porque es bueno»,
y el penitente responde «Porque es eterna su misericordia».
Despedida del penitente
El sacerdote despide al penitente diciendo «El Señor ha perdonado tus pecados. Vete en paz».
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Para realizar apropiadamente el rito de la Reconciliación, recuerda:
- Que no es necesario acordarse de todo el rito, es normal, sobre todo cuando uno no está acostumbrado. En este caso, lo importante es tener plena confianza en el sacerdote, quien te ayudará a hacer la confesión correctamente.
- Después de la confesión es mejor dar gracias al Señor por el inestimable beneficio del perdón, cumplir inmediatamente la penitencia impuesta y renovar el propósito de huir de los pecados y de sus ocasiones.
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Fuente original: El teóloco responde
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por Misioneros del Sagrado Corazón de Perú | 19 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Los sacrificios no te satisfacen;
si te ofreciera un holocausto no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú, oh Dios, tú no lo desprecias.
Salmo 50. Miserere.
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Os presentamos este artículo redactado por un religioso de los Misioneros del Sagrado Corazón de Perú, el cual os presenta de forma amena y extensa, pero en lenguaje sencillo, el rito de la Reconciliación. Como siempre, os aconsejamos estudiar o repasar el magisterio de la Iglesia, al que podéis acceder en estos dos artículos: La celebración del sacramento y La confesión de los pecados.
Confesión de boca
Al confesor hay que decirle voluntariamente, con humildad, y sin engaño ni mentira, todos y cada uno de los pecados graves no acusados todavía en confesión individual bien hecha; y en orden a obtener la absolución. No tendría carácter de confesión sacramental manifestar los pecados para pedir consejo, obligarle a callar, etc.
Antes de empezar la confesión el sacerdote puede leer al penitente, o recordarle, algún texto o pasaje de la Sagrada Escritura en que se muestre la misericordia de Dios y la llamada del hombre a la conversión.
Dijo el Papa Juan Pablo II el 30 de enero de 1981: «Sigue vigente y seguirá vigente para siempre, la enseñanza del Concilio Tridentino en torno a la necesidad de confesión íntegra de los pecados mortales». Es indispensable manifestar los pecados con toda sinceridad y franqueza, sin intención de ocultarlos o desfigurarlos. Si confesamos con frases vagas o ambiguas con la esperanza de que el confesor no se entere de lo que estamos diciendo, nuestra confesión puede ser inválida y hasta sacrílega. Al confesor hay que manifestarle con claridad los pecados cometidos para que él juzgue el estado del alma según el número y gravedad de los pecados confesados.
La absolución exige, cuando se trate de pecados mortales, que el sacerdote comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados. El confesor debe conocer las posibles circunstancias atenuantes o agravantes, y también las posibles responsabilidades contraídas por ese pecado. También hace falta que el penitente esté en presencia del confesor. No es válida la confesión por teléfono.
Si queda olvidado algún pecado grave, no importa; pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después me acuerdo, tengo que declararlo en otra confesión. Mientras tanto, se puede comulgar. Y no es necesario confesarse únicamente para decirlo, porque ya está perdonado. Pero si la confesión estuvo mal hecha es necesario confesar de nuevo todos esos pecados graves, en otra confesión bien hecha.
En alguna circunstancia excepcional se justifica el callar un pecado grave en la confesión: una vergüenza invencible de decirlo a un determinado confesor, por ejemplo, por la amistad que se tiene con él y no ser posible acudir a otro; si peligra el secreto, porque hay alguien cerca que puede enterarse, y no hay modo de evitarlo (sala de un hospital, confesonario rodeado de gente, etc.). Pero ese pecado grave, ahora lícitamente omitido, hay obligación de manifestarlo en otra confesión.
Si en alguna ocasión quieres confesarte y no encuentras un sacerdote que entienda el español, o tú no puedes hablar, basta que le des a entender el arrepentimiento de tus pecados, por ejemplo, dándote golpes de pecho. Tu gesto basta para que el sacerdote te dé la absolución. Pero estos pecados así perdonados, tienes que manifestarlos la primera vez que te confieses con un sacerdote que entienda el idioma que tú hablas.
Recientemente la Sagrada Congregación de la Fe ha publicado un documento en el que se dan normas sobre la manifestación individual de los pecados en la confesión, y circunstancias en las que puede darse la absolución colectiva: «La confesión individual y completa, seguida de la absolución, es el único modo ordinario mediante el cual los fieles pueden reconciliarse con Dios y con la Iglesia».
«A no ser que una imposibilidad física o moral les dispense de tal confesión».
«Es lícito dar la absolución sacramental a muchos fieles simultáneamente, confesados sólo de un modo genérico, pero convenientemente exhortados al arrepentimiento, cuando visto el número de penitentes, no hubiera a disposición suficientes sacerdotes para escuchar convenientemente la confesión de cada uno en un tiempo razonable, y por consiguiente los penitentes se verían obligados, sin culpa suya, a quedar privados por largo tiempo de la Gracia Sacramental o de la Sagrada Comunión».
Estas condiciones, según algunos, son necesarias para la validez del sacramento, pero los fieles que reciben la absolución colectiva siempre pueden quedar tranquilos, pues Dios suple, ya que ellos pusieron todo de su parte. Hay un principio teológico que dice: «Al que hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia». Es el Obispo diocesano quien debe juzgar de esta conveniencia. Bien pidiéndole permiso previamente, bien comunicándoselo después, si no hubo tiempo de pedirle antes permiso.
El 18 de noviembre de 1988 la Conferencia Episcopal Española publicó un documento, aprobado por la Santa Sede, en el que declara que hoy en España no existen circunstancias que justifiquen la absolución sacramental general. Y el arzobispo de Oviedo, D. Gabino Díaz Merchán dijo a los sacerdotes del Arciprestazgo de Avilés-Centro que las absoluciones colectivas, sin cumplir las condiciones dadas por la Iglesia, son ilícitas e inválidas. La razón es que el ministro que confecciona el sacramento tiene que tener intención de hacer lo que quiere hacer la Iglesia, y la Iglesia no quiere que se administre el sacramento de la penitencia fuera de las condiciones que ella ha puesto.
Quienes hayan recibido una absolución comunitaria de pecados graves deben después confesarse individualmente antes de recibir de nuevo otra absolución colectiva, y, en todo caso, antes del año, a no ser que, por justa causa, no les sea posible hacerlo.
Los fieles que quieran beneficiarse de la absolución colectiva, por estar debidamente dispuestos, deben manifestar mediante algún signo externo que quieren recibir dicha absolución, por ejemplo, arrodillándose, inclinando la cabeza, etc.
Un caso concreto de aplicación de la absolución colectiva sería en peligro de muerte colectiva e inminente, sin tiempo de oír en confesión a cada uno, por ejemplo, momentos antes de estrellarse un avión averiado
Pecados veniales
Los pecados veniales no es necesario decirlos, pero conviene.
La fiebre, aunque sean sólo unas décimas, es señal de que algo va mal en el organismo. El mal siempre hay que combatirlo, aunque no sea grave. En el hospital declaras al médico no sólo las cosas graves, sino también las leves; no sea que se compliquen. Hazlo así al sacerdote para que cure tu alma.
Además de los pecados graves, hay que decirle al confesor cuántas veces se han cometido, y si hay alguna circunstancia agravante que varíe la especie o malicia del pecado.
El Concilio de Trento dice que «por derecho divino es necesario para el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que se acuerde después de un diligente y debido examen, y las circunstancias agravantes que cambian la especie del pecado». No es necesario que cuentes la historia del pecado, pero sí tienes que decir las circunstancias agravantes que varíen la especie o malicia del pecado. Una circunstancia varía la especie o malicia de un pecado, si convierte en grave lo que es leve, o lo opone a distintas virtudes o mandamientos. Por ejemplo: no es lo mismo asesinar a un hombre cualquiera que al propio padre. En el primer caso se peca contra el quinto mandamiento, que manda respetar la vida del prójimo. En el segundo caso se peca, además, contra el cuarto, que manda honrar a nuestros padres.
Las circunstancias pueden cambiar la moralidad de una acción. Nunca las circunstancias pueden hacer buena una acción que de suyo es mala; pero pueden hacer mala una acción que era buena, o hacer peor una acción que ya era de suyo mala. Las circunstancias agravantes de tu pecado tienes que manifestarlas, si al cometerlo advertiste su malicia especial.
También hay circunstancias atenuantes que disminuyen la gravedad del pecado. Por eso no te extrañe que el confesor te pregunte sobre tus pecados; porque debe conocer cuántos y en qué circunstancias cometiste esos pecados que él va a perdonarte. El sacerdote debe ayudarte a hacer una confesión íntegra y a que tu arrepentimiento sea sincero. Debe también darte consejos oportunos e instruirte para que lleves una vida cristiana.
Las principales circunstancias agravantes o atenuantes son:
- Quién: adulterio, si uno de los dos es casado.
- Qué: robar mil pesetas o un millón.
- Cómo: robar con violencia.
- Cuándo: blasfemar en la misa.
- Dónde: pecar en público, con escándalo de otros.
- Porqué: insultar para hacer blasfemar.
Los pecados dudosos no es obligatorio confesarlos, pero conviene hacerlo para más tranquilidad. Los pecados ciertos debes confesarlos como ciertos; y los dudosos, como dudosos. Si confesaste, de buena fe, un pecado grave como dudoso y después descubres que fue cierto, no tienes que acusarte de nuevo, pues la absolución lo perdonó tal como era en realidad. Para que haya obligación de confesar un pecado grave debe constar que ciertamente se ha cometido y ciertamente no se ha confesado.
Al confesor conviene decirle también cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te confesaste. Esto es conveniente decirlo al empezar la confesión.
Hacer una buena confesión evitando los peligros
El que calla voluntariamente en la confesión un pecado grave, hace una mala confesión, no se le perdona ningún pecado, y, además, añade otro pecado terrible, que se llama sacrilegio.
Todas las confesiones siguientes en que se vuelva a callar este pecado voluntariamente, también son sacrílegas. Pero si se olvida, ese pecado queda perdonado, porque pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después uno se acuerda, tiene que manifestarlo diciendo lo que pasó.
Para que haya obligación de confesar un pecado olvidado, hacen falta tres cosas: estar seguro de que:
a) el pecado se cometió ciertamente.
b) que fue ciertamente grave.
c) que ciertamente no se ha confesado.
Si hay duda de alguna de estas tres cosas, no hay obligación de confesarlo. Pero estará mejor hacerlo, manifestando la duda.
Confesión sacrílega
Quien se calla voluntariamente un pecado grave en la confesión, si quiere salvarse, tiene que repetir la confesión entera y decir el pecado que omitió, diciendo que lo hizo dándose cuenta de ello.
Los que han tenido la desgracia de hacer una confesión sacrílega, y desde entonces vienen arrastrando su conciencia, de ninguna manera pueden seguir en ese horrible estado. No desconfíen de la misericordia de Dios. Acudan a un sacerdote prudente, que les acogerá con todo cariño. Bendecirán para siempre el día en que quitaron de su alma ese enorme peso que la atormentaba.
Además, el confesor no se asusta de nada, porque, por el estudio y la práctica que tiene de confesar, conoce ya toda clase de pecados. Es una tontería callar pecados graves en la confesión por vergüenza, porque el confesor no puede decir nada de lo que oye en confesión. Aunque le cueste la vida callar el secreto. Ha habido sacerdotes que han dado su vida antes que faltar al secreto de confesión.
Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo sacramental.
Es pecado ponerse a escuchar confesiones ajenas. Los que, sin querer, se han enterado de una confesión ajena no pecan; pero tienen obligación de guardar secreto. Es curioso que los mismos que ponen dificultades en decir sus pecados al confesor los propagan entre sus amigos, y con frecuencia exagerando fanfarronamente. Lo que pasa es que esas cosas ante sus amigos son hazañas, pero ante el confesor son pecados; y esto es humillante. Por eso para confesarse hay que ser muy sincero. Los que no son sinceros, no se confiesan bien.
Nunca calles voluntariamente un pecado grave, porque tendrás después que sufrir mucho para decirlo, y al fin lo tendrás que decir, y te costará más cuanto más tardes, y si no lo dices, te condenarás. Si tienes un pecado que te da vergüenza confesarlo, te aconsejo que lo digas el primero. Este acto de vencimiento te ayudará a hacer una buena confesión.
El confesor será siempre tu mejor amigo. A él puedes acudir siempre que lo necesites, que con toda seguridad encontrarás cariño y aprecio. Además de perdonarte los pecados, el confesor puede consolarte, orientarte, aconsejarte, etc. Pregúntale las dudas morales que tengas. Pídele los consejos que necesites. Dile todo lo que se te ocurra con confianza. Te guardará el secreto más riguroso.
Los sacerdotes estamos aquí para que los hombres, por nuestro medio, encuentren su salvación en Dios. El perdón de un pecado que, desde el punto de vista sociológico, acaso no tiene gran transcendencia, es en realidad más importante que todo cuanto podamos hacer para mejorar la existencia de los hombres. Hasta Nietzsche, a pesar de su violentísimo anticristianismo, decía que el sacerdote es una víctima sacrificada en bien de la humanidad.
El sacerdote guía a la comunidad cristiana con la predicación de la palabra de Dios, con sus consejos, con sus orientaciones, con su actitud de diálogo, de acogida, de comprensión, con su fidelidad a Jesucristo. El sacerdote es, ante todo, un educador. Dice Juan Pablo II, en su libro Don y Misterio, citando San Pablo, que el sacerdote es administrador de los misterios de Dios: «El sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas».
Cuenta el historiador José de Sigüenza hablando de Fray Hernando de Talavera, Primer Arzobispo de Granada, que la reina Isabel la Católica lo llamó para confesarse con él. Era la primera vez que lo hacía con él. Habían preparado dos reclinatorios, pero el obispo se sentó. Le dijo la reina:
– Ambos hemos de estar de rodillas.
Pero el confesor contestó:
– No, Señora. Vuestra Alteza sí debe estar de rodillas, para confesar sus pecados; pero yo he de estar sentado, porque éste es el Tribunal de Dios y yo estoy aquí representándolo.
Calló la reina y se confesó de rodillas. Después dijo:
– Éste es el confesor que yo buscaba.
No sé cómo llegó a mis manos una hoja que decía:
¡Pobre cura!
Si es joven, le falta experiencia. Si es viejo, ya debe retirarse.
Si canta mal, se ríen. Si canta bien, es un vanidoso.
Si se alarga en el sermón, es un pesado. Si es corto, no sabe qué decir.
Si habla en voz alta, regaña. Si lo hace en tono natural, no se le oye.
Si escucha en el confesonario, es un chismoso. Si confiesa aprisa, no escucha.
Si visita a los feligreses, no está nunca en el despacho. Si no lo hace, es arisco.
Si tiene coche, vive como un rico. Si va a pie, es un antiguo.
Si pide ayuda, es un pesetero. Si no arregla la iglesia, es un abandonado.
Y cuando se muera, muchos lo echarán de menos.
Si tienes la desgracia de tropezar con un religioso o con un sacerdote que no vive conforme a su estado, no te alarmes por eso. A veces, se dan caídas incluso en los que tienen más obligación de servir a Dios. Pero por eso no debe vacilar tu fe. Nuestra fe no descansa en ningún hombre, sino en Dios, que nunca falla. Los hombres están sujetos a cambios. El que hoy es bueno, mañana deja de serlo; y viceversa. También entre los doce Apóstoles hubo un Judas traidor. El sacerdote que no cumple bien sus obligaciones, será juzgado por Dios como se merece. Sin embargo, la religión no deja de ser verdad aunque haya sacerdotes débiles, que no vencen sus pasiones. Lo mismo que la Medicina sigue siendo verdad, aunque hubiera médicos toxicómanos.
Hay sacerdotes malos, pero en proporción muchísimo menor que en cualquier otra profesión. Y por otra parte, la virtud en grado elevado se ha dado siempre en el sacerdocio más que en cualquier otra profesión.
Cuando un sacerdote peca, una persona culta piensa: qué heroísmo el de tantos otros sacerdotes que teniendo las mismas inclinaciones y pasiones sin embargo no sucumben.
Es una injusticia generalizar las faltas, que excepcionalmente se dan en un caso aislado, achacándolas a todos los demás sacerdotes. Como si yo, porque conozco a dos de tu pueblo que son unos borrachos, dijera que todos los de allí sois unos borrachos. Sería injusto con vosotros.
Además las faltas en un sacerdote llaman más la atención, precisamente por eso, por lo excepcionales; una mancha de tinta se ve mucho más en un pantalón claro que el «mono» grasiento de un mecánico. Sobre las acusaciones que se oyen contra los curas te recomiendo: «Yo no creo en los curas» de Yanes.
Es una equivocación el mal concepto que muchos tienen de los sacerdotes. Ningún muchacho se hace sacerdote para pasarlo bien. Y se da cuenta de ello en los largos años de estudios sacerdotales, sometido a una disciplina dura y a unas renuncias muy fuertes: como es renunciar a una novia y renunciar a un hogar. Además, los estudios de un sacerdote son tan largos y costosos como los de un médico o los de un ingeniero, y sin embargo la mayoría de los sacerdotes en España ganan el salario mínimo interprofesional. Hoy, en España, el clero vive por lo general peor que la clase media. Sería ridículo que un muchacho pensara en ser sacerdote para pasarlo bien. Los que aspiran al sacerdocio lo hacen para ser ellos mejores y para hacer el mundo mejor. Porque si no hubiera sacerdotes, los de arriba serían peores de lo que son, los de abajo tendrían menos defensores, y tú en lugar de tener este libro entre tus manos quizás tendrías otro para mal de tu alma.
Y si algún sacerdote no te da buen ejemplo, no te guíes por lo que hace, sino por la doctrina de Cristo que te predica. Ya te avisó Cristo: «Haced lo que os dicen, pero no hagáis según sus obras».
Ellos son responsables de sus obras, y darán a Dios estrecha cuenta de ellas; pero tú tendrás que dar a Dios cuenta de las tuyas. El que otro cometa pecados no justifica el que tú también los cometas. Los dos iréis al infierno, si no pedís perdón a Dios.
La confesión, al perdonarnos los pecados, nos devuelve la gracia santificante (o nos la aumenta, si no la habíamos perdido por el pecado grave). Y con la gracia también nos devuelve el derecho al cielo y nos restaura todos los méritos pasados, que habíamos perdido por el pecado grave.
La confesión es un gran beneficio de Dios que debemos saber estimar y aprovechar. Qué sería de nosotros en la otra vida, si no tuviéramos en ésta un medio para alcanzar el perdón de nuestros pecados»
Por eso la Iglesia, que quiere que aseguremos la salvación, manda que nos confesemos por lo menos una vez al año.
La confesión anual es obligatoria. Pero deberíamos confesarnos con frecuencia. Al menos cada mes. Y esto aunque no haya pecados graves, pues la confesión es un sacramento, que nos dará gracia para ser cada vez mejores.
Si no tienes pecados graves, te confiesas de algún venial, que nunca falta. Y aunque ya te dije que los pecados veniales no es obligatorio confesarlos, siempre es conveniente.
Sin embargo, aunque Dios quiere que me confiese a menudo, y a mí me conviene hacerlo, ningún hombre puede forzarme. Ni mis jefes, ni mis amigos, ni mis familiares, ni un sacerdote, ni nadie.
Los otros podrán aconsejarme que me confiese; pero forzarme, no. La confesión tiene que ser libre.
Que me salga de dentro. Porque la estimo y quiero salvarme. Aunque me cueste. Las medicinas no siempre gustan. Si voy a la confesión forzado y sin dolor, la confesión será una comedia. Y esto es un pecado gravísimo. Para que la confesión valga, tiene que haber arrepentimiento. Si en alguna rarísima ocasión alguien te obliga a confesarte, y tú no estás en disposición de ello, antes de hacer una mala confesión, dile al sacerdote que no vas a con intención de confesarte y que te dé la bendición: los demás no notarán nada, y tú no habrás cometido un sacrilegio.
Por muchos pecados que tengas, y por grandes que sean, nunca debes desconfiar de Dios, sino que debes acudir humildemente a Él y pedir el perdón que Él está deseando darte. Dios odia el pecado, pero ama al pecador; y sólo quiere que se convierta y se salve. Todo confesor tiene obligación de confesar a todo aquel que se lo pida razonablemente.
La absolución del sacerdote es el signo eficaz del perdón de Dios y el momento culminante de la celebración del sacramento de la penitencia.
La absolución tiene lugar cuando el sacerdote pronuncia la fórmula sacramental: Yo te absuelvo de tus pecados, al mismo tiempo que traza la señal de la cruz sobre el penitente.
Fuente original: Misioneres del Sagrado Corazón en Perú
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por Papa emérito Benedicto XVI | 18 Abr, 2013 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas:
Con motivo de la 50 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el 21 de abril de 2013, cuarto domingo de Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre el tema: «Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe», que se inscribe perfectamente en el contexto del Año de la Fe y en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. El siervo de Dios Pablo VI, durante la Asamblea conciliar, instituyó esta Jornada de invocación unánime a Dios Padre para que continúe enviando obreros a su Iglesia (cf. Mt 9,38). «El problema del número suficiente de sacerdotes –subrayó entonces el Pontífice– afecta de cerca a todos los fieles, no sólo porque de él depende el futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este problema es el índice justo e inexorable de la vitalidad de fe y amor de cada comunidad parroquial y diocesana, y testimonio de la salud moral de las familias cristianas. Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y religioso, se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio» (Pablo VI, Radiomensaje, 11 abril 1964).
En estos decenios, las diversas comunidades eclesiales extendidas por todo el mundo se han encontrado espiritualmente unidas cada año, en el cuarto domingo de Pascua, para implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción pastoral y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que, al mismo tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente por insatisfacciones y fracasos. ¿Dónde se funda nuestra esperanza? Contemplando la historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento, vemos cómo, también en los momentos de mayor dificultad como los del Exilio, aparece un elemento constante, subrayado particularmente por los profetas: la memoria de las promesas hechas por Dios a los Patriarcas; memoria que lleva a imitar la actitud ejemplar de Abrahán, el cual, recuerda el Apóstol Pablo, «apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia» (Rm 4,18). Una verdad consoladora e iluminante que sobresale a lo largo de toda la historia de la salvación es, por tanto, la fidelidad de Dios a la alianza, a la cual se ha comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre la ha quebrantado con la infidelidad y con el pecado, desde el tiempo del diluvio (cf. Gn 8,21-22), al del éxodo y el camino por el desierto (cf. Dt 9,7); fidelidad de Dios que ha venido a sellar la nueva y eterna alianza con el hombre, mediante la sangre de su Hijo, muerto y resucitado para nuestra salvación.
En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida esperanza y rezar con el salmista: «Descansa sólo Dios, alma mía, porque él es mi esperanza» (Sal 62,6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente unidas. De hecho, «»esperanza», es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras «fe» y «esperanza» parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la «plenitud de la fe» (10,22) con la «firme confesión de la esperanza» (10,23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3,15), «esperanza» equivale a «fe»» (Enc. Spe salvi, 2).
Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de Dios en la que se puede confiar con firme esperanza? En su amor. Él, que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo su amor, mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Y este amor, que se ha manifestado plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra existencia, pide una respuesta sobre aquello que cada uno quiere hacer de su propia vida, sobre cuánto está dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente. El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Y este amor exigente, profundo, que va más allá de lo superficial, nos alienta, nos hace esperar en el camino de la vida y en el futuro, nos hace tener confianza en nosotros mismos, en la historia y en los demás. Quisiera dirigirme de modo particular a vosotros jóvenes y repetiros: «¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza!» (Discurso a los jóvenes de la diócesis de San Marino-Montefeltro, 19 junio 2011).
Como sucedió en el curso de su existencia terrena, también hoy Jesús, el Resucitado, pasa a través de los caminos de nuestra vida, y nos ve inmersos en nuestras actividades, con nuestros deseos y nuestras necesidades. Precisamente en el devenir cotidiano sigue dirigiéndonos su palabra; nos llama a realizar nuestra vida con él, el único capaz de apagar nuestra sed de esperanza. Él, que vive en la comunidad de discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a seguirlo. Y esta llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús repite: «Ven y sígueme» (Mc 10,21). Para responder a esta invitación es necesario dejar de elegir por sí mismo el propio camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Significa entregar la propia vida a él, vivir con él en profunda intimidad, entrar a través de él en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo y, en consecuencia, con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con Jesús es el «lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y donde la vida será libre y plena.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con él, para entrar en su voluntad. Es necesario, pues, crecer en la experiencia de fe, entendida como relación profunda con Jesús, como escucha interior de su voz, que resuena dentro de nosotros. Este itinerario, que hace capaz de acoger la llamada de Dios, tiene lugar dentro de las comunidades cristianas que viven un intenso clima de fe, un generoso testimonio de adhesión al Evangelio, una pasión misionera que induce al don total de sí mismo por el Reino de Dios, alimentado por la participación en los sacramentos, en particular la Eucaristía, y por una fervorosa vida de oración. Esta última «debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente» (Enc. Spe salvi, 34).
La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad cristiana, en la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo sostiene suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada, para que sean signos de esperanza para el mundo. En efecto, los presbíteros y los religiosos están llamados a darse de modo incondicional al Pueblo de Dios, en un servicio de amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella firme esperanza que sólo la apertura al horizonte de Dios puede dar. Por tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico, pueden transmitir, en particular a las nuevas generaciones, el vivo deseo de responder generosamente y sin demora a Cristo que llama a seguirlo más de cerca. La respuesta a la llamada divina por parte de un discípulo de Jesús para dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, se manifiesta como uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a mirar con particular confianza y esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de evangelización. Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la predicación del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para el sacramento de la reconciliación. Por eso, que no falten sacerdotes celosos, que sepan acompañar a los jóvenes como «compañeros de viaje» para ayudarles a reconocer, en el camino a veces tortuoso y oscuro de la vida, a Cristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6); para proponerles con valentía evangélica la belleza del servicio a Dios, a la comunidad cristiana y a los hermanos. Sacerdotes que muestren la fecundidad de una tarea entusiasmante, que confiere un sentido de plenitud a la propia existencia, por estar fundada sobre la fe en Aquel que nos ha amado en primer lugar (cf. 1Jn 4,19). Igualmente, deseo que los jóvenes, en medio de tantas propuestas superficiales y efímeras, sepan cultivar la atracción hacia los valores, las altas metas, las opciones radicales, para un servicio a los demás siguiendo las huellas de Jesús. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de recorrer con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel gozo que el mundo no puede dar, seréis llamas vivas de un amor infinito y eterno, aprenderéis a «dar razón de vuestra esperanza» (1 P 3,15).
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Fuente original: Página web de la Santa Sede
Vaticano, 6 de octubre de 2012
Santo Padre Emérito Benedicot XVI
por Varios en internet | 18 Abr, 2013 | Despertar religioso Juegos
Con motivo de la próxima Jornada Mundial de la Oración por las Vocaciones el domingo 21 de abril, os ofrecemos las siguientes láminas para que los más pequeños de la familia se diviertan coloreando religiosos.
Podéis acceder a las láminas pulsando los enlaces de texto o las imágenes.
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¡Colorea religiosos!
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por Jesús Marti Ballester | 17 Abr, 2013 | Postcomunión Vida de los Santos
Con motivo del día de san Jorge de Capadocia, patrón de las Comunidades de Aragón y de Castilla y León, el día 23 de abril, os presentamos su biografía..
Leyenda
En la Edad Media fue inmensa su popularidad que fue causa de su veneración incluso entre los musulmanes. El origen de la leyenda de san Jorge data del siglo IV. Nació en una familia cristiana de finales del siglo III. Su padre Geroncio, de Capadocia, era oficial en el ejército romano. Su madre Policromía quedó viuda y regresó con su joven hijo a su ciudad natal, Lydda, luego Diospolis, y en la actualidad Lod, en Israel. Dio una buena educación a su hijo, que al llegar a la mayoría de edad se alistó en el ejército, la carrera de su padre. Ascendió muy pronto de grado, y llegó a ser tribuno y comes y destinado a Nicomedia como miembro de la guardia personal del emperador romano Diocleciano.
ersecución de los cristianos
En 303, Diocleciano decretó la persecución cruel de los cristianos en todo el imperio, que fue continuada por Galerio. San Jorge recibió órdenes de participar en la persecución, pero prefirió profesar su religión y se atrevió a criticar la decisión del emperador, por lo que Diocleciano reaccionó ordenando la tortura y ejecución del traidor. Tras diversos tormentos, Jorge fue decapitado frente a las murallas de Nicomedia el 23 de abril del 303. Su ejemplo facilitó a los testigos de sus sufrimientos convencer a la emperatriz Alejandra y a una sacerdotisa pagana para que se convirtieran al cristianismo, y fueron también martirizadas como san Jorge, cuyo cuerpo fue enterrado en Lydda.
Su veneración como mártir
Su biografía es dudosa. Pero su veneración como mártir comenzó muy pronto. Se tienen noticias de peregrinos de una iglesia construida en su honor en Dióspolis, la antigua Lydda, en el reinado de Constantino I, que se convirtió en el centro del culto oriental a san Jorge. El archidiácono y bibliotecario Teodosio relata que Diospolis era el centro del culto de san Jorge. Un peregrino de Piacenza afirma lo mismo hacia el 570. Aquella iglesia fue destruida y más tarde reconstruida por los cruzados. En el 1191 y durante la Tercera Cruzada (1189-1192), fue destruida otra vez por las fuerzas de Saladino. Una nueva iglesia fue erigida en 1872 y aún se mantiene en pie. En el siglo IV su veneración se extendió desde Palestina al resto del Imperio Romano de Oriente. En el siglo V su popularidad llegó a la parte occidental del imperio. Fue canonizado en 494 por el papa Gelasio I.
El Palimpsesto
El texto más antiguo sobre la vida del santo se encuentra en el Acta Sanctórum, identificado por estudiosos como un palimpsesto del siglo V. El abad irlandés Adomnanus, de la abadía de la isla de Iona, relata algunas leyendas orientales de san Jorge recogidas por el obispo galo Arkulf recogidas en su peregrinaje a Tierra Santa en el año 680. En los comienzos del Islam, a través del sincretismo religioso y cultural, san Jorge fue unido al profeta judío Elías, al predicador judío samaritano Pineas y al santo islámico al-Hadr para formar una figura religiosa que era y es todavía venerada en las tres grandes religiones monoteístas.
Protección de san Jorge a la Corona de Aragón
En 1096, en Alcoraz, cerca de Huesca, las huestes del rey Sancho Ramírez de Aragón asediaban la ciudad musulmana. Tras recibir ayuda desde Zaragoza, los asediados consiguieron matar al rey, pero perdieron la batalla de Alcoraz, gracias a la aparición de San Jorge. Más tarde el rey Pedro I de Aragón conquistó Huesca habiendo invocado la ayuda del santo.
Leyendas
A partir del siglo XIII surgen otras leyendas y apariciones en el reino. Jaime I el Conquistador cuenta que en la conquista de Valencia se apareció el santo. así lo testifica el monarca: «Se apareció san Jorge con muchos caballeros del paraíso, que ayudaron a vencer en la batalla, en la que no murió cristiano alguno. El mismo rey Jaime cuenta que en la conquista de Mallorca «según le contaron los sarracenos, éstos vieron entrar primero a caballo a un caballero blanco con armas blancas», que él rey identificó con san Jorge. El patrocinio de san Jorge sobre los reyes de Aragón y, sobre toda la Corona de Aragón se reconoce oficialmente en el siglo XV con la creación de una festividad. El santo es muy venerado en Alcoy, Banyeres, Benejama y Bocairente del Reino de Valencia, en cuyas ciudades celebran en su honor las célebres fiestas patronales de «moros y cristianos».
En 1969, el papa Pablo VI sacó a san Jorge del santoral de la iglesia católica, aunque lo mantuvo a nivel opcional, pero no por eso su devoción ha decaído.
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Fuente original: www.ciberia.es
por CeF | 16 Abr, 2013 | Novios Artículos temáticos
Os presentamos estas oraciones dirigidas especialmente a todas aquellas personas que quieran apoyarse en el Señor para que les ayude en sus relaciones sentimentales en diferentes circunstancias: para encontrar a esa persona querida, para no perderla o recuperarla, para reforzar el vínculo sentimental orientado con vistas al matrimonio y a la creación de una familia…
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Oración para conseguir pareja
Dios mío, Padre amado,
Te pido humildemente que me ayudes a encontrar a mi futuro esposo/a y a tener una maravillosa relación sentimental.
Por favor, guíame para encontrarlo, para conocernos y disfrutar el uno del otro.
Por favor, ilumíname y elimina de mí cualquier temor hacia el amor.
Pido Tu ayuda para crear las circunstancias adecuadas.
Pido Tu ayuda para saber escuchar y seguir Tu Divina Guía.
Sé que mi futuro esposo/a me está buscando con el mismo fervor que yo le busco. Ambos pedimos que nos permitas estar juntos y poder así darte gracias por todas tus bendiciones.
Gracias Dios mío por escucharme.
Amén.
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Oración para recuperar a tu pareja
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Rey de Reyes, Espejo de la Pureza,
te pido con toda mi fe que influyas en los sentimientos de (mencione el nombre de la persona),
para que regrese a mi lado y que, aunque se encuentre muy distante, piense en mí y sienta la necesidad de venir a mí.
Concédeme Señor Jesucristo, el deseo que con tanto fervor te pido y haz que regrese.
Muéstrale el camino y hazle saber que nuestra felicidad depende de su presencia.
Amen.
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Oración de los Novios
En mi corazón, Señor, se ha encendido el amor por una criatura que tú conoces y amas.
Tú mismo la pusiste delante de mí y un día me la presentaste.
Te doy gracias por este don, que me llena de alegría profunda, que me hace semejante a Ti, que eres amor, y que me ayuda a comprender el valor de la vida que me has dado.
Ayúdame para que no malgaste esta riqueza que tú pusiste en mi corazón.
Enséñame que el amor es don y que no puede mezclarse con ningún egoísmo.
Que el amor es puro y que no puede quedar en ninguna bajeza.
Que el amor es fecundo y desde hoy debe producir un nuevo modo de vivir en los dos.
Te pido, Señor,
por quien me espera y piensa en mí;
por quien camina a mi lado;
haznos dignos el uno del otro;
que seamos ayuda y modelo.
Ayúdanos en nuestra preparación al matrimonio, a su grandeza, a su responsabilidad, a fin de que desde ahora nuestras almas dominen nuestros pensamientos y los conduzcan en el amor.
Amén.
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Oración de los Novios
Señor que eres amor, y fuente de todo amor,
Tú que conoces el corazón de los jóvenes,
Tú has puesto en nuestro corazón
la capacidad de amar y ser amado,
Tú sabes que las pasiones hacen olvidar
el verdadero sentido del amor
y que tenemos que luchar
para conservar un corazón puro y amante.
Concédenos, no envilecer el amor,
haznos comprender todo el egoísmo
que se esconde a veces en esta palabra,
danos un amor limpio y sencillo,
enséñanos la dignidad del amor.
No permitas que jamás profanemos
en el pensamiento, en el corazón, en el cuerpo,
este don de vida que nos has confiado,
bendice y purifica nuestro amor para que,
si es tu voluntad, algún día lleguemos a ser esposos y padres.
Amén.
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Oración de los novios
Te pedimos, Señor, que quites todo egoísmo de nuestro amor.
Que nuestro cariño sea puente que une.
Que sea un impulso para participar más,
para ayudar más, para buscar juntos los caminos de la verdad.
Que juntos amemos más al prójimo.
Que juntos seamos más humildes, más libres, más fuertes.
Y apoyados en Ti, podamos desafiarlo todo, por seguirte.
Amén.
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Oración de los novios a la Virgen
Madre Nuestra,
En tu nombre hemos unido nuestros corazones.
Queremos que presidas nuestro amor;
que defiendas, conserves y aumentes nuestra ilusión.
Quita de nuestro camino cualquier obstáculo
que haga nacer la sombra o las dudas entre los dos.
Apártanos del egoísmo que paraliza el verdadero amor.
Líbranos de la ligereza que pone en peligro la Gracia de nuestras almas.
Haz que, abriendo nuestras almas, merezcamos la maravilla de encontrar a Dios el uno en el otro.
Haz que nuestro trabajo sea ayuda y estímulo para lograrlos plenamente.
Conserva la salud de nuestros cuerpos.
Resuelve necesidades materiales.
Y haz que el sueño de un hogar nuevo y de unos hijos nacidos de nuestro amor y del cuerpo, sean realidad y camino que nos lleve rectamente a tu Corazón.
Amén.
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Oración a la Sagrada Familia
Jesús, tu que elegiste una familia humana normal para vivir tu vida oculta, concédeme formar una a ejemplo de la tuya, donde nazcan y se desarrolle la fe y las virtudes de los hijos que nos regalen.
Santa María, Madre de Dios, tú que fuiste elegida para formar una familia ejemplo de todas las que vendrían, ayúdame a elegir con el corazón y la cabeza a mi futuro esposo/a. Que esa persona me ayude a llegar a contemplar el rostro de tu Hijo.
San José, fiel y buen esposo de María: ya que aceptaste la delicada y difícil misión de cuidar a la Virgen y al Niño, ayúdame a ser un buen esposo/a para que, cumpliendo mis deberes familiares, santifiquemos nuestra unión, junto a nuestros hijos, parientes, amigos y las personas que tratemos.
Que algún día lleguemos como familia a la gloria de la resurrección.
Por Jesucristo Nuestro Señor.
Amén.
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