Santo Tomás de Aquino: segunda catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Santo Tomás de Aquino: segunda catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero continuar la presentación de santo Tomás de Aquino, un teólogo de tan gran valor que el estudio de su pensamiento fue explícitamente recomendado por el concilio Vaticano II en dos documentos, el decreto Optatam totius, sobre la formación al sacerdocio, y la declaración Gravissimum educationis, que trata sobre la educación cristiana. Por lo demás, ya en 1880 el Papa León XIII, gran estimador suyo y promotor de estudios tomistas, declaró a santo Tomás patrono de las escuelas y de las universidades católicas.

El motivo principal de este aprecio no sólo reside en el contenido de su enseñanza, sino también en el método adoptado por él, sobre todo su nueva síntesis y distinción entre filosofía y teología. Los Padres de la Iglesia se confrontaban con diversas filosofías de tipo platónico, en las que se presentaba una visión completa del mundo y de la vida, incluyendo la cuestión de Dios y de la religión. En la confrontación con estas filosofías, ellos mismos habían elaborado una visión completa de la realidad, partiendo de la fe y usando elementos del platonismo, para responder a las cuestiones esenciales de los hombres. Esta visión, basada en la revelación bíblica y elaborada con un platonismo corregido a la luz de la fe, ellos la llamaban «nuestra filosofía». La palabra «filosofía» no era, por tanto, expresión de un sistema puramente racional y, como tal, distinto de la fe, sino que indicaba una visión completa de la realidad, construida a la luz de la fe, pero hecha propia y pensada por la razón; una visión que, ciertamente, iba más allá de las capacidades propias de la razón, pero que, como tal, era también satisfactoria para ella. Para santo Tomás el encuentro con la filosofía precristiana de Aristóteles (que murió hacia el año 322 a.C.) abría una perspectiva nueva. La filosofía aristotélica era, obviamente, una filosofía elaborada sin conocimiento del Antiguo y del Nuevo Testamento, una explicación del mundo sin revelación, por la sola razón. Y esta racionalidad consiguiente era convincente. Así la antigua forma de «nuestra filosofía» de los Padres ya no funcionaba. Era preciso volver a pensar la relación entre filosofía y teología, entre fe y razón. Existía una «filosofía» completa y convincente en sí misma, una racionalidad que precedía a la fe, y luego la «teología», un pensar con la fe y en la fe. La cuestión urgente era esta: ¿son compatibles el mundo de la racionalidad, la filosofía pensada sin Cristo, y el mundo de la fe? ¿O se excluyen? No faltaban elementos que afirmaban la incompatibilidad entre los dos mundos, pero santo Tomás estaba firmemente convencido de su compatibilidad; más aún, de que la filosofía elaborada sin conocimiento de Cristo casi esperaba la luz de Jesús para ser completa. Esta fue la gran «sorpresa» de santo Tomás, que determinó su camino de pensador. Mostrar esta independencia entre filosofía y teología, y al mismo tiempo su relación recíproca, fue la misión histórica del gran maestro. Y así se entiende que, en el siglo XIX, cuando se declaraba fuertemente la incompatibilidad entre razón moderna y fe, el Papa León XIII indicara a santo Tomás como guía en el diálogo entre una y otra. En su trabajo teológico, santo Tomás supone y concreta esta relación entre ambas. La fe consolida, integra e ilumina el patrimonio de verdades que la razón humana adquiere. La confianza que santo Tomás otorga a estos dos instrumentos del conocimiento —la fe y la razón— puede ser reconducida a la convicción de que ambas proceden de una única fuente de toda verdad, el Logos divino, que actúa tanto en el ámbito de la creación como en el de la redención.

Junto con el acuerdo entre razón y fe, se debe reconocer, por otra parte, que ambas se valen de procedimientos cognoscitivos diferentes. La razón acoge una verdad en virtud de su evidencia intrínseca, mediata o inmediata; la fe, en cambio, acepta una verdad basándose en la autoridad de la Palabra de Dios que se revela. Al principio de su Summa Theologiae escribe santo Tomás: «El orden de las ciencias es doble: algunas proceden de principios conocidos mediante la luz natural de la razón, como las matemáticas, la geometría y similares; otras proceden de principios conocidos mediante una ciencia superior: como la perspectiva procede de principios conocidos mediante la geometría, y la música de principios conocidos mediante las matemáticas. Y de esta forma la sagrada doctrina (es decir, la teología) es ciencia que procede de los principios conocidos a través de la luz de una ciencia superior, es decir, la ciencia de Dios y de los santos» (I, q. 1, a. 2).

Esta distinción garantiza la autonomía tanto de las ciencias humanas, como de las ciencias teológicas, pero no equivale a separación, sino que implica más bien una colaboración recíproca y beneficiosa. De hecho, la fe protege a la razón de toda tentación de desconfianza en sus propias capacidades, la estimula a abrirse a horizontes cada vez más amplios, mantiene viva en ella la búsqueda de los fundamentos y, cuando la propia razón se aplica a la esfera sobrenatural de la relación entre Dios y el hombre, enriquece su trabajo. Según santo Tomás, por ejemplo, la razón humana puede por supuesto llegar a la afirmación de la existencia de un solo Dios, pero únicamente la fe, que acoge la Revelación divina, es capaz de llegar al misterio del Amor de Dios uno y trino.

Por otra parte, no sólo la fe ayuda a la razón. También la razón, con sus medios, puede hacer algo importante por la fe, prestándole un triple servicio que santo Tomás resume en el prólogo de su comentario al De Trinitate de Boecio: «Demostrar los fundamentos de la fe; explicar mediante semejanzas las verdades de la fe; rechazar las objeciones que se levantan contra la fe» (q. 2, a. 2). Toda la historia de la teología es, en el fondo, el ejercicio de este empeño de la inteligencia, que muestra la inteligibilidad de la fe, su articulación y armonía internas, su racionabilidad y su capacidad de promover el bien del hombre. La corrección de los razonamientos teológicos y su significado cognoscitivo real se basan en el valor del lenguaje teológico, que, según santo Tomás, es principalmente un lenguaje analógico. La distancia entre Dios, el Creador, y el ser de sus criaturas es infinita; la desemejanza siempre es más grande que la semejanza (cf. DS 806). A pesar de ello, en toda la diferencia entre Creador y criatura existe una analogía entre el ser creado y el ser del Creador, que nos permite hablar con palabras humanas sobre Dios.

Santo Tomás no sólo fundó la doctrina de la analogía en sus argumentaciones exquisitamente filosóficas, sino también en el hecho de que con la Revelación Dios mismo nos ha hablado y, por tanto, nos ha autorizado a hablar de él. Considero importante recordar esta doctrina, que de hecho nos ayuda a superar algunas objeciones del ateísmo contemporáneo, el cual niega que el lenguaje religioso tenga un significado objetivo, y sostiene en cambio que sólo tiene un valor subjetivo o simplemente emotivo. Esta objeción resulta del hecho de que el pensamiento positivista está convencido de que el hombre no conoce el ser, sino sólo las funciones experimentales de la realidad. Con santo Tomás y con la gran tradición filosófica, nosotros estamos convencidos de que, en realidad, el hombre no sólo conoce las funciones, objeto de las ciencias naturales, sino que conoce algo del ser mismo: por ejemplo, conoce a la persona, al «tú» del otro, y no sólo el aspecto físico y biológico de su ser.

A la luz de esta enseñanza de santo Tomás, la teología afirma que, aun siendo limitado, el lenguaje religioso está dotado de sentido —porque tocamos el ser—, como una flecha que se dirige hacia la realidad que significa. Este acuerdo fundamental entre razón humana y fe cristiana se aprecia en otro principio fundamental del pensamiento del Aquinate: la Gracia divina no anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta última, de hecho, incluso después del pecado, no está completamente corrompida, sino herida y debilitada. La Gracia, dada por Dios y comunicada a través del misterio del Verbo encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la naturaleza es curada, potenciada y ayudada a perseguir el deseo innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas, transformadas y elevadas por la Gracia divina.

Una importante aplicación de esta relación entre la naturaleza y la Gracia se descubre en la teología moral de santo Tomás de Aquino, que resulta de gran actualidad. En el centro de su enseñanza en este campo pone la ley nueva, que es la ley del Espíritu Santo. Con una mirada profundamente evangélica, insiste en que esta ley es la Gracia del Espíritu Santo dada a todos los que creen en Cristo. A esta Gracia se une la enseñanza escrita y oral de las verdades doctrinales y morales, transmitidas por la Iglesia. Santo Tomás, subrayando el papel fundamental, en la vida moral, de la acción del Espíritu Santo, de la Gracia, de la que brotan las virtudes teologales y morales, hace comprender que todo cristiano puede alcanzar las altas perspectivas del «Sermón de la Montaña» si vive una relación auténtica de fe en Cristo, si se abre a la acción de su Espíritu Santo. Pero —añade el Aquinate— «aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, sin embargo la naturaleza es más esencial para el hombre» (Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 6, ad 2), por lo que, en la perspectiva moral cristiana, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de discernir la ley moral natural. La razón puede reconocerla considerando lo que se debe hacer y lo que se debe evitar para conseguir esa felicidad que busca cada uno, y que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en la naturaleza humana. La Gracia divina acompaña, sostiene e impulsa el compromiso ético pero, de por sí, según santo Tomás, todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las leyes positivas, es decir, las promulgadas por las autoridades civiles y políticas para regular la convivencia humana.

Cuando se niega la ley natural y la responsabilidad que implica, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político. La defensa de los derechos universales del hombre y la afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona postulan un fundamento. ¿No es precisamente la ley natural este fundamento, con los valores no negociables que indica? El venerable Juan Pablo II escribió en su encíclica Evangelium vitae palabras que siguen siendo de gran actualidad: «Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover» (n. 71).

En conclusión, santo Tomás nos propone una visión de la razón humana amplia y confiada: amplia porque no se limita a los espacios de la llamada razón empírico-científica, sino que está abierta a todo el ser y por tanto también a las cuestiones fundamentales e irrenunciables del vivir humano; y confiada porque la razón humana, sobre todo si acoge las inspiraciones de la fe cristiana, promueve una civilización que reconoce la dignidad de la persona, la intangibilidad de sus derechos y la obligatoriedad de sus deberes. No sorprende que la doctrina sobre la dignidad de la persona, fundamental para el reconocimiento de la inviolabilidad de los derechos del hombre, haya madurado en ambientes de pensamiento que recogieron la herencia de santo Tomás de Aquino, el cual tenía un concepto altísimo de la criatura humana. La definió, con su lenguaje rigurosamente filosófico, como «lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza racional» (Summa Theologiae, Iª, q. 29, a. 3).

La profundidad del pensamiento de santo Tomás de Aquino brotaba —no lo olvidemos nunca— de su fe viva y de su piedad fervorosa, que expresaba en oraciones inspiradas, como esta en la que pide a Dios: «Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte».

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SS. Benedicto XVI

Audiencia General

Plaza de San Pedro

Miércoles 2 de junio de 2010

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Santo Tomás de Aquino – Primera catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Santo Tomás de Aquino – Segunda catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Santo Tomás de Aquino – Tercera catequesis del Santo Padre Benedicto XVI


Santo Tomás de Aquino: tercera catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Santo Tomás de Aquino: tercera catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Quiero completar hoy, con una tercera parte, mis catequesis sobre santo Tomás de Aquino. Incluso más de setecientos años después de su muerte, podemos aprender mucho de él. Lo recordaba también mi predecesor, el Papa Pablo VI, quien, en un discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974, con ocasión del VII centenario de la muerte de santo Tomás, se preguntaba: «Maestro Tomás, ¿qué lección nos puedes dar?». Y respondía así: «La confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, tal como él lo defendió, expuso y abrió a la capacidad cognoscitiva de la mente humana» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 1974, pp. 6-7). Y el mismo día, en Aquino, refiriéndose de nuevo a santo Tomás, afirmaba: «Todos, todos los que somos hijos fieles de la Iglesia podemos y debemos, por lo menos en alguna medida, ser discípulos suyos» (ib., p. 7).

Aprendamos, pues, también nosotros de santo Tomás y de su obra maestra, la Summa Theologiae. Aunque quedó incompleta, es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669 artículos. Se trata de un razonamiento compacto, cuya aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe avanza con claridad y profundidad, enlazando preguntas y respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza que viene de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. En esta reflexión, en el encuentro con verdaderas preguntas de su tiempo, que a menudo son asimismo preguntas nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y el pensamiento de los filósofos antiguos, en particular de Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y pertinentes de las verdades de fe, donde la verdad es don de la fe, resplandece y se hace accesible para nosotros, para nuestra reflexión. Sin embargo, este esfuerzo de la mente humana —recuerda el Aquinate con su vida misma— siempre está iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios puede comprender también lo que esos misterios dicen.

En la Summa Theologiae, santo Tomás parte del hecho de que existen tres modos distintos del ser y de la esencia de Dios: Dios existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas; por tanto, todas las criaturas proceden y dependen de él; luego, Dios está presente a través de su gracia en la vida y en la actividad del cristiano, de los santos; y, por último, Dios está presente de modo totalmente especial en la Persona de Cristo, unido aquí realmente con el hombre Jesús, que actúa en los sacramentos, los cuales derivan de su obra redentora. Por eso, la estructura de esta obra monumental (cf. Jean-Pierre Torrell, La «Summa» di san Tommaso, Milán 2003, pp. 29-75), un estudio con «mirada teológica» de la plenitud de Dios (cf. Summa Theologiae, Iª, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, y el mismo Doctor Communis —santo Tomás— la explica con estas palabras: «El objetivo principal de esta sagrada doctrina es llevar al conocimiento de Dios, y no sólo como ser, sino también como principio y fin de las cosas, especialmente de las criaturas racionales (…). En nuestro intento de exponer dicha doctrina, trataremos lo siguiente: primero, de Dios; segundo, de la marcha del hombre hacia Dios; tercero, de Cristo, el cual, como hombre, es el camino en nuestra marcha hacia Dios» (ib., Iª, q. 2). Es un círculo: Dios en sí mismo, que sale de sí mismo y nos toma de la mano, de modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y Dios será todo en todos.

Así pues, la primera parte de la Summa Theologiae indaga sobre Dios mismo, sobre el misterio de la Trinidad y sobre la actividad creadora de Dios. En esta parte, encontramos también una profunda reflexión sobre la realidad auténtica del ser humano en cuanto salido de las manos creadoras de Dios, fruto de su amor. Por una parte, somos un ser creado, dependiente; no venimos de nosotros mismos; pero, por otra, tenemos verdadera autonomía, de modo que no somos sólo algo aparente —como dicen algunos filósofos platónicos—, sino una realidad querida por Dios como tal, y con valor en sí misma.

En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, impulsado por la gracia, en su aspiración a conocer y amar a Dios para ser feliz en el tiempo y en la eternidad. Primeramente, el autor presenta los principios teológicos de la acción moral, estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar actos buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones, a las que se añade la fuerza que da la gracia de Dios mediante las virtudes y los dones del Espíritu Santo, al igual que la ayuda que ofrece también la ley moral. Por consiguiente, el ser humano es un ser dinámico, que busca su propia identidad, que busca llegar a ser él mismo y, en este sentido, busca realizar actos que lo construyen, que lo hacen verdaderamente hombre; y aquí entra la ley moral, entra la gracia y también la razón, la voluntad y las pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás traza la fisonomía del hombre que vive según el Espíritu y que se convierte así en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene a estudiar las tres virtudes teologales —fe, esperanza y caridad—, seguidas de un examen agudo de más de cincuenta virtudes morales, organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, templanza y fortaleza. Y termina con la reflexión sobre las distintas vocaciones en la Iglesia.

En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio de Cristo —el camino y la verdad— por medio del cual podemos reunirnos con Dios Padre. En esta sección escribe páginas casi no superadas sobre el misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús, añadiendo también una amplia disertación sobre los siete sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado extiende los beneficios de la Encarnación para nuestra salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida eterna, permanece materialmente casi presente con las realidades de la creación, y así nos toca en lo más íntimo.

Hablando de los sacramentos, santo Tomás se detiene de modo particular en el misterio de la Eucaristía, por el cual tuvo una grandísima devoción, hasta tal punto que, según los antiguos biógrafos, solía acercar su cabeza al Sagrario, como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una obra suya de comentario de la Escritura, santo Tomás nos ayuda a comprender la excelencia del sacramento de la Eucaristía, cuando escribe: «Al ser la Eucaristía el sacramento de la Pasión de nuestro Señor, contiene en sí a Jesucristo, que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es efecto de la Pasión de nuestro Señor, es también efecto de este sacramento, puesto que no es otra cosa que la aplicación en nosotros de la Pasión del Señor» (In Ioannem, c. 6, lect. 6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo Tomás y los demás santos celebraban la santa misa derramando lágrimas de compasión por el Señor, que se ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de alegría y de gratitud.

Queridos hermanos y hermanas, siguiendo la escuela de los santos, enamorémonos de este sacramento. Participemos en la santa misa con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales; alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser incesantemente alimentados por la gracia divina. De buen grado, hablemos con frecuencia, de tú a tú, con Cristo en el Santísimo Sacramento.

Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras teológicas mayores, como laSumma Theologiae, o la Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación, dirigida a los estudiantes y a los fieles. En 1273, un año antes de su muerte, durante toda la Cuaresma tuvo predicaciones en la iglesia de Santo Domingo Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones se recogió y conservó: son los Opuscoli, en los que explica el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre Nuestro, ilustra el Decálogo y comenta el Ave María. El contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde casi completamente a la estructura del Catecismo de la Iglesia católica. En efecto, en la catequesis y en la predicación, en un tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la evangelización, nunca deberían faltar estos temas fundamentales: lo que creemos, es decir, el Símbolo de la fe; lo que oramos, o sea, el Padre Nuestro y el Ave María; lo que vivimos como nos enseña la Revelación bíblica, es decir, la ley del amor de Dios y del prójimo y los Diez mandamientos, como explicación de este mandamiento del amor.

Quiero poner algunos ejemplos del contenido, sencillo, esencial y convincente, de las enseñanzas de santo Tomás. En su Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de la fe. Por medio de ella, dice, el alma se une a Dios, y se produce como un brote de vida eterna; la vida recibe una orientación segura, y nosotros superamos fácilmente las tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque hace creer en algo que no entra en la experiencia de los sentidos, santo Tomás da una respuesta muy articulada, y recuerda que se trata de una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y no puede conocerlo todo. Sólo en el caso de que pudiéramos conocer perfectamente todas las cosas visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible vivir —observa santo Tomás— sin fiarse de la experiencia de los demás, donde el conocimiento personal no llega. Por tanto, es razonable tener fe en Dios que se revela y en el testimonio de los Apóstoles: eran pocos, sencillos y pobres, afligidos a causa de la crucifixión de su Maestro; y aun así, muchas personas sabias, nobles y ricas se convirtieron en poco tiempo al escuchar su predicación. Se trata, en efecto, de un fenómeno históricamente prodigioso, al cual difícilmente se puede dar otra respuesta razonable que no sea la del encuentro de los Apóstoles con el Señor resucitado.

Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del Verbo divino, santo Tomás hace algunas consideraciones. Afirma que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación, queda reforzada; la esperanza se eleva con más confianza al pensar que el Hijo de Dios vino en medio de nosotros, como uno de nosotros, para comunicar a los hombres su divinidad; la caridad se reaviva, porque no existe signo más evidente del amor de Dios por nosotros, que ver al Creador del universo que se hace él mismo criatura, uno de nosotros. Por último, considerando el misterio de la encarnación de Dios, sentimos que se inflama nuestro deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Haciendo una comparación sencilla y eficaz, santo Tomás observa: «Si el hermano de un rey estuviera lejos, ciertamente anhelaría poder vivir a su lado. Pues bien, Cristo es nuestro hermano: por tanto, debemos desear su compañía, llegar a ser un solo corazón con él» (Opuscoli teologico-spirituali, Roma 1976, p. 64).

Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra que es perfecta en sí, pues tiene las cinco características que debería poseer una oración bien hecha: abandono confiado y tranquilo; conveniencia de su contenido, porque —observa santo Tomás— «es muy difícil saber exactamente lo que es oportuno pedir y lo que no, pues nos resulta difícil la selección de los deseos» (ib., p. 120); y, también, orden apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de la humildad.

Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la Virgen. La definió con un apelativo estupendo: Triclinium totius Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad encuentra su descanso, porque, con motivo de la Encarnación, en ninguna criatura, como en ella, las tres Personas divinas habitan y sienten delicia y alegría por vivir en su alma llena de gracia. Por su intercesión podemos obtener cualquier ayuda.

Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás y que, en cualquier caso, refleja los elementos de su profunda devoción mariana, también nosotros digamos: «Oh santísima y dulcísima Virgen María, Madre de Dios…, encomiendo toda mi vida a tu corazón misericordioso… Alcánzame, oh dulcísima Señora mía, caridad verdadera, con la cual ame con todo mi corazón, sobre todas las cosas, a tu santísimo Hijo y, después de él, a ti, y al prójimo en Dios y por Dios».

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SS. Benedicto XVI

Audiencia General

Plaza de San Pedro

Miércoles 2 de junio de 2010

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Santo Tomás de Aquino – Primera catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Santo Tomás de Aquino – Segunda catequesis del Santo Padre Benedicto XVI

Santo Tomás de Aquino – Tercera catequesis del Santo Padre Benedicto XVI


La Biblia más infantil: los profetas Jonás, Daniel e Isaías

La Biblia más infantil: los profetas Jonás, Daniel e Isaías

El profeta Jonás

Dios, que es Padre bueno, mandó a un profeta llamado Jonás a la ciudad de Nínive para decirles que fueran buenos. Jonás, al principio, no quiso obedecer a Dios y se subió a un barco para huir. Hubo una tormenta tremenda y Jonás se dio cuenta de que era por su culpa. Dios le estaba avisando para que hiciera lo que le había dicho. Jonás dijo a los marineros: «Tiradme al mar y os salvaréis todos».


«Cuando tenga la culpa, que lo reconozca como Jonás»

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Jonás dentro de la ballenaJonás dentro de la ballena

Cuando cayó al mar, una ballena se tragó a Jonás. Estuvo dentro de ella tres días y tres noches. Jonás pidió perdón a Dios y Éste le perdonó, mandando a la ballena que le dejara en una playa cerca de la ciudad de Nínive. Jonás habló con los hombres que vivían allí para que pidieran perdón a Dios. Cuando lo hicieron, Dios les perdonó.


«Qué alegría cuanto te pido perdón y me perdonas»

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Daniel y los leonesDaniel y los leones

Daniel fue otro profeta muy bueno y sabio que vivía con el rey de Babilonia y le daba consejos. En Babilonia tenían dioses falsos y había una ley que mandaba castigar a los que no se ponían de rodillas delante de ellos. Los metían en un foso con leones.

Acusaron a Daniel de no arrodillarse ante sus Dioses y lo arrojaron a los leones. Pero el rey se llevó una gran sorpresa cuando vio que los leones no le hacían nada y dijo: «El Dios de Daniel es el verdadero Dios». Y le sacó de allí.


«Señor, que te rece a Ti al levantarme y al acostarme»

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Isaías anuncia el nacimiento de JesúsIsaías anuncia el nacimiento de Jesús

Uno de los profetas más grandes fue Isaías. Un día fue a ver al rey Ajab y le dijo: «Para que veas que mi Dios es el verdadero, pídele una señal». Ajab tuvo miedo, después de lo que pasó con Elías. Entonces le dijo a Isaías: «Ésta será la señal: Una virgen tendrá un hijo, al que llamará Enmanuel, que quiere decir Dios con nosotros». Isaías anunció así que iba a nacer Jesús, como había prometido Dios a nuestros primeros padres Adán y Eva en el Paraíso.


«Dios mío, gracias por enviarnos a tu Hijo, Jesús».

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De La Biblia más infantil, Casals, 1999. Páginas 64 a 67

Coordinador: Pedro de la Herrán

Texto: Miguel Álvarez y Sagrario Fernández Díaz

Dibujos: José Ramón Sánchez y Javier Jerez


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La gracia del Bautismo

La gracia del Bautismo

1262 Los distintos efectos del Bautismo son significados por los elementos sensibles del rito sacramental. La inmersión en el agua evoca los simbolismos de la muerte y de la purificación, pero también los de la regeneración y de la renovación. Los dos efectos principales, por tanto, son la purificación de los pecados y el nuevo nacimiento en el Espíritu Santo (cf Hch 2,38; Jn 3,5).


Para la remisión de los pecados…

1263 Por el Bautismo, todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales así como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios.

1264 No obstante, en el bautizado permanecen ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o metafóricamente fomes peccati: «La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de Jesucristo. Antes bien «el que legítimamente luchare, será coronado» (2 Tm 2,5)» (Concilio de Trento: DS 1515).

«Una criatura nueva»

1265 El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito «una nueva creatura» (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho «partícipe de la naturaleza divina» (2 P 1,4), miembro de Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).

1266 La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante, la gracia de la justificación que :

— le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales;

— le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo;

— le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.

Así todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo.

Incorporados a la Iglesia, Cuerpo de Cristo

1267 El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. «Por tanto […] somos miembros los unos de los otros» (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12,13).

1268 Los bautizados vienen a ser «piedras vivas» para «edificación de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo» (1 P 2,5). Por el Bautismo participan del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9). El Bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles.

1269 Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo (1 Co 6,19), sino al que murió y resucitó por nosotros (cf 2 Co 5,15). Por tanto, está llamado a someterse a los demás (Ef 5,21; 1 Co 16,15-16), a servirles (cf Jn 13,12-15) en la comunión de la Iglesia, y a ser «obediente y dócil» a los pastores de la Iglesia (Hb 13,17) y a considerarlos con respeto y afecto (cf 1 Ts 5,12-13). Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia (cf LG 37; CIC can. 208-223; CCEO, can. 675,2).

1270 Los bautizados «renacidos [por el bautismo] como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11) y de participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios (cf LG 17; AG 7,23).

Vínculo sacramental de la unidad de los cristianos

1271 El Bautismo constituye el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, e incluso con los que todavía no están en plena comunión con la Iglesia católica: «Los que creen en Cristo y han recibido válidamente el Bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica […]. Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos del Señor» (UR 3). «Por consiguiente, el bautismo constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él» (UR 22).

Sello espiritual indeleble…

1272 Incorporado a Cristo por el Bautismo, el bautizado es configurado con Cristo (cf Rm 8,29). El Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación (cf DS 1609-1619). Dado una vez por todas, el Bautismo no puede ser reiterado.

1273 Incorporados a la Iglesia por el Bautismo, los fieles han recibido el carácter sacramental que los consagra para el culto religioso cristiano (cf LG 11). El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz (cf LG 10).

1274 El «sello del Señor» (San Agustín, Epistula 98, 5), es el sello con que el Espíritu Santo nos ha marcado «para el día de la redención» (Ef 4,30; cf Ef 1,13-14; 2 Co 1,21-22). «El Bautismo, en efecto, es el sello de la vida eterna» (San Ireneo de Lyon, Demonstratio praedicationis apostolicae, 3). El fiel que «guarde el sello» hasta el fin, es decir, que permanezca fiel a las exigencias de su Bautismo, podrá morir marcado con «el signo de la fe» (Plegaria Eucarística I o Canon Romano), con la fe de su Bautismo, en la espera de la visión bienaventurada de Dios —consumación de la fe— y en la esperanza de la resurrección.


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La celebración del misterio cristiano

SEGUNDA SECCIÓN:

LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

CAPÍTULO PRIMERO

LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA

ARTÍCULO 1

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

La gracia del Bautismo

La necesidad del Bautismo

1257 El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la salvación (cf Jn 3,5). Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y bautizar a todas las naciones (cf Mt 28, 19-20; cf DS 1618; LG 14; AG 5). El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cf Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer «renacer del agua y del Espíritu» a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo, sin embargo, Él no queda sometido a sus sacramentos.

1258 Desde siempre, la Iglesia posee la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo. Este Bautismo de sangre como el deseo del Bautismo, produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento.

1259 A los catecúmenos que mueren antes de su Bautismo, el deseo explícito de recibir el Bautismo, unido al arrepentimiento de sus pecados y a la caridad, les asegura la salvación que no han podido recibir por el sacramento.

1260 «Cristo murió por todos y la vocación última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (GS 22; cf LG 16; AG 7). Todo hombre que, ignorando el Evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la voluntad de Dios según él la conoce, puede ser salvado. Se puede suponer que semejantes personas habrían deseado explícitamente el Bautismo si hubiesen conocido su necesidad.

1261 En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf 1 Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis» (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo.


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ARTÍCULO 1

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

La gracia del Bautismo

Quién puede bautizar

1256 Son ministros ordinarios del Bautismo el obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina, también el diácono (cf CIC, can. 861,1; CCEO, can. 677,1). En caso de necesidad, cualquier persona, incluso no bautizada, puede bautizar (cf CIC can. 861, § 2) si tiene la intención requerida y utiliza la fórmula bautismal trinitaria. La intención requerida consiste en querer hacer lo que hace la Iglesia al bautizar. La Iglesia ve la razón de esta posibilidad en la voluntad salvífica universal de Dios (cf 1 Tm 2,4) y en la necesidad del Bautismo para la salvación (cf Mc 16,16).


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ARTÍCULO 1

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

La gracia del Bautismo

Quién puede recibir el Bautismo

1246 «Es capaz de recibir el Bautismo todo ser humano, aún no bautizado, y solo él» (CIC, can. 864: CCEO, can. 679).

El Bautismo de adultos

1247 En los orígenes de la Iglesia, cuando el anuncio del Evangelio está aún en sus primeros tiempos, el Bautismo de adultos es la práctica más común. El catecumenado (preparación para el Bautismo) ocupa entonces un lugar importante. Iniciación a la fe y a la vida cristiana, el catecumenado debe disponer a recibir el don de Dios en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

1248 El catecumenado, o formación de los catecúmenos, tiene por finalidad permitir a estos últimos, en respuesta a la iniciativa divina y en unión con una comunidad eclesial, llevar a madurez su conversión y su fe. Se trata de una «formación, aprendizaje o noviciado debidamente prolongado de la vida cristiana, en que los discípulos se unen con Cristo, su Maestro. Por lo tanto, hay que iniciar adecuadamente a los catecúmenos en el misterio de la salvación, en la práctica de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que deben celebrarse en los tiempos sucesivos, e introducirlos en la vida de fe, la liturgia y la caridad del Pueblo de Dios» (AG 14; cf. Ritual de iniciación cristiana de adultos, Prenotandos 19; Ibíd., Sobre el tiempo del catecumenado y de sus ritos 98).

1249 Los catecúmenos «están ya unidos a la Iglesia, pertenecen ya a la casa de Cristo y muchas veces llevan ya una una vida de fe, esperanza y caridad» (AG 14). «La madre Iglesia los abraza ya con amor tomándolos a sus cargo» (LG 14; cf CIC can. 206; 788).

El Bautismo de niños

1250 Puesto que nacen con una naturaleza humana caída y manchada por el pecado original, los niños necesitan también el nuevo nacimiento en el Bautismo (cf DS 1514) para ser librados del poder de las tinieblas y ser trasladados al dominio de la libertad de los hijos de Dios (cf Col 1,12-14), a la que todos los hombres están llamados. La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento (cf CIC can. 867; CCEO, can. 681; 686,1).

1251 Los padres cristianos deben reconocer que esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado (cf LG 11; 41; GS 48; CIC can. 868).

1252 La práctica de bautizar a los niños pequeños es una tradición inmemorial de la Iglesia. Está atestiguada explícitamente desde el siglo II. Sin embargo, es muy posible que, desde el comienzo de la predicación apostólica, cuando «casas» enteras recibieron el Bautismo (cf Hch 16,15.33; 18,8; 1 Co 1,16), se haya bautizado también a los niños (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Pastoralis actio 4: AAS 72 [1980] 1139).

Fe y Bautismo

1253 El Bautismo es el sacramento de la fe (cf Mc 16,16). Pero la fe tiene necesidad de la comunidad de creyentes. Sólo en la fe de la Iglesia puede creer cada uno de los fieles. La fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. Al catecúmeno o a su padrino se le pregunta: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?» y él responde: «¡La fe!».

1254 En todos los bautizados, niños o adultos, la fe debe crecer después del Bautismo. Por eso, la Iglesia celebra cada año en la vigilia pascual la renovación de las promesas del Bautismo. La preparación al Bautismo sólo conduce al umbral de la vida nueva. El Bautismo es la fuente de la vida nueva en Cristo, de la cual brota toda la vida cristiana.

1255 Para que la gracia bautismal pueda desarrollarse es importante la ayuda de los padres. Ese es también el papel del padrino o de la madrina, que deben ser creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto, en su camino de la vida cristiana (cf CIC can. 872-874). Su tarea es una verdadera función eclesial (officium; cf SC 67). Toda la comunidad eclesial participa de la responsabilidad de desarrollar y guardar la gracia recibida en el Bautismo.


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ARTÍCULO 1

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

La gracia del Bautismo

La celebración del sacramento del Bautismo

La iniciación cristiana

1229 Desde los tiempos apostólicos, para llegar a ser cristiano se sigue un camino y una iniciación que consta de varias etapas. Este camino puede ser recorrido rápida o lentamente. Y comprende siempre algunos elementos esenciales: el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo, el acceso a la comunión eucarística.

1230 Esta iniciación ha variado mucho a lo largo de los siglos y según las circunstancias. En los primeros siglos de la Iglesia, la iniciación cristiana conoció un gran desarrollo, con un largo periodo de catecumenado, y una serie de ritos preparatorios que jalonaban litúrgicamente el camino de la preparación catecumenal y que desembocaban en la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana.

1231 Desde que el Bautismo de los niños vino a ser la forma habitual de celebración de este sacramento, ésta se ha convertido en un acto único que integra de manera muy abreviada las etapas previas a la iniciación cristiana. Por su naturaleza misma, el Bautismo de niños exige un catecumenado postbautismal. No se trata sólo de la necesidad de una instrucción posterior al Bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento de la persona. Es el momento propio de la catequesis.

1232 El Concilio Vaticano II ha restaurado para la Iglesia latina, «el catecumenado de adultos, dividido en diversos grados» (SC 64). Sus ritos se encuentran en el Ritual de la iniciación cristiana de adultos (1972). Por otra parte, el Concilio ha permitido que «en tierras de misión, además de los elementos de iniciación contenidos en la tradición cristiana, pueden admitirse también aquellos que se encuentran en uso en cada pueblo siempre que puedan acomodarse al rito cristiano» (SC 65; cf. SC 37-40).

1233 Hoy, pues, en todos los ritos latinos y orientales, la iniciación cristiana de adultos comienza con su entrada en el catecumenado, para alcanzar su punto culminante en una sola celebración de los tres sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía (cf. AG 14; CIC can.851. 865-866). En los ritos orientales la iniciación cristiana de los niños comienza con el Bautismo, seguido inmediatamente por la Confirmación y la Eucaristía, mientras que en el rito romano se continúa durante unos años de catequesis, para acabar más tarde con la Confirmación y la Eucaristía, cima de su iniciación cristiana (cf. CIC can.851, 2. 868).

La mistagogia de la celebración

1234 El sentido y la gracia del sacramento del Bautismo aparece claramente en los ritos de su celebración. Cuando se participa atentamente en los gestos y las palabras de esta celebración, los fieles se inician en las riquezas que este sacramento significa y realiza en cada nuevo bautizado.

1235 La señal de la cruz, al comienzo de la celebración, señala la impronta de Cristo sobre el que le va a pertenecer y significa la gracia de la redención que Cristo nos ha adquirido por su cruz.

1236 El anuncio de la Palabra de Dios ilumina con la verdad revelada a los candidatos y a la asamblea y suscita la respuesta de la fe, inseparable del Bautismo. En efecto, el Bautismo es de un modo particular «el sacramento de la fe» por ser la entrada sacramental en la vida de fe.

1237 Puesto que el Bautismo significa la liberación del pecado y de su instigador, el diablo, se pronuncian uno o varios exorcismos sobre el candidato. Este es ungido con el óleo de los catecúmenos o bien el celebrante le impone la mano y el candidato renuncia explícitamente a Satanás. Así preparado, puede confesar la fe de la Iglesia, a la cual será «confiado» por el Bautismo (cf Rm 6,17).

1238 El agua bautismal es entonces consagrada mediante una oración de epíclesis (en el momento mismo o en la noche pascual). La Iglesia pide a Dios que, por medio de su Hijo, el poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los que sean bautizados con ella «nazcan del agua y del Espíritu» (Jn 3,5).

1239 Sigue entonces el rito esencial del sacramento: el Bautismo propiamente dicho, que significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la Santísima Trinidad a través de la configuración con el misterio pascual de Cristo. El Bautismo es realizado de la manera más significativa mediante la triple inmersión en el agua bautismal. Pero desde la antigüedad puede ser también conferido derramando tres veces agua sobre la cabeza del candidato.

1240 En la Iglesia latina, esta triple infusión va acompañada de las palabras del ministro: «N., yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». En las liturgias orientales, estando el catecúmeno vuelto hacia el Oriente, el sacerdote dice: «El siervo de Dios, N., es bautizado en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». Y mientras invoca a cada persona de la Santísima Trinidad, lo sumerge en el agua y lo saca de ella.

1241 La unción con el santo crisma, óleo perfumado y consagrado por el obispo, significa el don del Espíritu Santo al nuevo bautizado. Ha llegado a ser un cristiano, es decir, «ungido» por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey (cf. Ritual del Bautismo de niños, 62).

1242 En la liturgia de las Iglesias de Oriente, la unción postbautismal es el sacramento de la Crismación (Confirmación). En la liturgia romana, dicha unción anuncia una segunda unción del santo crisma que dará el obispo: el sacramento de la Confirmación que, por así decirlo, «confirma» y da plenitud a la unción bautismal.

1243 La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha «revestido de Cristo» (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el Cirio Pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son «la luz del mundo» (Mt 5,14; cf Flp 2,15).

El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.

1244 La primera comunión eucarística. Hecho hijo de Dios, revestido de la túnica nupcial, el neófito es admitido «al festín de las bodas del Cordero» y recibe el alimento de la vida nueva, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Las Iglesias orientales conservan una conciencia viva de la unidad de la iniciación cristiana, por lo que dan la sagrada comunión a todos los nuevos bautizados y confirmados, incluso a los niños pequeños, recordando las palabras del Señor: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis» (Mc 10,14). La Iglesia latina, que reserva el acceso a la Sagrada Comunión a los que han alcanzado el uso de razón, expresa cómo el Bautismo introduce a la Eucaristía acercando al altar al niño recién bautizado para la oración del Padre Nuestro.

1245 La bendición solemne cierra la celebración del Bautismo. En el Bautismo de recién nacidos, la bendición de la madre ocupa un lugar especial.


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