por Catequesis en Familia | 26 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 11, 45-57. Sábado de la 5.ª semana del Tiempo de Cuaresma. El horizonte universal del actuar de Jesús se revela en la relación entre cruz y unidad: la unidad se paga con la cruz.
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación». Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: «Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?». No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: «¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?». Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 37, 21-28
Salmo: (Tomado del Libro de Jeremías) Jer 31, 10-12ab.13
Oración introductoria
Jesús, gracias por este momento en que me permites estar de nuevo abrazado a Ti. Sé que en estos días te he causado algunos dolores con mis pecados, pero sé también que me quieres perdonar, y ante todo, quieres que haga ahora mismo, una nueva experiencia de tu amor. Quiero conocerte a Ti y vivir desde ahora con la resolución de anunciarte decididamente con mi alegría y testimonio.
Petición
Señor, déjame conocer una parte de tu corazón, para que, viendo todo tu amor, no sea como los fariseos que te negaron aun después de haber visto tus milagros.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
[Queridos hermanos y hermanas:]
[…] el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade: «Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.
La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes, hindúes… La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos «traducir» esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo «a los caminos y cercados» (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.
La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.
Santo Padre Benedicto XVI
Homilía del IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
II. La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación
«Jesús entregado según el preciso designio de Dios»
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: «Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han «entregado a Jesús» (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de «predestinación» incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: «Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado» (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).
«Muerto por nuestros pecados según las Escrituras»
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber «recibido» (1 Co 15, 3) que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
«Dios le hizo pecado por nosotros»
602 En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), «a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: «De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18, 14). Afirma «dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: «no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo» (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
En un momento de oración durante el día, cerraré mis ojos tranquilamente y le pediré a Jesús con mucha confianza la gracia de conocerle y de aceptar su voluntad en mi vida.
Diálogo con Cristo
Jesús, después de haber hecho una experiencia de tu acción en mi vida, quiero agradecerte por ayudarme a comprender con más fe tus milagros diarios y frecuentes. Me duele pensar que te pueda abandonar por mi egoísmo y que decida darte muerte aunque vea tus milagros. Por eso, te pido un corazón humilde para que pueda acogerme generosamente a tu Voluntad en mí y pueda hacer una experiencia cada vez más dulce y más nueva de tu presencia atenta en mi vida diaria. Gracias, Jesús, por estar aquí. ¡Qué bien se está aquí contigo! Gracias.
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Sirviéndolo, rechazando y olvidando todo lo que nos atormenta, porque es Él quien nos ayudará en el camino elegido. No estamos solos. Confiemos en Él.
Beata Madre Teresa de Calcuta
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por Catequesis en Familia | 26 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 11, 1-45. Quinto domingo del Tiempo de Cuaresma. El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión.
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo». Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea». Los discípulos le dijeron: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?». Jesús les respondió: «¿Acaso no son doce la horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él». Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo». Sus discípulos le dijeron: «Señor, si duerme, se curará». Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo». Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él». Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro Días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo». Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los Judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habra muerto». Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: «¿Dónde lo pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás». Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!». Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?». Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y le dijo: «Quiten la piedra». Marta, la hermana del difunto, le respondió: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto». Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!». El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar». Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 37, 12-14
Salmo: Sal 130 (129), 1-8
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 8, 8-11
Oración introductoria
Señor, yo creo en ti y en tu amor. Si quieres puedes convertir este momento de oración en una experiencia de amor que transforme toda mi vida; sé que lo puedes hacer y humildemente te suplico que lo hagas.
Petición
Jesús, cúrame de todo eso que me aparta del camino del bien porque quiero vivir en todo, y sobre todo, tu caridad.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.
Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la niña de doce años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.
Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera com-pasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.
Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.
La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz.
Santo Padre Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 9 de marzo de 2008
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. Jesús
430 Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que «¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?»(Mc 2, 7), es Él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.
431 En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de «la casa de servidumbre» (Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. Él lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo Él es quien puede absolverlo (cf. Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel, tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más que en la invocación del nombre de Dios Redentor (cf. Sal 79, 9).
432 El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la Persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la Redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13) de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12; cf. Hch 9, 14; St 2, 7).
433 El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando san Pablo dice de Jesús que «Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre» (Rm 3, 25) significa que en su humanidad «estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5, 19).
434 La Resurrección de Jesús glorifica el Nombre de Dios «Salvador» (cf. Jn 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf. Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede (Jn 15, 16).
435 El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula Per Dominum nostrum Jesum Christum… («Por nuestro Señor Jesucristo…»). El «Avemaría» culmina en «y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». La oración del corazón, en uso en Oriente, llamada «oración a Jesús» dice: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador». Numerosos cristianos mueren, como santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: «Jesús».
II. Cristo
436 Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido». Pasa a ser nombre propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
437 El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús como el del Mesías prometido a Israel: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 11). Desde el principio él es «a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo»(Jn 10, 36), concebido como «santo» (Lc 1, 35) en el seno virginal de María. José fue llamado por Dios para «tomar consigo a María su esposa» encinta «del que fue engendrado en ella por el Espíritu Santo» (Mt 1, 20) para que Jesús «llamado Cristo» nazca de la esposa de José en la descendencia mesiánica de David (Mt 1, 16; cf. Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8; Ap 22, 16).
438 La consagración mesiánica de Jesús manifiesta su misión divina. «Por otra parte eso es lo que significa su mismo nombre, porque en el nombre de Cristo está sobreentendido Él que ha ungido, Él que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: Él que ha ungido, es el Padre. Él que ha sido ungido, es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu que es la Unción» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 18, 3). Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo, por Juan cuando «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38) «para que él fuese manifestado a Israel» (Jn 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como «el santo de Dios» (Mc 1, 24; Jn 6, 69; Hch 3, 14).
439 Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico «hijo de David» prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26;11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).
440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre «que ha bajado del cielo» (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13), a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón, el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2, 36).
III. Hijo único de Dios
441 Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado «hijo de Dios» (cf. 1 Cro 17, 13; Sal2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47).
442 No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) porque Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles…» (Ga 1,15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
443 Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70; cf. Mt 26, 64; Mc 14, 61). Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34-36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36). Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» (cf. Mt 5, 48; 6, 8; 7, 21; Lc 11, 13) salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).
444 Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado» (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».
445 Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4; cf. Hch 13, 33). Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad «(Jn 1, 14).
IV. Señor
446 En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por Kyrios [«Señor»]. Señorse convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).
447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus Apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.
448 Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7).
449 Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de «condición divina» (Flp 2, 6) y porque el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).
450 Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor» (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). » La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10, 2; cf. 45, 2).
451 La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros», o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: Maran atha («¡el Señor viene!») o Marana tha («¡Ven, Señor!») (1 Co 16, 22): «¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Catecismo de la Iglesia Católica
Diálogo con Cristo
Señor, yo creo en Ti, en la abundancia y gratuidad de tu amor. Dame la gracia de corresponderte con un corazón benigno y sincero, que cure la vida de los demás con mis palabras, mis acciones y mi testimonio. Ayúdame a vivir en tu luz para experimentar la alegría de sanación que viene con tu amistad.
Propósito
Orar con la ilusión y con la confianza de creer, y saber, que Dios me dará todo lo que necesito.
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por Catequesis en Familia | 25 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 7, 40-53. Sábado de la 4.ª semana del Tiempo de Cuaresma. Para conocer al Señor no es necesario un estudio de nociones sino una vida de discípulo.
Algunos de la multitud que lo habían oído, opinaban: «Este es verdaderamente el Profeta». Otros decían: «Este es el Mesías». Pero otros preguntaban: «¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?». Y por causa de él, se produjo una división entre la gente. Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él. Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y estos les preguntaron: «¿Por qué no lo trajeron?». Ellos respondieron: «Nadie habló jamás como este hombre». Los fariseos respondieron: «¿También ustedes se dejaron engañar? ¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en él? En cambio, esa gente que no conoce la Ley está maldita». Nicodemo, uno de ellos, que había ido a ver a Jesús, les dijo: «¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?». Le respondieron: «¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta». Y cada uno regresó a su casa.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Jeremías, Jer 11, 18-20
Salmo: Sal 7, 2-3.9-12
Oración introductoria
Señor Jesús, creo que eres el verdadero Hijo de Dios que has venido al mundo para alcanzarme el perdón de mis pecados, para purificar mi alma de toda mancha y poder presentársela al Padre cuando termine mi peregrinación por esta vida. Confío, Señor, en el poder de tus méritos, en tu amor y tu perdón que me llevarán a la vida eterna. Te amo, Señor, y quiero amarte cada día más, hacer de mi amor a ti mi motivo de actuación. Acrecienta mi amor a ti, y ayúdame a permanecer en tu amor y cumplir tus mandamientos.
Petición
Señor, ven a reinar en mi interior; sé, Tú, el Rey de mi vida.
Meditación del Santo Padre Francisco
Por lo tanto, «la pregunta a Pedro —¿Quién soy yo para vosotros, para ti?— se comprende sólo a lo largo del camino, después de un largo camino. Una senda de gracia y de pecado». Es «el camino del discípulo». En efecto, «Jesús no dijo a Pedro y a sus apóstoles: ¡conóceme! Dijo: ¡sígueme!». Y precisamente «este seguir a Jesús nos hace conocer a Jesús. Seguir a Jesús con nuestras virtudes» y «también con nuestros pecados. Pero seguir siempre a Jesús».
Para conocer a Jesús, reafirmó el Santo Padre, «no es necesario un estudio de nociones sino una vida de discípulo». De este modo, «caminando con Jesús aprendemos quién es Él, aprendemos esa ciencia de Jesús. Conocemos a Jesús como discípulos». Lo conocemos en el «encuentro cotidiano con el Señor, todos los días. Con nuestras victorias y nuestras debilidades».
Se trata de «un camino que no podemos hacer solos», precisó el Papa. Por lo tanto, se conoce a Jesús «como discípulos por el camino de la vida, siguiéndole a Él». Pero esto «no es suficiente», advirtió el Papa, porque «conocer a Jesús es un don del Padre: es Él quien nos hace conocer a Jesús». En realidad, puntualizó, esto «es un trabajo del Espíritu Santo, que es un gran trabajador: no es un sindicalista, es un gran trabajador. Y trabaja siempre en nosotros; y realiza esta gran labor de explicar el misterio de Jesús y darnos este sentido de Cristo».
Santo Padre Francisco: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Homilía del jueves, 20 de febrero de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
IV. La santidad cristiana
2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).
2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):
«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).
2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.
2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:
«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).
2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy haré todo con la conciencia de agradar y amar más a Jesús.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, te agradezco hoy por enseñarme a vivir más en la fe y menos del lado superficial de las cosas. Te pido que me ayudes a vivir más de acuerdo con tus mandamientos, y hacer de ti el Señor de mi interior y de mi vida diaria. Gracias por tu amor y por salvarme con tu sufrimiento. Enséñame, Señor, a ser un buen cristiano y a ser un testigo de tu mensaje de amor a los hombres de mi entorno.
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La vocación del cristiano es la santidad, en todo momento de la vida. En la primavera de la juventud, en la plenitud del verano de la edad madura, y después también en el otoño y en el invierno de la vejez, y por último, en la hora de la muerte.
Beato Juan Pablo II
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por Catequesis en Familia | 25 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 5, 31-47. Jueves de la 4.ª semana del Tiempo de Cuaresma. Para conocer verdaderamente a Jesús hay que hablar con Él, dialogar con Él mientras le seguimos en el camino.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría. Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero. Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió. Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida. Mi gloria no viene de los hombres. Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes. He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir. ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios? No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza. Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí. Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Éxodo, Ex 32, 7-14
Salmo: Sal 106 (105), 19-23
Oración introductoria
Señor y Dios mío, que eres tan bueno y que me has dado tantas gracias; me pongo en tu presencia en este breve momento de oración. Lo único que quiero es recibirte en mi corazón. ¡Ayúdame a conocerte! ¡Ayúdame a encontrar la verdadera felicidad! ¡Ayúdame a encontrar tu voluntad!
Petición
Señor, Tú que lo puedes todo, aumenta mi confianza para que pueda creer con una fe más desinteresada. Ayúdame a olvidarme de mí mismo y a lanzarme a encontrar tu voluntad.
Meditación del Santo Padre Francisco
Se puede conocer a Jesús en el catecismo porque éste nos enseña muchas cosas sobre Jesús. Debemos estudiarlo, debemos aprenderlo, conocemos al Hijo de Dios, que ha venido para salvarnos; entendemos toda la belleza de la historia de la Salvación, del amor del Padre, estudiando el Catecismo.
¿Cuántos han leído el Catecismo de la Iglesia Católica desde que se publicó hace 20 años? Sí, se debe conocer a Jesús en el Catecismo. Pero no es suficiente conocerlo con la mente: éste es sólo un paso, es necesario conocerlo en el diálogo con Él, hablando con Él, en la oración, de rodillas. Si tú no rezas, si tú no hablas con Jesús, no lo conoces. Tú sabes cosas de Jesús, pero no vas con ese conocimiento que te da el corazón en la oración. Y una tercera vía: el discipulado, ir con Él, caminar con Él, es necesario conocer a Jesús con el lenguaje de la acción.
Santo Padre Francisco: Para conocer a Jesús
Homilía del jueves, 26 de septiembre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2)
Dios ha dicho todo en su Verbo
65 «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra […]; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).
No habrá otra revelación
66 «La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (DV4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.
67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.
La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones».
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy amaré más al Señor en mi familia, ayudando a todos en los que necesiten de mí.
Diálogo con Cristo
Los momentos que reservo para tus cosas, Señor, son muy pocos y pasan rapidísimos. ¿Qué más puedo hacer por ti? No quiero dejar pasar este momento de oración, como muchos que ya se han ido, sin dejar en mí una verdadera experiencia de ti, Señor. No puedo salir sin comprometerme de verdad contigo. Ya he contemplado tu amor, cómo eres Tú en verdad; ahora, falta mi parte. Tú me conoces, soy débil, pero sé que con tu gracia puedo; en ti, está mi fuerza; contigo, no vacilo.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 25 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 5, 1-3.5-16. Martes de la 4.ª semana del Tiempo de Cuaresma. ¿Quieres quedar sano?… No peques más.
Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: «¿Quieres curarte?». El respondió: «Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes». Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y camina». En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar. Era un sábado, y los Judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: «Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla». El les respondió: «El que me curó me dijo: «Toma tu camilla y camina». Ellos le preguntaron: «¿Quién es ese hombre que te dijo: «Toma tu camilla y camina?». Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí. Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: «Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía». El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 47, 1-9.12
Salmo: Sal 46(45), 2-3.5-6.8-9
Oración introductoria
Señor, en este día, quiero aprovechar al máximo este momento de contacto que tengo contigo. Hazme sentir tu presencia amorosa, no con los sentimientos, sino con un verdadero espíritu de fe. Señor, Tú estás aquí conmigo, guía mis pasos y sáname de mis flaquezas. Dame unos ojos nuevos que perciban tu amor en todos los momentos de mi existencia.
Petición
Señor, que me dé cuenta de lo pequeño que soy y de lo necesitado que estoy de tu misericordia y de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
A los numerosos heridos que son acogidos en ese gran «hospital de campo símbolo de la Iglesia» uno se debe acercar sin acedia espiritual y sin formalismos. Es lo que recomendó el Papa Francisco en la misa del martes [día de hoy] en la Casa Santa Marta. Invitó también a los cristianos a «no vivir bajo anestesia» y a superar las tentaciones «de la resignación, de la tristeza» y del «no implicarse».
«El agua —explicó al comentar las lecturas— es el símbolo en la liturgia de hoy: el agua que cura, el agua que trae la salud». E hizo referencia sobre todo al pasaje del Evangelio de san Juan (5, 1-16): es «la historia del hombre paralítico de treinta y ocho años» que estaba con otros muchos enfermos junto a la piscina en Jerusalén esperando ser curado. Y, así, cuando «Jesús vio a ese hombre le preguntó: ¿quieres quedar sano?». Su respuesta está preparada: «»Claro Señor, estoy aquí para esto. Pero no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua se agita. Mientras estoy llegando al lugar, otro baja antes que yo»». Existía «la idea —explicó el Pontífice— que cuando las aguas se agitaban era el ángel del Señor que venía a curar». La reacción de Jesús es una orden: «Levántate, toma tu camilla y echa a andar». Y el hombre fue curado.
Luego, continuó el Papa, «el apóstol cambia el tono de la narración y recuerda que ese día era sábado». Así recoge las reacciones de los que riñeron al hombre que fue curado precisamente porque llevaba su camilla un día de sábado, a pesar de la prohibición. Un modo de actuar, afirmó el Pontífice, que se refiere «también a nuestra actitud ante las numerosas enfermedades físicas y espirituales de la gente». Y en especial, destacó, «encuentro aquí» la imagen de «dos enfermedades fuertes, espirituales» sobre las cuales «nos hará bien reflexionar».
La «primera enfermedad» es la que aflige al hombre paralítico y que ya «estaba como resignado» y tal vez se decía «a sí mismo «la vida es injusta, otros tienen más suerte que yo»». En su forma de hablar «hay un tono de lamento: está resignado pero también amargado». Una actitud, destacó el Papa, que hace pensar también en «muchos católicos sin entusiasmo y amargados» que se repiten «a sí mismos «yo voy a misa todos los domingos pero es mejor no comprometerse. Yo tengo fe para mi salud, pero no siento la necesidad de darla a otro: cada uno en su casa, tranquilo»», también porque si «en la vida tú haces algo luego te reprochan: es mejor no implicarse».
Precisamente esta es «la enfermedad de la acedia de los cristianos», una «actitud que es paralizante para el celo apostólico» y «que hace de los cristianos personas inmóviles, tranquilas, pero no en el buen sentido de la palabra: personas que no se preocupan por salir para anunciar el Evangelio, personas anestesiadas». Una anestesia espiritual que lleva a la consideración «negativa de que es mejor no comprometerse» para vivir «así con esa acedia espiritual. Y la acedia es tristeza». Es el perfil de «cristianos tristes en el fondo» a quienes les gusta saborear la tristeza hasta llegar a ser «personas no luminosas y negativas». Y esta, alertó el Papa, «es una enfermedad para nosotros cristianos». Tal vez «vamos a misa todos los domingos» pero también decimos «por favor, no molestar». Los cristianos «sin celo apostólico no sirven y no hacen bien a la Iglesia». Lamentablemente, dijo el Pontífice, hoy son muchos los «cristianos egoístas» que cometen «el pecado de la acedia contra el celo apostólico, contra las ganas de llevar la novedad de Jesús a los demás; esa novedad que me ha sido donada gratuitamente».
El otro pecado indicado hoy por el Papa es «el formalismo» de los judíos. Se la toman con el hombre que acababa de ser curado por Jesús por llevar su camilla un día de sábado. La contestación de los judíos es seca: «Aquí las cosas son así, se debe hacer esto». A ellos les «interesaba sólo las formalidades: era sábado y no se podían hacer milagros el sábado. La gracia de Dios no puede trabajar el sábado». Es la misma actitud de aquellos «cristianos hipócritas que no dejan espacio a la gracia de Dios». Tanto que para «esta gente la vida cristiana es tener todos los documentos en regla, todos los certificados». Actuando así «cierran la puerta a la gracia de Dios». Y, añadió, «tenemos muchos de ellos en la Iglesia».
He aquí, por lo tanto, los dos pecados. Por una parte están «los del pecado de la acedia» porque «no son capaces de ir adelante con su celo apostólico y decidieron detenerse en sí mismos, en las propias tristezas y resentimientos». Por otro lado están los que «no son capaces de llevar la salvación porque cierran la puerta» y se preocupan «sólo de las formalidades» hasta el punto que «¡no se puede!», es la palabra que usan con más frecuencia.
«Son tentaciones que también tenemos nosotros y que debemos conocer para defendernos». Y «ante estas dos tentaciones» en ese «hospital de campo, símbolo de la Iglesia hoy, con mucha gente herida», Jesús ciertamente no cede ni a la acedia ni al formalismo. Sino que «se acerca a ese hombre y le dice: «¿quieres quedar sano?»». Al hombre que responde sólo sí «le da la gracia y se marcha». Jesús, explicó el Papa, «no le soluciona la vida: le da la gracia y la gracia lo hace todo». Luego, relata el Evangelio, cuando poco después se encuentra nuevamente con ese hombre en el templo, le dirige una vez más la palabra para decirle «»mira, estás curado, no peques más»». Estas, afirmó el Pontífice, son «las dos palabras cristianas: «¿quieres quedar sano?» – «No peques más»». Jesús primero cura al enfermo y luego lo invita «a no pecar más». Es precisamente «este el camino cristiano, la senda del celo apostólico» para «acercarnos a las numerosas personas heridas en este hospital de campo. Y también muchas veces heridas por hombres y mujeres de la Iglesia». Es necesario, por lo tanto, hablar como un hermano y una hermana, invitando a curarse y luego a «no pecar más». Y sin lugar a dudas estas «dos palabras de Jesús —concluyó el Papa— son más bonitas que la actitud de la acedia y la actitud de la hipocresía».
Santo Padre Francisco: Más allá de los formalismos
Meditación del lunes, 1 de abril de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. La misericordia y el pecado
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy haré una visita a Jesús Eucaristía, exponiéndole mis problemas con plena confianza.
Diálogo con Cristo
Señor, gracias por tu amor y tu presencia que verdaderamente hace que nos sintamos como hijos tuyos. Sé que hoy me has escuchado y te pido la gracia de ser paciente para esperar que Tú obres en mí. Hazme ver tu mano amorosa que me sostiene y me hace ver qué grande es tu amor hacia mí.
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por Catequesis en Familia | 24 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 4, 43-54. Lunes de la 4.ª semana del Tiempo de Cuaresma. La identidad cristiana es el cristiano que es testigo de una fe que camina siguiendo las promesas de Dios.
Transcurridos los dos días, Jesús partió hacia Galilea. El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta. Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaúm. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo. Jesús le dijo: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen». El funcionario le respondió: «Señor, baja antes que mi hijo se muera». «Vuelve a tu casa, tu hijo vive», le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y la anunciaron que su hijo vivía. El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. «Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre», le respondieron. El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y entonces creyó él y toda su familia. Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Isaías, Is 65, 17-21
Salmo: Sal 30(29), 2-6.11-13
Oración introductoria
Señor, dame una fe viva y operante, un amor ardiente y desinteresado, una esperanza firme e ilimitada en Ti. Ayúdame a orar con profundidad, para escuchar tu voz y ser dócil a tus inspiraciones en este momento; aunque mi espíritu quiera rebelarse, confío en que tu gracia me fortalecerá.
Petición
Jesucristo, dame una fe real y verdadera que transforme mis actitudes para hacer siempre el bien.
Meditación del Santo Padre Francisco
Ni «cristianos errantes como turistas existenciales» ni «cristianos inmóviles», sino testigos de una «fe que camina» siguiendo las promesas de Dios. Es la identidad cristiana así como la trazó el Papa Francisco el lunes 31 de marzo en la misa celebrada en la capilla de la Casa Santa Marta.
El Pontífice habló del valor que —en la vida de un cristiano— tiene la confianza en Jesús «que no defrauda nunca». Está escrito en el Evangelio y el Papa Francisco lo puso de relieve al comentar las lecturas de la liturgia. «En la primera lectura —comenzó citando a Isaías (65, 17-21)— está la promesa de Dios, lo que nos espera. Lo que Dios ha preparado para nosotros: “Yo creo cielos nuevos y tierra nueva…”. No recordará ya el pasado, las fatigas… será todo nuevo. “Creó Jerusalén para la alegría….”. Habrá alegría. Es la promesa de la alegría».
El Señor, explicó el obispo de Roma, antes de pedir algo promete. Y por ello el fundamento principal de la virtud de la esperanza es precisamente fiarse de las promesas del Señor. También porque «esta esperanza —aseguró— no defrauda; porque Él es fiel y no falla». El Señor, continuó, no pidió nunca a nadie ir, actuar, sin antes haberle hecho una promesa. «Incluso Adán —recordó al respecto— cuando fue expulsado del Paraíso recibió una promesa». Y este «es nuestro destino: caminar en la perspectiva de las promesas, seguros de que llegarán a ser realidad. Es hermoso leer el capítulo once de la Carta a los Hebreos, donde se relata el camino del pueblo de Dios hacia las promesas: cómo esta gente amaba mucho estas promesas y las buscaba incluso con el martirio. Sabía que el Señor era fiel. La esperanza no defrauda nunca».
Para ayudar a comprender mejor el valor de la confianza en las promesas del Padre, el Papa hizo referencia al episodio narrado por el Evangelio de san Juan (4, 43-54) proclamado poco antes, en el cual se habla del funcionario del rey que, al enterarse de la llegada de Jesús a Caná, va a su encuentro para pedirle que salve al hijo enfermo que estaba muriéndose en Cafarnaún. Fue suficiente, recordó el Pontífice, que Jesús dijera: «Anda, tu hijo vive» para que ese hombre creyese en su palabra y se pusiese en camino: «Esta es nuestra vida: creer y ponerse en camino» como hizo Abrahán, que «confió en el Señor y caminó incluso en momentos difíciles», cuando, por ejemplo, su fe «fue probada» con la petición del sacrificio del hijo. Incluso en esa ocasión él «caminó. Se fio del Señor —destacó el Pontífice— y siguió adelante. La vida cristiana es esto: caminar hacia las promesas». Por ello «la vida cristiana es esperanza».
Sin embargo, se puede incluso no caminar en la vida. «Y, de hecho —apuntó el obispo de Roma— hay muchos, incluso cristianos y católicos de comunidad, que no caminan. Está la tentación de detenerse», de considerar ser un buen cristiano sólo porque, precisó, se forma parte de movimientos eclesiales y se sienten en ellos como en la propia «casa espiritual», casi «cansados» de caminar.
«Contamos con muchos cristianos inmóviles. Tienen una esperanza débil. Sí, creen que existe el cielo pero no lo buscan. Siguen los mandamientos —evidenció el Pontífice—, cumplen los preceptos, todo, todo; pero están inmóviles. Y el Señor no puede sacar levadura de ellos para hacer crecer a su pueblo. Y esto es un problema: los inmóviles».
«Luego —añadió— están los otros, los que se equivocan de camino. Todos nosotros algunas veces nos hemos equivocado de camino». Pero el problema, precisó, «no es equivocarse de camino. El problema es no volver cuando uno se da cuenta de que se ha equivocado. Es nuestra condición de pecadores lo que nos hace errar el camino. Caminamos, pero a veces cometemos esta equivocación de camino. Se puede volver: el Señor nos da esta gracia, de poder regresar».
Y «hay otro grupo que es más peligroso —dijo— porque se engaña a sí mismo». Son «los que caminan pero no hacen camino. Son los cristianos errantes: dan vueltas, dan vueltas como si la vida fuese un turismo existencial, sin meta, sin tomar en serio las promesas. Los que dan vueltas y se engañan porque dicen: “Yo camino…”. No; tú no caminas, tú das vueltas. En cambio el Señor nos pide que no nos detengamos, que no nos equivoquemos de camino y que no demos vueltas por la vida. Nos pide que miremos las promesas, que sigamos adelante con las promesas», como el hombre del Evangelio de Juan, que «creyó en las promesas de Jesús y se puso en camino». Y la fe se pone en camino.
La Cuaresma, dijo como conclusión, es un tiempo propicio para pensar si estamos en camino o si estamos «demasiado inmóviles» y entonces debemos convertirnos; o bien si «nos hemos equivocado de camino» y entonces debemos ir a confesarnos «para retomar el camino»; o, por último, si somos «turistas teologales», como los que dan vueltas por la vida «pero que nunca dan un paso hacia adelante».
«Pidamos al Señor la gracia —esta fue la exhortación del Papa Francisco— de retomar el camino, de ponernos en camino hacia las promesas. Mientras pensamos en esto, nos hará bien releer el capítulo once de la Carta a los Hebreos, para comprender bien lo que significa caminar hacia las promesas que nos hizo el Señor».
Santo Padre Francisco: Para no ser turistas existenciales
Meditación del lunes, 31 de marzo de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
II «Yo sé en quién tengo puesta mi fe»(2 Tm 1,12)
Creer solo en Dios
150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).
Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios
151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).
Creer en el Espíritu Santo
152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: «Jesús es Señor» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios […] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.
La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Predicar, no sólo con mi testimonio y mi palabra, sino haciendo al menos un acto concreto de caridad.
Diálogo con Cristo
Señor, la enfermedad de su hijo motivó al funcionario a buscarte y a creer en Ti. Yo quiero madurar y crecer en mi amor a Ti, para que no sólo te busque en la necesidad, en la soledad o en el sufrimiento. Con tu gracia sé que lo podré lograr. ¡Gracias por tu amor eterno y por estar siempre conmigo!
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por Catequesis en Familia | 22 Mar, 2017 | Catequesis Metodología
Lucas 11, 14-23. Jueves de la 3.ª semana de Cuaresma. Por favor, no hagamos tratos con el demonio y tomemos en serio los peligros que se derivan de su presencia en el mundo.
Jesús estaba expulsando a un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, el mudo empezó a hablar. La muchedumbre quedó admirada, pero algunos de ellos decían: «Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios». Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo. Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: «Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casa caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque –como ustedes dicen– yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul. Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes. Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Jeremías, Jer 7, 23-28
Salmo: Sal 95(94), 1-2.6-9
Oración introductoria
Señor, quiero estar siempre unido a Ti, por eso hoy quiero tener este encuentro contigo en la oración. Dame la luz y fortaleza para acallar todo lo que pueda ser factor de distracción o de evasión. Creo, espero y te amo.
Petición
Dios mío, dame la gracia de saber acogerte en mi corazón para vivir siempre unido a Ti.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Por favor, no hagamos tratos con el demonio» y tomemos en serio los peligros que se derivan de su presencia en el mundo. Lo recomendó el Papa Francisco el viernes 11 de octubre por la mañana, en su homilía en la misa en Santa Marta. «La presencia del demonio —recordó— está en la primera página de la Biblia y la Biblia acaba también con la presencia del demonio, con la victoria de Dios sobre el demonio». Pero éste —advirtió— vuelve siempre con sus tentaciones. Nos corresponde a nosotros «no ser ingenuos».
El Pontífice comentó el episodio en el que Lucas (11, 15-26) cuenta de Jesús que expulsa a los demonios. El evangelista refiere también los comentarios de cuantos asisten perplejos y acusan a Jesús de magia o, como mucho, le reconocen que es sólo un sanador de personas afectadas por epilepsia. También hoy —observó el Papa— «hay sacerdotes que cuando leen este pasaje y otros pasajes del Evangelio, dicen: Jesús curó a una persona de una enfermedad psíquica». Ciertamente «es verdad que en aquel tiempo se podía confundir la epilepsia con la posesión del demonio —reconoció—, pero también es verdad que estaba el demonio. Y nosotros no tenemos derecho a hacer el asunto tan sencillo», liquidándolo como si se tratara de enfermos psíquicos y no de endemoniados.
Volviendo al Evangelio, el Papa observó que Jesús nos ofrece algunos criterios para entender esta presencia y reaccionar. «¿Cómo ir por nuestro camino cristiano cuando existen las tentaciones? ¿Cuándo entra el diablo para turbarnos?», se preguntó. El primero de los criterios sugeridos por el pasaje evangélico «es que no se puede obtener la victoria de Jesús sobre el mal, sobre el diablo, a medias». Para explicarlo, el Santo Padre citó las palabras de Jesús referidas por Lucas: «El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama». Y refiriéndose a la acción de Jesús respecto a los poseídos por el diablo, dijo que se trata sólo de una pequeña parte «de lo que vino a hacer por toda la humanidad»: destruir la obra del diablo para liberarnos de su esclavitud.
No se puede seguir creyendo que sea una exageración: «O estás con Jesús o estás contra Jesús. Y sobre este punto no hay matices. Hay una lucha, una lucha en la que está en juego la salvación eterna de todos nosotros». Y no hay alternativas, aunque a veces oigamos «algunas propuestas pastorales» que parecen más acomodadoras. «¡No! O estás con Jesús —repitió el Obispo de Roma— o estás en contra. Esto es así. Y éste es uno de los criterios».
Último criterio es el de la vigilancia. «Debemos siempre velar, velar contra el engaño, contra la seducción del maligno», exhortó el Pontífice. Y volvió a citar el Evangelio: «Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Y nosotros podemos hacernos la pregunta: ¿yo vigilo sobre mí? ¿Sobre mi corazón? ¿Sobre mis sentimientos? ¿Sobre mis pensamientos? ¿Custodio el tesoro de la gracia? ¿Custodio la presencia del Espíritu Santo en mí?». Si no se custodia —añadió, cintando otra vez el Evangelio—, «llega otro que es más fuerte y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte su botín».
Son estos, por lo tanto, los criterios para responder a los desafíos planteados por la presencia del diablo en el mundo: la certeza de que «Jesús lucha contra el diablo»; «quien no está con Jesús está contra Jesús»; y «la vigilancia». Hay que tener presente —dijo también el Papa— que «el demonio es astuto: jamás es expulsado para siempre, sólo lo será el último día». Porque cuando «el espíritu inmundo sale del hombre —recordó, citando el Evangelio—, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y al no encontrarlo dice: volveré a mi casa de donde salí. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».
He aquí por qué es necesario velar. «Su estrategia es ésta —advirtió el Papa Francisco—: tú te has hecho cristiano, vas adelante con tu fe, y yo te dejo, te dejo tranquilo. Pero después, cuando te has acostumbrado y no estás muy alerta y te sientes seguro, yo vuelvo. El Evangelio de hoy comienza con el demonio expulsado y acaba con el demonio que vuelve. San Pedro lo decía: es como un león feroz que ronda a nuestro alrededor». Y esto no son mentiras: «es la Palabra del Señor».
«Pidamos al Señor —fue su oración conclusiva— la gracia de tomar en serio estas cosas. Él ha venido a luchar por nuestra salvación, Él ha vencido al demonio».
Santo Padre Francisco: Cómo se vence al demonio
Meditación del viernes, 11 de octubre de 2013
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
¿En qué consiste esta profunda sanación que Dios obra a través de Jesús? Se trata de una paz verdadera, completa, fruto de la reconciliación de la persona con sí misma y en todas sus relaciones: con Dios, con los demás, con el mundo. En efecto, el Diablo siempre está tratando de arruinar la obra de Dios, sembrando la división en el corazón humano, entre el cuerpo y el alma, entre el hombre y Dios, en las relaciones interpersonales, sociales, internacionales, e incluso entre el hombre y la creación. El mal siembra la guerra; Dios crea la paz. De hecho, como dice san Pablo: Cristo «es nuestra paz: el que de dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio, la enemistad, a través de su carne». Para llevar a cabo esta obra de reconciliación radical Jesús, el Buen Pastor, ha debido convertirse en Cordero, «el Cordero de Dios… que quita el pecado del mundo». Sólo así ha podido llevar a cabo la maravillosa promesa del Salmo: «Bondad y amor me acompañarán todos los días de mi vida, / y habitaré en la casa de Yahvé / un sinfín de días».
Santo Padre Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 22 de julio de 2012
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
IV. El infierno
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: «Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno».
1034 Jesús habla con frecuencia de la «gehenna» y del «fuego que nunca se apaga» (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que «enviará a sus ángeles […] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo» (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:» ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!» (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran» (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes»» (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que «quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión» (2 P 3, 9):
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Crecer mi sentido de vigilancia a través de una vida de oración y sacramentos, para no caer en la tentación.
Diálogo con Cristo
Señor, quiero vivir desde la perspectiva del amor: que por amor a Ti, sea caritativo; que por amor a Ti, sea auténtico; que por amor a Ti, sea humilde. Que el amor a Ti me lleve a la misión con un espíritu exigente, decidido y audaz, sabiendo que las crisis y tentaciones del mal no podrán hacer mella, si vivo unido a Ti.
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Las puertas del infierno no prevalecerán sobre Ella.
Mt 16, 18
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por Catequesis en Familia | 12 Mar, 2017 | La Biblia
Mateo 18, 21-35. Martes de la 3.ª semana del Tiempo de Cuaresma. Un cristiano que no es capaz de perdonar escandaliza: no es cristiano.
Entonces se adelantó Pedro y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?». Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: «Señor, dame un plazo y te pagaré todo». El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: «Págame lo que me debes». El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: «Dame un plazo y te pagaré la deuda». Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: «¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?». E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Daniel, Dan 3, 25.34-43
Salmo: Sal 25(24), 4-9
Oración introductoria
Señor, yo necesito de tu perdón y tu misericordia. Sé que puedo acudir a ti con todos mis defectos y pecados. Tú me quieres perdonar. Me esperas con tu corazón de Padre para que yo llegue y acepte tu amor. Tú reinas y gobiernas con misericordia, y nada te agrada más que poder perdonar.
Petición
Señor Jesús, Tú moriste por mí en la cruz para librarme de mis pecados. ¡Ayúdame a reconocerlos y a pedirte perdón con un corazón humilde! ¡Dame la gracia de perdonar a los demás como Tú me perdonaste a mí!
Meditación del Santo Padre Francisco
Jesús, en el Evangelio, «habla del perdón y —destacó el Papa— nos aconseja que no nos cansemos de perdonar. ¿Por qué? Porque yo he sido perdonado». En efecto, «el primer perdonado en mi vida soy yo. Por esto no tengo derecho a no perdonar: estoy obligado, por el perdón recibido, a perdonar a los demás». Así, pues, «perdonar: una vez, dos, tres, setenta veces siete, ¡siempre! Incluso en el mismo día». En esto, aclaró el Pontífice, Jesús en cierto sentido «exagera para hacernos comprender la importancia del perdón». Porque «un cristiano que no es capaz de perdonar escandaliza: no es cristiano».
Esta verdad «está en el Padrenuestro: Jesús lo enseñó allí», recordó el Pontífice. Cierto, reconoció, el discurso del perdón «no se comprende con la lógica humana», «que te lleva a no perdonar, a la venganza; te conduce al odio, a la división». Así, vemos «cuántas familias divididas por no perdonarse, ¡cuántas familias! Hijos distanciados de sus padres; marido y mujer distanciados…». Por esta razón «es tan importante pensar esto: si yo no perdono no tengo, parece que no tendría, derecho a ser perdonado o no comprendí lo que significa que el Señor me haya perdonado».
Santo Padre Francisco: Cristianos escandalosos
Meditación del lunes, 10 de noviembre de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
V. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2838 Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, —“perdona nuestras ofensas”— podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es “para la remisión de los pecados”. Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.
«Perdona nuestras ofensas»…
2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).
2840 Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.
2841 Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26).
… «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).
2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):
«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy perdonaré de todo corazón a aquella persona que aún no he querido o no he sabido perdonar.
Diálogo con Cristo
Jesús, hoy te ofrezco mis pecados y mi debilidad, porque soy tu deudor. Sé que me quieres perdonar. Por eso vengo con una gran confianza. Confío en tus méritos y en tu muerte. Yo quiero ser el instrumento de tu perdón. Dame esta gracia. Yo sé que perdonar es la solución de muchos de mis problemas. Ayúdame a ser humilde y a aceptar mis propios defectos y los de las personas a mi lado. ¡Ayúdame a ser un apóstol de tu perdón!
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Señor, toma este corazón de piedra, y dame un corazón de hombre: un corazón que te ame, un corazón que se alegre en ti, que te imite y que te complazca.
San Ambrosio
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
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por Catequesis en Familia | 12 Mar, 2017 | La Biblia
Lucas 15, 1-3.11-32. Sábado de la 2.ª semana del Tiempo de Cuaresma. Nuestro Padre es el Dios que nos espera siempre y es también el Dios que nos perdona siempre, el Dios de la misericordia, que no se cansa de perdonar… antes somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo entonces esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponde». Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!». Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus servidores: «Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado». Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: «Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo». El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!». Pero el padre le dijo: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado»».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Miqueas, Miq 7, 14-15.18-20
Salmo: Sal 103(102), 1-4.9-12
Oración introductoria
Señor, ¡qué grande es tu amor y misericordia! Me identifico con esos dos hijos del Evangelio que no saben recibir y corresponder a tu amor. Conduce esta oración para que mi corazón no se endurezca y sea dócil a las inspiraciones.
Petición
Señor, ayúdame a confiar siempre en tu gran misericordia pero no permitas que abuse de tanto amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Si quieres conocer la ternura de un padre, prueba a dirigirte a Dios. Prueba, ¡y después me cuentas!». Es el consejo espiritual que el Papa Francisco dio en la misa que celebró el viernes 28 de marzo, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Por más pecados que hayamos cometido, afirmó el Pontífice, Dios nos espera siempre y está dispuesto a acogernos y hacer fiesta con nosotros y por nosotros. Porque es un Padre que jamás se cansa de perdonar y no tiene en cuenta si, al final, el «balance» es negativo: Dios no sabe hacer otra cosa que amar.
Esta actitud, explicó el Papa, se describe bien en la primera lectura de la liturgia, tomada del libro del profeta Oseas (14, 2-10). Es un texto que «nos habla de la nostalgia que Dios, nuestro Padre, siente por todos nosotros que nos hemos ido lejos y nos hemos alejado de Él». Sin embargo, «¡con cuánta ternura nos habla!».
Y el Pontífice quiso remarcar precisamente la ternura del Padre. «Cuando oímos la palabra que nos invita a la conversión —¡convertíos!—, quizá nos parezca algo fuerte, porque nos dice que tenemos que cambiar de vida, es verdad». Pero dentro de la palabra conversión está precisamente «esta nostalgia amorosa de Dios». Es la palabra apasionada de un «Padre que dice a su hijo: vuelve, vuelve, ¡es hora de volver a casa!».
«Solamente con esta palabra podemos pasar muchas horas en oración», afirmó el Pontífice, notando cómo «Dios no se cansa» nunca: lo vemos en «tantos siglos» y «con muchas apostasías del pueblo». Sin embargo, «Él regresa siempre, porque nuestro Dios es un Dios que espera». Y así también «Adán salió del Paraíso con una pena y también con una promesa. Y el Señor es fiel a su promesa, porque no puede negarse a sí mismo, ¡es fiel!».
Por esta razón «Dios nos ha esperado a todos nosotros, a lo largo de la historia». En efecto, «es un Dios que nos espera siempre». Y, al respecto, el Papa invitó a contemplar «el hermoso icono del padre y del hijo pródigo». El evangelio de Lucas (15, 11-32) «nos dice que el padre vio al hijo desde lejos, porque lo esperaba y todos los días iba a la terraza para ver si volvía su hijo». El padre, pues, esperaba el regreso de su hijo, y así, «cuando lo vio llegar, salió corriendo y se echó a su cuello». El hijo, en el camino de retorno, había preparado incluso las palabras que iba a decir para presentarse de nuevo en casa: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero «el padre no lo dejó hablar», y «con su abrazo le tapó la boca».
La parábola de Jesús nos permite comprender quién «es nuestro Padre: el Dios que nos espera siempre». Alguien podría decir: «Pero padre, ¡yo tengo tantos pecados que no sé si Él estará contento!». La respuesta del Papa es: «¡Prueba! Si quieres conocer la ternura de este Padre, ¡ve a Él y prueba! Después, me cuentas». Porque «el Dios que nos espera es también el Dios que perdona: el Dios de la misericordia». Y «no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero Él no se cansa: ¡setenta veces siete! ¡Siempre! ¡Adelante con el perdón!».
Ciertamente, prosiguió el Papa, «desde el punto de vista de una empresa el balance es negativo, ¡es verdad! Él pierde siempre, pierde en el balance de las cosas. Pero gana en el amor, porque Él es el primero que cumple el mandamiento del amor: Él ama, ¡no sabe hacer otra cosa!», como recuerda el pasaje evangélico de la liturgia del día (Mc 12, 28-34).
Es un Dios que nos dice, como se lee en el libro de Oseas: «Yo te sanaré porque mi cólera se ha alejado de ti». Así habla Dios: «¡Yo te llamo para sanarte!». Hasta tal punto que, explicó el Pontífice, «los milagros que Jesús hacía a muchos enfermos eran también un signo del gran milagro que cada día el Señor nos hace a nosotros cuando tenemos la valentía de levantarnos e ir a Él».
El Dios que espera y perdona es también «el Dios que hace fiesta», pero no organizando un banquete, como «aquel hombre rico en cuyo portal estaba el pobre Lázaro. No, ¡esa fiesta no le agrada!», afirmó el Santo Padre. En cambio, Dios prepara «otro banquete, como el padre del hijo pródigo». En el texto de Oseas, explicó, Dios nos dice que «también tú florecerás como el lirio». Es su promesa: hará fiesta por ti, hasta tal punto que «brotarán tus retoños y tendrás el esplendor del olivo y la fragancia del Líbano».
El Papa Francisco concluyó su meditación reafirmando que «la vida de toda persona, de todo hombre y de toda mujer que tiene la valentía de acercarse al Señor, encontrará la alegría de la fiesta de Dios». De ahí su deseo final: «Que estas palabras nos ayuden a pensar en nuestro Padre, el Padre que nos espera siempre, que nos perdona siempre y que hace fiesta cuando volvemos».
Santo Padre Francisco: Regreso a casa
Meditación del viernes, 28 de marzo de 2014
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En este [día] de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los dos hijos, más conocido como parábola del «hijo pródigo» (Lc15,11-32). Este pasaje de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el arte, y más en general nuestra civilización, sin esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? No deja nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos; después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo positivo— llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en el amor auténtico.
En estas etapas podemos ver también momentos del camino del hombre en la relación con Dios. Puede haber una fase que es como la infancia: una religión impulsada por la necesidad, por la dependencia. A medida que el hombre crece y se emancipa, quiere liberarse de esta sumisión y llegar a ser libre, adulto, capaz de regularse por sí mismo y de hacer sus propias opciones de manera autónoma, pensando incluso que puede prescindir de Dios. Esta fase es muy delicada: puede llevar al ateísmo, pero con frecuencia esto esconde también la exigencia de descubrir el auténtico rostro de Dios. Por suerte para nosotros, Dios siempre es fiel y, aunque nos alejemos y nos perdamos, no deja de seguirnos con su amor, perdonando nuestros errores y hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer hacia sí. En la parábola los dos hijos se comportan de manera opuesta: el menor se va y cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda en casa, pero también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando regresa su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún, se irrita y no quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente filial y libre con Dios.
Queridos amigos, meditemos esta parábola. Identifiquémonos con los dos hijos y, sobre todo, contemplemos el corazón del Padre. Arrojémonos en sus brazos y dejémonos regenerar por su amor misericordioso. Que nos ayude en esto la Virgen María, Mater misericordiae.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 14 de marzo de 2010
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
El Padre revelado por el Hijo
238 La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como «padre de los dioses y de los hombres». En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su «primogénito» (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente «el Padre de los pobres», del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).
239 Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.
240 Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).
241 Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como «el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), como «el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia» Hb 1,3).
242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Vivir hoy de tal modo que pueda ser admitido en el festín eterno del cielo.
Diálogo con Cristo
Señor y Padre mío, con qué facilidad puedo engañarme a mí mismo al seguir el camino fácil que me ofrece la vida y ser un ciego y sordo indiferente a las necesidades de los demás, para concentrarme sólo en mi propia felicidad. Dame tu gracia para saber mantenerme siempre a tu lado. Que no me aleje de tu gracia, porque entonces mi corazón se convertirá en roca, insensible a recibir y corresponder a tu amor. Libremente quiero depender siempre y en todo de Ti.
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